Cuando Jackson emergió del angosto pasadizo, había ya cantidad de gente apiñada en la calle. Jackson tenía todo el aspecto de uno de esos despojos que el río Harlem arroja a la orilla. Llevaba el gabán hecho un pingo, con los botones arrancados y una manga desgarrada, andaba cubierto de barro espeso, goteando un limo sucio, tenía los labios tumefactos, los ojos enrojecidos, y parecía medio muerto.
No obstante, tampoco los demás ofrecían mejor estampa. El ruido de los disparos y el ulular de las sirenas de la policía les había arrancado de sus camas para ver la causa del barullo.
El barullo sonaba como una batalla campal en pleno apogeo, y es que disparos, navajazos y cadáveres o agonizantes constituían para la gente de Harlem un espectáculo de los grandes.
Hombres, mujeres y niños se apretujaban en las aceras, envueltos en mantas, o en dos o tres abrigos, luciendo los pantalones del pijama dentro de botas de goma, con toallas anudadas a la cabeza, cubiertos como si llevaran capa por ropas polvorientas recogidas a toda prisa del suelo. Comparado con alguno de aquellos espectros, Jackson parecía un dandi.
La mayoría de esa gente alborotaba contra el cordón de policías que bloqueaba la entrada del callejón al otro lado del Paraíso, en dirección a la choza donde habían sonado los disparos. Estirando el cuello, poniéndose de puntillas o encaramándose a hombros del vecino, la gente procuraba enterarse de lo sucedido.
Sólo un hombre arrebujado en una manta de algodón amarilla y sucia advirtió que Jackson se escurría del túnel. Como también vio que se acercaban los guardias, se limitó a hacer un guiño.
Los guardias miraron a Jackson con desconfianza, dispuestos a interrogarle, pero, en ese momento, estalló una riña a puñetazos entre la multitud del otro extremo y los guardias corrieron para unirse al grupo de bofias empeñados en abrirse paso hasta los que se pegaban.
Jackson corrió igualmente, mezclándose a la multitud.
—¡Pues si son negros, que se aticen! —oyó que decía alguien.
—Basta que haya jaleo para que todos quieran meterse —comentó otro.
—Es que aquí en Harlem no hay más que vagos y maleantes. Sólo con que vean unos caballos y unas vacas, ya se convierten en cuatreros.
Jackson no lograba distinguir a los que se pegaban pero siguió empujando para llegar al centro de la multitud, con ánimo de que le perdieran de vista.
Un hombre le vio y dijo:
—Ese pelanas también se buscó camorra. ¿Con quién te pegaste, chaval? ¿Con tu vieja?
Algunos se rieron.
Jackson se fijó en que un bofia le miraba. Comenzó a moverse en contra dirección.
—Se han cargado a un guardia —dijo una voz—. De verdad que se lo han cargado.
La muchedumbre volvió a estrujarse contra el cordón. Al parecer, la riña había concluido.
—¿A un guardia blanco?
—Pues claro, hombre.
—Anda que no va a haber escarmiento en Harlem antes de que amanezca.
—Y que lo digas.
Jackson, que se había deslizado hasta casi salirse del gentío, se encontró cara a cara con los dos policías de antes.
—¡Eh, tú! —gritó uno de ellos.
Jackson, dando la vuelta, desapareció de cabeza entre la multitud. Los dos policías se lanzaron a perseguirle, abriéndose paso penosamente.
De pronto, el interés de la multitud se vio atraído por los ladridos de unos perros furiosos. Sonaban como una manada de lobos disputándose unos huesos.
—¡Eh, tío, fíjate en eso! —gritó una voz.
La multitud se desplazó como una masa compacta hacia el ruido de los perros en lucha, arrastrando a Jackson lejos del alcance de los guardias.
