El sedán negro apareció a toda velocidad, patinó al frenar y quedó de través en mitad de la calle. Los dos policías negros saltaron fuera, cada uno por su lado, corpulentos y desgarbados, con sus raídas gabardinas grises y sus abollados sombreros de alas dobladas, y corrieron con pesada agilidad.
En el mismo momento, el taxi de Goldy se arrimaba a la acera y aparcaba una manzana más abajo, pero sin que Goldy se bajara.
Cuando los dos policías convergieron junto al flamante Cadillac, ya empuñaban las niqueladas pistolas de caño largo. Ataúd abrió la portezuela y Sepulturero agarraba a Gus echándolo al suelo.
—No me toquéis con vuestras puercas manos —gruñó Gus, lanzando un jab de derecha a la cara de Sepulturero.
Sepulturero lo esquivó y dijo:
—Sacúdele, Ed.
Ataúd le arreó a Gus un bofetón en la mejilla. Gus, mientras su sombrero volaba por los aires pese a estar bien sujeto, salía rebotado hacia Sepulturero, que le sacudió en la otra mejilla, devolviéndolo a Ataúd. Le sacudían sin parar, echándoselo del uno al otro, como si le pegaran a una pelota de ping-pong. La cabeza de Gus comenzó a llenarse de campanas. Le flojeaban las piernas, perdiendo el sentido del equilibrio. Le siguieron pegando hasta que cayó de rodillas, incapaz de oír cualquier sonido.
Ataúd le asió por el cuello del abrigo para impedir que se diera de bruces. Arrodillado entre los dos, como una masa de puré, sin sombrero, Gus apenas lograba menear la cabeza. Sepulturero le enderezó la barbilla con el caño de su pistola. Ataúd miró a Sepulturero por encima de la cabeza de Gus.
—¿Batido?
—Batido un poco más y acaba merengue —dijo Sepulturero.
—Este chorbo ha recibido una educación muy floja.
Jackson no se había movido de su asiento mientras los policías le sacudían a Gus, pero de pronto abrió la portezuela más alejada y se deslizó al exterior, con esperanzas de despistarse.
—Quieto, palomo, que aún no hemos acabado contigo —gritó Sepulturero.
—Sí, señor, sí, señor —dijo Jackson hecho un flan—. Precisamente iba a preguntarles si les podía servir en algo.
—Primero tenemos que meternos ahí dentro.
—Sí, señor.
—A ver si espabilamos a este chorbo, Ed.
Ataúd tiró hacia arriba de Gus y le puso un frasco de bourbon en la mano. Gus bebió un sorbo y se atragantó, pero se le destaparon los oídos y pudo volver a oír. Todavía le flojeaban las piernas, como si fuera un boxeador sonado.
Ataúd le quitó el frasco y se lo guardó en un bolsillo de su gabardina.
—¿Vas a cooperar ahora? —le preguntó a Gus.
—Qué remedio —dijo Gus.
—Eso es contestar mal.
—Tranquilo, Ed —intervino Sepulturero—. Aún no hemos acabado con este andoba. Nos tiene que llevar adentro.
—Me lo estaba figurando —dijo Ataúd, mirando a su alrededor—. Qué asco de lugar para dedicarse al mangoneo.
—Lo eligieron por si tenían que ahuecar. Creerán que aquí no los va a atorigar nadie.
—Veremos.
Más arriba se extendía el puente de la Calle 155, que cruza el río Harlem desde Coogan’s Bluff, en la isla de Manhattan, hasta el sector llano del Bronx donde se halla el Yankee Stadium. La silueta del Polo Grounds destacaba en la oscuridad de aquel terreno liso entre la costa abrupta y el río Harlem. Los pilares de hierro bajo el puente parecían fantasmales centinelas en medio de aquellas tinieblas impenetrables. A lo lejos, un tramo del Metro aéreo del Bronx cruzaba el río conectando con la estación que daba a las puertas del estadio.
Era un sector de Manhattan oscuro, desierto y lúgubre; tenía mala fama, de noche la gente lo evitaba y las patrullas tampoco lo controlaban. Cualquiera que se aventurase por esos parajes se arriesgaba a que le rebanasen el pescuezo sin que nadie oyera sus gritos o, suponiendo que se oyeran, sin que nadie se atreviera a socorrerle.
