13

Cuando Slim e Imabelle desembocaron en la acera, un primer coche de la policía corría por la Octava Avenida a cien por hora haciendo sonar la sirena y volteando su luz roja que parpadeaba en plena oscuridad como un demonio escapado del infierno.

El coche de Slim se hallaba aparcado demasiado lejos para ir en su busca. Intentó coger el Cadillac de Gus, pero no pudo abrirlo. Por suerte había un taxi aparcado junto a la acera, detrás del Cadillac.

Slim miró a la hermana de caridad que estaba sentada en el asiento trasero y reconoció a la monja negra de los almacenes Blumstein, acordándose de que se la habían señalado como confidente. Abrió la portezuela de un tirón y saltó dentro él primero, arrastrando luego a Imabelle.

—Es un caso urgente —le gritó al chófer—. ¡Al hospital Knickerbocker cagando leches!

Se volvió a la monja y explicó:

—Mi mujer se ha tragado un veneno. Hay que llevarla al hospital.

Slim se había puesto de perfil, de modo que no se le vieran las quemaduras de la mejilla y del cuello. Goldy, sin embargo, ya había notado quemaduras de ácido en los hombros del guardapolvo caqui y supuso que en el jaleo alguien habría arrojado ácido. Había oído disparos y, conociendo la puntería de Sepulturero y de Ataúd, también supuso que habría habido algún muerto. Confió en que al menos no fuera Jackson. Si no, tendría que arreglárselas él solo para encontrar el baúl. Y eso sí que iba a ser difícil, pues Imabelle no sabía que él fuera hermano de Jackson.

De momento, lo importante era no despertar sospechas.

—Confiad en el Señor —murmuró con voz ronca, intentando dar la impresión de que era un simple espíritu—. No permitáis que os embargue el desánimo.

Slim le lanzó una mirada de recelo, y por un instante Goldy temió haberse pasado. Sin embargo, Slim se limitó a gruñir:

—Nos va a embargar como no salgamos de esta.

Imabelle, con las prisas, había olvidado su abrigo y ahora se estremecía de frío.

El chófer estaba a punto de meter segunda cuando un coche patrulla le cerró el paso. Slim soltó un taco. Imabelle le rodeó el hombro con el brazo y apoyó la cabeza en su mejilla para disimular las quemaduras del ácido. Dos bofias saltaron fuera, corrieron hacia el taxi y enfocaron a sus ocupantes con las linternas. Al ver a la hermana de la caridad la saludaron respetuosos.

—¿No ha visto si alguien pasaba por aquí corriendo, hermana? —le preguntó uno de los bofias.

—Por aquí no ha pasado nadie —contestó Goldy en plan sincero, y volviéndose a sus compañeros—: ¿Han visto pasar a alguien?

—Yo no vi a nadie —se apresuró a corroborar Slim, lanzándole a Goldy otra mirada calculadora—. Ni un alma.

Frenaron otros dos coches patrulla en mitad de la calle, delante y detrás del taxi. Cuatro bofias cruzaron la calzada, pero los bofias que estaban interrogando a los pasajeros les hicieron seña de que siguieran. Los recién llegados dieron media vuelta, indecisos, regresaron corriendo otra vez a los coches patrulla y arrancaron en dirección a las tinieblas que rodeaban el Polo Grounds.

—¿Y adónde van ustedes, buena gente? —le preguntó el bofia a Goldy.

Goldy cruzó los índices sobre la cruz dorada que llevaba al pecho y dijo piadosamente:

—Al cielo, bendito sea el Señor, y ojalá se compadezca de nuestras almas.

Los bofias creyeron que estaba ejecutando algún rito cabalístico y vacilaron. Goldy, en cambio, había advertido que el joven chófer negro se había vuelto a medias y que luego había recobrado su postura mirando fijamente hacia delante. También podía notar el temblor de Slim sentado a su lado. Desesperado, buscó la manera de alejar a los bofias y al mismo tiempo impedir que Slim repitiera el embuste de que llevaba a Imabelle al hospital, pues bastaba echar un simple vistazo a Imabelle para darse cuenta de que estaba más sana que una yegua paridora.

—Tal vez sigan el camino —añadió antes de que los bofias pudieran repetir la pregunta, y con su cruz dorada trazó dos círculos en el aire.

Los bofias le miraron fascinados. Habían visto sectas religiosas muy extrañas en Harlem v respetaban la religión de los negros por órdenes del comisario. Aquella monja, no obstante, parecía entregada más bien al culto del diablo.

Al fin, uno de los bofias repitió muy serio:

—¿Qué camino?

—Duro es el camino del pecador —dijo Goldy.

Los bofias se miraron de reojo.

—Vámonos ya —dijo el primer bofia.

El otro bofia echó una ojeada escrutadora a Slim y a Imabelle.

—¿Y esa gente son discípulos suyos, hermana? —preguntó.

De súbito, Goldy se metió la cruz dorada en la boca y luego la escupió.

—Y recibí el librito de manos del ángel, y me lo comí entero —recitó enigmático. Sabía que la mejor manera de confundir a los bofias blancos de Harlem era citando versículos delirantes de la Biblia.

A los bofias se les contrajo la vista, se les hincharon las mejillas y se les subieron los colores, en sus esfuerzos por reprimir la risa. Se llevaron un dedo a la gorra con respeto y se marcharon aprisa, confusos aunque no desconfiados.