Al otro lado del Paraíso, directamente enfrente del pasadizo que había usado Jackson para escapar, dos perrazos descomunales se revolcaban, se acometían, se gruñían y se mordían en feroz batalla. Uno era un Doberman Pinscher con envergadura de lobo adulto; el otro un Gran Danés, tan alto como un póney Shetland. Pertenecían a dos chulos que los habían sacado de paseo justo en el momento en que estallaban los disparos. Los chulos los sacaban dos o tres veces cada noche, pues los apartamentos donde vivían eran tan pequeños que se veían obligados a mantener los perros constantemente encadenados, y entonces los perros ladraban hasta quitarles el sueño. Los chulos les habían liberado de sus cadenas para que corrieran. Eran unos perros tan depravados que se embistieron sólo al verse.
Se revolcaban de uno a otro lado de la acera, cayendo una y otra vez al arroyo, y sus colmillos brillaban a la escasa luz como bocas llenas de navajas. Los chulos les golpeaban con sus cadenas de hierro. La gente se apartaba cuando los perros se aproximaban con sus revolcones.
—Me apuesto cinco pavos a que el chucho negro gana por K. O. —dijo un hombre.
—¿Estás de broma? —replicó otro—. Me quedo con el negro cualquier día del año.
Los bofios se olvidaron de Jackson momentáneamente para separar a los perros. Se acercaron con cautela empuñando la pistola.
—No le dispare a mi perro, oiga —suplicó uno de los chulos.
—No van a hacer daño a nadie —añadió el otro chulo.
Los bofios dudaron.
—¿Por qué no llevan bozal los perros esos? —preguntó uno de los bofios.
—Llevaban bozal —mintieron los chulos—. Pasa que lo perdieron al pelearse.
—La única manera de poder separarlos es con fuego —comentó un espectador.
—Esos perros lo que necesitan son un par de tiros —replicó otro.
—¿Alguien tiene un periódico? —preguntó el primer chulo.
Un espectador corrió a buscar unos cuantos periódicos del carretón de un trapero que se había detenido en la esquina. Era un carricoche desvencijado con lados de cartón y ruedas torcidas tirado por un jamelgo sarnoso, cegato y rengo que ya nunca más volvería a comer hierba. El trapero propietario del carretón se había unido a la multitud que contemplaba la lucha de los perros.
El espectador agarró un puñado de periódicos del interior del carretón y regresó corriendo. Los retorció hasta fabricar una antorcha, alguien les prendió fuego y los arrojó bajo los perros que peleaban. Al breve resplandor de la llama se pudo ver cómo los desnudos colmillos del Doberman se hincaban en la garganta del Gran Danés.
Uno de los policías se inclinó sobre las bestias y golpeó al Doberman en la cabeza con la culata de la pistola.
—No me mate el perro —gimió el chulo.
Jackson se fijó en el carretón, retrocedió hasta tocarlo, se subió al pescante, cogió las sueltas riendas y exclamó:
—¡Arre!
El jamelgo alargó el pescuezo y torció la cabeza para mirar a Jackson. El jamelgo no conocía esa voz. Sin embargo, Jackson se hallaba a demasiada distancia para poder distinguirle.
—¡Arre! —repitió Jackson y azotó los costados del jamelgo con las riendas.
El jamelgo levantó la testuz y empezó a moverse. Pero se movía muy despacio, como en una película pasada a cámara lenta, y sus patas se alzaban con una premiosidad que daba la impresión de que estuvieran flotando en el aire.
De súbito apareció un guardia que Jackson no había visto antes y le mandó parar.
—¿Has estado aquí todo el rato?
—Nanay, mi menda recién llega achuchando al bicho —dijo Jackson, usando una jerga que convenciera al bofio de que él era el auténtico propietario del carretón.
El bofio no tenía ninguna duda de que Jackson fuera el trapero. Él lo único que quería era información.
—¿Y no has visto a nadie que pasara corriendo y que te pareciera sospechoso?
—Quia, este recién llega achuchando al bicho —dijo el hombre que había visto cómo Jackson emergía del pasadizo—. Mi menda lo junó.
En Harlem era de ley que un hermano ayudara a otro cuando se trataba de mentir a los bofias blancos.
—No te estoy preguntando a ti —dijo el bofio.
—Aquí el menda no ha junado ningún palomo —dijo Jackson—. Aquí el menda sentado tranquilo currelando en sus cosas sin junar ningún palomo.