El Cadillac de Gus había quedado aparcado justamente enfrente de un vasto cobertizo, convertido antaño en Paraíso de la Paz por el Father Divine. La palabra PAZ aparecía en grandes letras blancas a cada lado del tejado en sus dos vertientes, y sólo podía verse desde lo alto del puente. El edificio se hallaba abandonado desde hacía tiempo y ahora permanecía sellado en la oscuridad.
—No me gustaría nada andar solo por aquí —dijo Jackson.
—No me llores, hijo, que ya te protegemos —le sosegó Sepulturero. Cerró el Cadillac de Gus y se metió la llave en el bolsillo.
—Bueno, mangui, ponte el chapiri (sombrero) y andando —le dijo a Gus Ataúd.
Gus recogió su sombrero, lo alisó y se lo puso. Tenía el rostro tan tumefacto que apenas podía abrir los ojos.
—Limítate a entrar como si no hubiera pasado nada —ordenó Sepulturero.
—No va a ser fácil —se quejó Gus.
—Fácil o difícil, más te vale hacerlo bien, mangui.
—Vale, guris (polis), andando —dijo Gus.
Les condujo por un callejón estrecho y oscuro, lindante con el abandonado Paraíso, y hasta una pequeña barraca de madera a orillas del río. Estaba pintada de verde, un verde oscuro y sucio, pero de noche parecía negra. Tenía dos ventanas cerradas en la parte que daba al callejón y una pesada puerta de madera en la fachada principal. No se filtraba luz alguna del interior; no se oía más ruido que el chung-chung de los remolcadores tirando de las barcazas de basura río abajo hasta llevarlas al mar.
Ataúd le hizo un gesto a Gus con la pistola.
Gus llamó a la puerta según una señal convenida. La señal duraba tanto que Ataúd se puso nervioso. El leve chasquido de su pistola al cargarse rompió el silencio como un petardo que estallase. Jackson casi reventó del susto.
De repente, se abrió una mirilla en la puerta oscura. El corazón de Jackson estuvo a punto de escapársele por la boca. Se sintió entonces enfrentado directamente al ojo que le observaba por la mirilla. No podía ver el ojo lo bastante bien como para reconocerlo, pero creyó que le estaban hablando.
Hubo un ruido de llaves que giraban y de cerrojos que se descorrían, y se abrió la puerta.
Ahora Jackson podía ver el ojo claramente y también el otro. El resplandor de la puerta enmarcaba un rostro sensual de piel canela. Era el rostro de Imabelle. Miró fijamente a los ojos de Jackson. Sus labios formaron las palabras: «Anda y mátalo, cheli. Soy tuya.» Luego retrocedió, dejando espacio para que entrara.
Esas palabras emocionaron a Jackson. Involuntariamente se santiguó. Quiso contestar pero no pudo empujar la voz. La miró implorante, intentó tragar saliva y no lo consiguió, entonces entró en la barraca.
La barraca disponía de una sola habitación, tan ancha como un garaje de dos plazas. Tenía dos ventanas cerradas a cada lado y otra puerta al fondo, con llave y cerrojo echados. Debía de haber servido como oficina de algún capataz o de algún cronometrador de cualquier empresa que trabajara en el río.
Junto a la puerta trasera había una gran mesa de despacho y un sillón giratorio. Había además otros dos sillones, de mala calidad y forrados, tres sillas de madera con el respaldo recto, ceniceros de pie, una mesa de cocktail con superficie de vidrio, un fichero de latón y, en un rincón, una falsa caja fuerte de cartón cubierta por una lona negra que con la penumbra sólo permitía distinguir a medias el disco para abrirla. Era obvio que la banda había añadido todos esos accesorios con la intención de crear un ambiente de lujo y confort que impresionara a los incautos para timarlos mejor. La luz procedía de una lámpara de pie situada entre los sillones, de una esfera blanca en el techo y de otra lámpara con pantalla verde colocada sobre la mesa de despacho.
Jackson advirtió que, detrás de Imabelle, se hallaba Hank sentado a la mesa. Su rostro amarillo tenía un tinte cadavérico bajo el fulgor de la lámpara de pantalla verde.