—¿Crees que está bebida? —preguntó uno, lo bastante fuerte aún para que le oyeran.

—Eso o si no drogada —contestó el otro, encogiéndose de hombros.

Regresaron a su coche patrulla, arrancaron con una súbita media vuelta chirriando los neumáticos y salieron disparados hacia la selva de pilastras que sostenían el puente.

Ya empezaba a apiñarse la gente, salida de la oscuridad como fantasmas a medio vestir.

El taxi se puso en marcha otra vez. El chófer conducía con cautela al pasar junto a los coches patrulla.

—¡Acelera ya, la puta madre que te parió! —rugió Slim.

El chófer siguió mirando fijamente hacia delante sin perder su rigidez, pero de una sacudida aceleró y desembocó a gran velocidad en la Octava Avenida. Aún de espaldas, se adivinaba el pánico en la cara del chófer.

—Cagüendiós, quita de ahí —maldijo Slim, empujando a Imabelle a un lado—. Me estoy quemando hasta los huesos.

—A mí no me hables así, ¿eh? —dijo Imabelle mientras hurgaba en su bolso.

—Si piensas sacarme una sirla… —empezó Slim.

Pero ella le cortó.

—¡Cállate! —dijo tendiéndole un tarro de crema facial—. Toma, ponte esto en las quemaduras.

Slim desenroscó la tapa y se aplicó gruesas capas de crema en las quemaduras.

—Hank no tendría que haber hecho eso —dijo Imabelle.

—¡Cierra el pico! —graznó Slim—. ¿No sabes que esta monja es un chivato?

Goldy notó que Imabelle le miraba curiosa e inclinó la cabeza sobre su cruz dorada como si se sumiera en devotas meditaciones.

—Sospechas de todo el mundo —le dijo Imabelle a Slim—. ¿Cómo se puede enterar de lo que estamos diciendo?

—Tú sigue y me vas a obligar a que te raje el cuezo.

—Ay, por qué os gustará tanto la pinchosa.

—Cesó el infortunio —dijo Goldy como si rezara.

—Suerte que va pasada —musitó Slim.

Una ambulancia cruzó la calle haciendo sonar la sirena.

Nadie volvió a abrir la boca hasta que llegaron al hospital Knickerbocker. Slim mandó detener el taxi frente a la entrada principal, en lugar de seguir hasta la puerta de urgencias. Bajó después de Imabelle y asiéndola del brazo la condujo rápidamente escaleras arriba sin molestarse en pagar el viaje.

Goldy mandó al chófer que diera una vuelta a la manzana. Cuando regresaron al punto de origen, Slim e Imabelle se estaban metiendo en otro taxi.

Goldy ordenó al taxista que los siguiera. El taxista refunfuñó:

—Oiga, señora, no nos vayamos a complicar la vida.

—Y cuatro y veinte fueron los elegidos —recitó Goldy, sugiriéndole al chófer un pronóstico para la lotería.

Sabía que mucha gente de Harlem creía que los religiosos con un simple vistazo al cielo podían adivinar el número ganador siempre que quisieran.

El chófer pescó la cosa. Se dio vuelta y sonrió a la monja enseñando toda la dentadura.

—Pos claro, señora. La chamba para el cuatro y el veinte. ¿Ya usté quién le parece que va a salir primero?

—Cuatro de los elegidos guiarán a los otros veinte —dijo Goldy.

—Pos vale.

El chófer resolvió apostar cinco papiros al cuatrocientos veinte en cada una de las cuatro grandes loterías de Harlem antes del mediodía siguiente, tan seguro como que se llamaba Diddley el Fino.

Siguieron al taxi de Slim e Imabelle hasta que se detuvieron ante una pensión de la parte alta de Park Avenue. Sin embargo, Diddley el Fino les había seguido tan de cerca que no tuvo más remedio que pasarles cuando el primer taxi se detuvo. Goldy se acurrucó en su asiento para que no le vieran. Sabía que no habían advertido que los seguían pues en ningún momento pretendieron zafarse, pero no estaba seguro de si le habrían reconocido al pasar. Había que fiarse de la suerte.

El tiempo que tardó Diddley el Fino en dar la vuelta a la manzana fue suficiente para que el otro taxi desapareciera. Goldy contempló la fachada de la pensión, preguntándose si no tendría que acabar entrando y localizar el cuarto.

No obstante, al cabo de un rato, una luz se encendió brevemente en una ventana del tercer piso antes de que corrieran la cortina. Quedó satisfecho con eso. Subió al taxi y se hizo llevar hacia la tabaquería de la Calle 121.

No había ni rastro de Jackson. Goldy empezó a preocuparse. Entró en la tienda, se dirigió a su cuarto, encendió la estufa de petróleo y se calentó un latigazo de cocaína y morfina en el infiernillo.

Le había dicho a Jackson que se viniera aquí en caso de jarana. Pero no tenía modo de saber si Jackson estaba vivo o muerto. Y aún era demasiado pronto para informarse en comisaría. Como les hubiera ocurrido algo a Sepulturero o a Ataúd, seguro que los bofias blancos sospecharían y le meterían mano.

Cuando la droga le destapó la imaginación, Goldy empezó a ver muertos por todas partes. Se pinchó otra vez para calmarse el miedo.