—¿Quién te pegó en la boca?
—Dos niñatos que querían guindarme. Pero eso fue justo después del papeo.
El bofio empezó a ponerse nervioso. Interrogar a un negro siempre le ponía nervioso.
—A ver, enséñame tu permiso.
—Faltaría más —exclamó Jackson y comenzó a revolverse los bolsillos pasando de uno a otro—. Vale que lo llevo encima.
De pronto un sargento le gritó al policía:
—¿Qué estás haciendo con ese tipo?
—Sólo le interrogaba.
El sargento echó una ojeada en dirección de Jackson.
—Déjalo. Vente aquí, que hay que bloquear esa entrada —dijo señalando el pasadizo por donde se había escapado Jackson—. Tenemos acorralado a un tipo por ahí detrás y seguro que va a salir por aquí.
—Sí, señor —dijo el bofio y se fue a bloquear la salida.
El amigo negro de Jackson le lanzó un guiño.
—Vaya, menos mal que se aligeró el mono, ¿eh?
Jackson replicó con una mirada. Ni siquiera se sentía capaz de guiñar el ojo.
—Arre —le dijo al penco, golpeándole los costados con las riendas.
El penco volvió a moverse despacio, sin hacer caso de los golpes de Jackson. En ese momento el trapero se salió de la multitud para ver si sus bienes estaban seguros y vio a Jackson conduciendo el carretón. Miró a Jackson en plan incrédulo.
—Tío, que ese carro es mío.
Era un viejo vestido de harapos y cubierto por una manta de caballo como si fuera un chal. Llevaba la cabeza envuelta por un paño de lana negra estilo turbante, tocado a su vez de un sombrero abollado y sucio. Mechones de pelo rizado y canoso asomaban por debajo del turbante confundiéndose con la blanca pelambre de la barba, espesa de roña y manchada por churretes de tabaco mascado. La barba dejaba entrever un rostro negro y arrugado y unos ojos reblandecidos por la edad. Sus zapatos iban envueltos en trapos sujetos por cordeles. Parecía un Tío Tom versión Harlem.
—¡Eh! —le gritó a Jackson con voz quejosa y estridente—. ¡Que me estás birlando el carro!
Jackson azotó la grupa del penco, con ganas de largarse. El trapero le corrió detrás casi arrastrándose. Viejo y jamelgo se movían tan despacio que a Jackson le pareció como si el mundo entero hubiese reducido su velocidad a la de un cangrejo.
—¡Eh, que me están birlando el carro!
Un bofio se volvió hacia Jackson.
—¿Tú le estás robando el carro a ese hombre?
—De eso nada, que es mi viejo. Lo que pasa es que ya no guipa apenas.
El trapero agarró al bofio por la manga.
—Y un huevo, que yo no soy tu viejo y que aún guipo lo bastante pa ver que me estás birlando el carro.
—Papá, qué tajada te me traes —dijo Jackson.
El bofio se agachó y olió el aliento del viejo. Se echó atrás bruscamente, resoplando:
—¡Puaj!
—Anda, papá, sube y túmbate —dijo Jackson, guiñándole un ojo al trapero por encima de la cabeza del bofio.
El trapero conocía el código. Jackson estaba intentando najarse y él no era hombre que entregara gente a un mono blanco.
—Jope, no me fijé que eras tú, hijo —dijo subiendo al pescante junto a Jackson.
El bofio encogió los hombros y se marchó asqueado.
El trapero se sacó del bolsillo un pedazo sucio de tabaco de mascar, sopló para quitarle el polvo, le arreó un mordisco y se lo ofreció a Jackson. Jackson declinó la oferta. El trapero volvió a meterse el pedazo en el bolsillo, alcanzó las riendas, las agitó suavemente y gimió:
—Arre, Jebusite.
Jebusite arrancó como si flotara a través del espacio. El trapero la fue guiando por entre la gran cantidad de coches patrulla aparcados en todas las esquinas de la calle como tanques averiados en el desierto.