Jodie ocupaba una sillita plegable junto a la puerta trasera. Llevaba botas altas de cordones y traje de explorador. Su pelo aplastado estaba gris de polvo. Sólo le faltaba un asno esmirriado para dar la impresión de que acababa de llegar de la montaña con un cargamento de pepitas de oro.
Slim se sentaba en una de las sillas arrimada a la pared junto a la mesa de despacho, vestido con un largo guardapolvo caqui como los que usan los sabios chalados en las películas de terror de tercera categoría. En el pecho lucía cosida la inscripción Químico USA.
Al ver a Jackson, los tres brincaron de sus asientos y le miraron atónitos.
Antes de que cualquiera pudiera moverse, Sepulturero apoyó el pie en el trasero de Gus y le impulsó al interior de la habitación con tanta fuerza que Gus entró dando tumbos por el suelo hasta tropezar de cabeza con la espalda de Jackson. Jackson salió disparado hacia delante chocando con Jodie que acababa de alzarse. Jodie fue a incrustarse contra la pared.
Surgió entonces Sepulturero cortando la serie de rebotes y gritando:
—¡Rectifiquen!
—¡Queo! —replicó Ataúd como un eco mientras cubría la puerta abierta con el 38 en línea.
Slim saltó y levantó en seguida las manos. Hank puso las suyas sobre la mesa petrificándose. Jodie, momentáneamente fuera de la línea de tiro de los dos policías gracias a la protección del cuerpo de Jackson, le propinó a este dos puñetazos en el bajo vientre.
Jackson soltó un quejido y se agarró al cuello de Jodie. Jodie le asestó a Jackson un rodillazo en la ingle. Jackson retrocedió gimiendo hasta Gus. Gus sujetó a Jackson por el hombro para evitar que cayera pero Jackson pensó que Gus quería derribarle y se retorció violentamente intentando desasirse.
Con una rabia ciega, Jodie sacó su navaja automática y le pegó un corte a la manga del abrigo de Jackson.
—¡Suelta eso! —gritó Sepulturero.
Jackson, en un arrebato de furia y de dolor, con la vista inyectada en sangre, arreó un puntapié a la tibia de Jodie que ya blandía la navaja para acuchillarle de nuevo.
—¡Cuidado, cheli! —gritó Imabelle al advertir la dirección de la navaja.
Su chillido fue tan estridente que salvo los dos policías todo el mundo se encogió. Los mismos nervios de Sepulturero, a prueba de bombas, se resintieron. Un espasmo le sacudió el dedo que rozó el sensible gatillo de su pistola y la explosión del disparo en aquella habitación tan pequeña ensordeció a los demás.
Gus, al encogerse, se había puesto en la zona de tiro y la bala del 38 penetró en su cráneo por detrás del oído izquierdo saliéndole por el ojo derecho. Al derrumbarse, Gus se agarró aún a Jackson pero este se encabritó hacia un lado como un caballo salvaje y embistió a Jodie.
Jackson aferró a Jodie por la muñeca e intentó arrastrarle hacia Sepulturero. Jodie, sin embargo, se impuso en el forcejeo y fue Jackson el que salió rechazado contra Sepulturero.
Aprovechando el jaleo, Hank se apoderó de una botella de ácido que había sobre la mesa. El ácido servía para demostrar la pureza de las pepitas de oro, y Hank creyó oportuno arrojarlo contra los ojos de Ataúd.
Imabelle le vio y volvió a gritar:
—¡Cuidado!
Todos se achicaron de nuevo. Jackson y Jodie se pegaron un cabezazo sin querer. Por reacción, Slim fue a situarse entre Ataúd y Hank justo en el instante en que este arrojaba el ácido y el otro disparaba. Parte del ácido se derramó sobre la oreja y el cuello de Slim mientras que el resto salpicaba la cara de Ataúd. El disparo de Ataúd salió desviado y destrozó la lámpara de pantalla verde.
Slim saltó hacia atrás con tanto ímpetu que se estrelló contra la pared.
Hank se agazapó detrás de la mesa una fracción de segundo antes de que Ataúd, frenético y cegado por las quemaduras del ácido, vaciara su pistola sembrando de balas del 38 la superficie de la mesa y la pared del fondo.
Una de las balas alcanzó un conmutador oculto y sumió la habitación en la oscuridad.
—¡Quietos todos! —gritó Sepulturero en plan de aviso al tiempo que retrocedía hacia la puerta para cortarles la retirada.
Ataúd no se había enterado de la falta de luz. Era un tipo con agallas. Había que tenerlas para trabajar de policía en Harlem siendo negro. El dolor de las quemaduras le había cerrado los ojos, no obstante le consumía tanto la rabia que empezó a repartir golpes a diestro y siniestro en plena oscuridad con la culata de su pistola.
Tampoco se enteró de que era Sepulturero el que acababa de tropezar con él. Sólo notó que alguien se le había puesto al alcance y golpeó a Sepulturero con tanta furia que este cayó inconsciente. En el mismo instante en que Sepulturero se desplomaba, Ataúd comenzó a preguntar en medio de las tinieblas:
—¿Dónde estás, Sépuli? ¿Dónde estás, tío?
Durante un momento, un violento alboroto invadió el silencio de la noche. Los cuerpos tropezaban entre sí en su desesperado esfuerzo por salir. Hubo un estruendo de objetos rotos y vidrios que estallaban cuando los cuerpos derribaron y aplastaron la lámpara de pie y la mesa de cocktail.
Luego, Imabelle volvió a chillar:
—¡Aparta la pinchosa (navaja)!
Una voz alterada por el furor escupió:
—¡Te voy a matar, puta marrana!
Jackson se precipitó hacia donde sonaba la voz de Imabelle para protegerla.
—¿Dónde estás, Sépuli? ¡Habla ya, tío! —gritó Ataúd, tanteando en la oscuridad.
Pese al dolor insufrible, se sentía alarmado ante todo por su compañero.
—Déjala en paz, no tiene nada que ver —dijo otra voz.
Jodie y Slim se revolcaban con saña. Jackson comprendió que uno de ellos creía que Imabelle les había traicionado avisando a la madam y quería matarla. El otro se oponía. Jackson no acertaba a identificar cuál era de los dos.
Se lanzó hacia el ruido de la pelea, dispuesto a pegarse con los dos. Avanzó y se metió entre los brazos de Ataúd. Al instante siguiente caía sin sentido de un culatazo en el cráneo.
—¿Estás herido, Sépuli? —preguntó Ataúd ansioso, tropezando en la oscuridad con el cuerpo inánime de Sepulturero—. ¿Estás herido, tío?
—¡Ahuecando ya! —gritó Hank, y cruzó la puerta corriendo.
Imabelle corrió tras él.
De repente, por tácito acuerdo, Slim y Jodie dejaron de pelear para perseguir a Imabelle. Fuera, sin embargo, al poder verse mejor, se enzarzaron en una nueva pelea. Ambos empuñaban navajas y comenzaron a tirarse tajos frenéticamente, pero sólo cortaban el aire frío de la noche.
Detrás de la barraca, un fuera borda carraspeó una vez, dos veces. A la tercera, el motor arrancó. Jodie se separó de Slim y corrió desapareciendo detrás de la barraca. Un momento después, el zumbido del fuera borda se perdía a través del río Harlem.
Slim asió a Imabelle por el brazo.
—Venga, aligerar, que no hay más remedio —dijo, empujándola hacia el callejón que llevaba al Paraíso.
De súbito, la noche se llenó de un clamor de sirenas y cuatro coches patrulla se fueron acercando.
Al pasar por el puente de la Calle 155, un motorista había oído los disparos y lo había comunicado a la bofia que ahora avanzaba como los tanques del general Sherman.
Ataúd los oyó y suspiró aliviado. El dolor de las quemaduras había llegado a ser tan atroz que ya casi no lo podía soportar. No había recargado su pistola por miedo a saltarse los sesos. Se puso a soplar en su silbato de policía con una intensidad demencial. Los silbidos eran tan penetrantes que arrancaron a Jackson de su soponcio.
En cambio, Sepulturero seguía inconsciente.
Ataúd oyó cómo se levantaba Jackson y cargó aprisa la pistola. Jackson percibió el sonido de las balas insertándose en el tambor y sintió que se le ponía la piel de gallina.