Más allá, calle abajo, los coches particulares se agrupaban en hileras que no cesaban de crecer, con curiosos que llegaban de todas partes. La noticia de que se habían cargado a un bofia blanco había retumbado en el barrio como un trueno.
El trapero no dijo nada hasta dejar atrás cinco manzanas. Entonces preguntó:
—¿Lo hiciste tú?
—¿Hice qué?
—Cargarte al madaleno.
—Yo no he hecho nada.
—¿Pos por qué te najas?
—Que no quiero que me cojan, eso es todo.
El trapero asintió. A los negros de Harlem no les gusta que les coja la pasma tanto si han hecho algo como si no.
—Yo tampoco —dijo.
Soltó un escupitajo que rezumaba tabaco y se secó los labios con el dorso de su guante sucio.
—¿Te sobra un papiro?
Jackson estuvo a punto de sacar todo el fajo, se lo pensó mejor, desprendió un billete de dólar y se lo tendió al trapero.
El trapero lo examinó cuidadosamente y al fin lo deslizó bajo sus harapos a salvo de miradas indiscretas. Llegados a la Calle 142, justo enfrente de la casa que días atrás aún cobijaba a Jackson e Imabelle, detuvo el carro, bajó y comenzó a hurgar en un montón de basura.
Jackson notó que el recuerdo de Imabelle le asaltaba por vez primera desde que había iniciado su huida. El corazón le dio un vuelco y casi le estalló en la boca.
—¡Eh! —exclamó—. ¿Quieres llevarme hasta la Calle 121?
El trapero le miró desde la acera cargado de despojos.
—¿Te sobra algún otro papiro?
Jackson desprendió otro billete de dólar. El trapero arrojó los despojos al interior del carro, se subió al pescante, archivó el dólar y agitó las riendas. El penco flotó de nuevo.
Circularon en silencio.
Jackson se sentía como si estuviera en el fondo de un pozo. Le habían golpeado, acuchillado, disparado, maltratado, perseguido y humillado. El chichón de su cabeza emitía señales dolorosas que se propagaban por su cráneo como un herrero dándole al yunque, y sus labios hinchados y tumefactos palpitaban como un tamtan.
No sabía si Goldy había averiguado la dirección de Imabelle, si la habían detenido, si estaba viva o muerta. Lo único que sabía era que al menos él estaba vivo, aunque eso no le valía de mucho. Sentado en ese carretón de trapero, no se enteraba de nada. Por lo que podía suponer, quizás en aquel momento su mujer corría un peligro mortal. Para colmo, ahora que los gánsters sabían que la policía les iba a la zaga, igual se largaban con las pepitas de oro de Imabelle. Claro que mientras no le hicieran daño a Imabelle, eso le importaba poco.
Llevaba las ropas empapadas del barro que le había caído encima, y empapadas además de su propio sudor por dentro. Aterido como un témpano, seguía sentado temblando de frío y de angustia, incapaz de hacer nada.
Pasaban algunos negros por las aceras, evitando con cautela las zonas oscuras y peligrosas de los portales, cabizbajos, andando todos ellos con cara de pena.
Negros y pena, pensó Jackson, son como dos mulas enganchadas al mismo carro.
—¿Birugi? —preguntó el trapero.
—No es que tenga calor.
—¿Un poco de priva?
—¿Dónde?
El trapero se sacó una botella de aguardiente barato de entre sus revueltos harapos.
—¿Te sobra otro papiro?
Jackson desprendió otro billete de dólar, se lo tendió al trapero, cogió el frasco y se llevó la botella a los labios. Sus dientes entrechocaron contra el gollete. Aquel aguardiente le quemaba la garganta y le revolvía las tripas, pero no le hacía sentirse mejor.
Devolvió el frasco medio vacío.
—¿Tienes chorba? —preguntó el trapero.
—Tengo —dijo Jackson con lúgubre acento—, pero no sé dónde para.
El trapero miró a Jackson, miró el frasco de aguardiente y se lo tendió a Jackson otra vez.
—Apaláncalo —dijo—. Te hace más falta que a mí.