—¿Quién está ahí? —conminó Ataúd.
Su voz sonó tan potente y tan agria que Jackson dio un respingo y se quedó sin voz.
—Contesta, la madre que te parió, o te parto en dos —amenazó Ataúd.
—Sólo soy yo, Jackson, señor Johnson —logró balbucear Jackson.
—¡Jackson! ¿Dónde mierda se ha metido esa gente, Jackson?
—Se han largado todos excepto yo.
—¿Dónde está mi compadre? ¿Dónde está Sepulturero Jones?
—No lo sé, señor. No lo he visto.
—A lo mejor los está persiguiendo. Pero tú te quedas ahí quieto donde estás, Jackson. No te muevas ni un condenado milímetro.
—No, señor. ¿Puedo ayudarle en algo?
—No, me cago en la leche, quédate ahí quieto y basta. Estás detenido.
—Sí, señor.
«Ya me lo podía figurar», pensó Jackson. Los criminales de verdad se habían vuelto a escapar y el único atrapado era él.
Comenzó a desplazarse quedamente hacia la puerta.
—¿Eres tú el que oigo moverse, Jackson?
—No, señor. Yo, no —dijo Jackson, dando un pasito—. Se lo juro por Dios.
Dio otro pasito y añadió:
—Serán las ratas por debajo del suelo.
—Conque ratas, ¿eh, cabrón? —gruñó Ataúd—. Vas a ver qué abajo terminan esas jodidas ratas antes de que se den cuenta.
A través de la puerta abierta, Jackson podía divisar alrededor del abandonado Paraíso del Father Divine los faros de los coches patrulla registrando todos los rincones de arriba abajo. Oyó el zumbido de los motores y el ulular de las sirenas. Sintió la presencia de Ataúd a sus espaldas blandiendo el 38 cargado en la negra oscuridad de sus ojos ciegos. La aguda e insistente estridencia del silbato de Ataúd le iba triturando los nervios pedazo a pedazo. Sonaba como si todas las furias infernales se abalanzaran por todas partes y él estuviera entre los demonios y las azules profundidades del mar.
«Más vale que salga por suelas en lugar de quedarme aquí», decidió. Se agachó.
Ataúd notó el movimiento.
—¿Estás aún aquí, Jackson? —ladró.
De un brinco, Jackson cruzó la puerta abierta, aterrizó a cuatro patas y salió disparado. De lejos le llegaron los gritos de Ataúd Ed.
—¡Jackson, hijoputa! Por las barbas de Moisés, ya no resisto más. ¿No me oyen esos cabrones? ¡Jackson! —chilló con toda la fuerza de su voz.
Tres disparos retumbaron en la noche y del caño de la pistola de Ataúd salió una gran llamarada roja que rasgó las tinieblas. Jackson oyó cómo se aplastaban las balas en los tabiques de la barraca.
Jackson, presa del pánico, agitó las rodillas, intentando sacar más velocidad de sus piernas rechonchas. El sudor le chorreó por los poros, el cuerpo recalentado empezó a cocer en su propio caldo, derrochó fuerzas, trastornó el ritmo, pero no logró aumentar su velocidad. Dicen en Harlem que no hay flaco que aguante sentado ni gordo que aguante corriendo. Jackson pretendía llegar al otro lado del viejo cobertizo de ladrillos antaño convertido en Paraíso pero su objetivo parecía tan lejano como el día del Juicio.
A sus espaldas retumbaron tres disparos más en plena conmoción, estimulándole como un trapo ardiendo atado a la cola de un perro. Era ya incapaz de pensar en nada y sólo pudo recordar una antigua canción popular que había aprendido de niño:
Corre, negro, corre, que te pillan;
Corre, negro, corre, a ver si espabilas…
Resbaló en un charco y fue a estrellarse de cabeza contra el viejo embarcadero de madera que había detrás del corrompido Paraíso, invisible con la oscuridad. Sus labios rollizos se aplastaron contra el maderamen sonando igual que un bistec machucado sobre el mostrador. Lágrimas de sufrimiento brotaron de sus ojos.
Al saltar hacia atrás, lamiéndose sus labios tumefactos, oyó las carreras de la policía rodeando el otro lado del Paraíso.
Se encaramó a una de las pilastras del embarcadero, izándose penosamente igual que un cangrejo desmañado que quisiera escapar de una tortuga voraz. Había una escalerilla al alcance de su mano derecha, pero no la vio.
Arriba, la silueta del puente de la Calle 155 se recortaba en la oscuridad, con los faros de los coches en hilera que habían llegado a detenerse para que sus ocupantes, torciendo el cuello, pudieran enterarse de los motivos del alboroto.
Un solitario remolcador arrastrando dos barcazas de la basura vacías se deslizaba por el río Harlem en busca de un nuevo cargamento para arrojarlo al mar. Sus luces de posición verdes y rojas se reflejaban pálidamente en el agua oscura.
Jackson se sintió cogido por ambos lados; si no le apiolaba la bofia, lo haría el río. Se alzó de un salto y volvió a correr. Sus pasos retumbaban como truenos a sus oídos al cruzar las planchas podridas del embarcadero. Tropezó con un tablón mal sujeto y cayó de bruces.
Un policía que andaba escudriñando el otro lado del Paraíso, procedente de la calle, barrió la oscuridad con su linterna. El foco de luz pasó por encima del cuerpo tendido de Jackson, que se confundía con la negrura de la madera, y siguió recorriendo la orilla.
Jackson brincó de nuevo y volvió a correr. El recuerdo de la antigua canción popular repercutía en su mente:
Cómo corre el negro, corre tan ligero
que mete la cabeza en un avispero.
El eco engañoso del río y de los edificios hizo creer a los policías que los pasos sonaban procedentes del lado opuesto. Sus linternas fueron explorando río abajo hasta enfocar la barraca. Jackson oyó el rugido de Ataúd:
—¡Coño, aquí!
—Ya vamos —replicó una voz apresurada.
—Hay alguien que se nos está escurriendo —gritó otra voz.
Jackson la oyó claramente. Pisó firme y echó a correr lo más rápido que pudo, pero tardó tanto en llegar al final del embarcadero que se sintió canoso y decrépito como si en su carrera hubiese envejecido.
Se le había enturbiado la vista pero aun así distinguió que las linternas de la policía retrocedían por el río, rodeándole lentamente. Y no había lugar donde esconderse.
De repente cayó en el vacío. Había llegado al borde del embarcadero sin darse cuenta. Tanto correr por los tablones y ahora corría en medio del aire frío de la noche. Al instante aterrizó en pleno barro. Sus pies patinaron con tanto ímpetu que dio una voltereta redonda.
Las linternas enfocaron el embarcadero por encima de su cabeza y siguieron explorando la orilla. El embarcadero le protegía, sumido en las tinieblas.
Descubrió un paso a su izquierda, una estrecha abertura entre los muros de ladrillo del Paraíso y las onduladas paredes de zinc de un almacén lindante. Muy a lo lejos, como si hubiera de tardar toda una vida, se divisaba un angosto rectángulo de luz por donde salir a la calle. Se precipitó por ahí a toda pastilla, patinó en el barro, se sostuvo con las manos y corrió los primeros diez metros como si fuera un oso.
Se irguió cuando notó que pisaba tierra firme. Era un pasadizo muy angosto. Jackson no se enteró de la estrechez en su prisa por meterse y de golpe se encontró encajonado. Se revolvió y se agitó presa de un pánico incontenible, como un Don Quijote negro luchando a un tiempo con dos molinos enormes. Al fin, logró ponerse de perfil y, al estilo de los cangrejos, corrió hacia la salida.
El pasadizo se hallaba atestado de latas, botellas de cerveza, cartones empapados, cajas destartaladas y toda clase de despojos. Jackson no paraba de tropezar; su gabán se restregaba con las paredes a medida que impulsaba su rollizo cuerpo por la estrechez del pasadizo, corriendo con un ímpetu singular, lanzando el pie derecho hacia delante y luego arrastrando el izquierdo.
No conseguía quitarse aquella maldita canción de la cabeza. Era como si le persiguiera un fantasma:
A ese negro que corre tan aprisa,
a ese negro se le rompe la camisa.