Doblaron por la Calle 125 y se encaminaron a la Séptima Avenida. El neón de bares y tiendas arrojaba destellos multicolores sobre la gente multicolor que cruzaba las aceras enfangadas, y los destellos con sus reflejos metálicos alteraban las siluetas de forma extraña. Circulaban algunos negros, bien abrigados contra el frío, unos con chaquetones nuevos a cuadros, otros con prendas sobrantes del ejército, impermeables, gabardinas, abrigos que parecían cortados de una manta. Las negras andaban presurosas, luciendo abrigos de pieles más bien inverosímiles, caballo, oso, búfalo, vaca, perro, gato y hasta murciélago. También se veían negros vestidos de casimir, lana inglesa, visón y desmán. Pasaban en coches grandes y nuevos, con próspera apariencia.
De las sombras surgió una hermana de la caridad.
—Una limosna para el Señor. Una limosna para los pobres.
Jackson se echó mano al bolsillo pero Gus le detuvo.
—Guarde su dinero, Jackson. Creo que llevo suelto.
Introdujo medio dólar en la limosnera.
—En vosotros penetró el Espíritu —improvisó la hermana de la caridad—. Que aquel que tenga oídos, escuche atento las palabras del Espíritu.
—Amén —dijo Jackson.
Poco antes de llegar a la Séptima Avenida, se desviaron para entraren el Palm Café. Los barman vestían chaquetillas blancas almidonadas y las camareras encargadas de mesas y reservados llevaban uniformes verde y amarillo bajo los que destacaba una piel canela intenso. Desde una pequeña tarima, tres músicos tocaban ritmos rápidos.
La clientela estaba formada por los vivales de turno que vivían de su astucia, los zalameros especuladores de Harlem, de reluciente y aplastada cabellera y vestidos con suave elegancia, junto a sus princesas de ceñida vestimenta, coristas o modelos —el oficio era lo de menos—, rutilantes con su iridiscente bisutería, sus miradas oscuras y maquilladas, sus uñas rojas y fulgurantes, sus sonrisas que descubrían unos dientes blancos como perlas entre labios de púrpura, sus gestos excitantes entregados a todo el ardor que pudiera pagarse con dinero.
Gus se abrió paso hasta la barra y le hizo sitio a Jackson.
—Esta es la clase de local que me gusta —dijo—. Me gusta un ambiente cultivado. Comer bien. Vinos añejos. Hombres prósperos. Mujeres guapas. Atmósfera cosmopolita. El único problema es que esto cuesta dinero, Jackson, dinero.
—Bueno, pues yo llevo dinero —dijo Jackson haciendo una seña al barman—. ¿Qué quiere tomar?
Los dos pidieron whisky.
Entonces Gus dijo:
—No esa clase de dinero, Jackson. Usted no lleva dinero suficiente para mantener este tipo de vida. Yo me refiero a dinero del bueno. Lo suyo no pasa de ser calderilla. Si no anda con cuidado, dentro de seis meses se le habrá evaporado. Le estoy hablando de un dinero que nunca se acaba.
—No, si ya le entiendo —dijo Jackson—. Cuando mi señora se haya comprado un abrigo de pieles y yo me haya provisto de unos cuantos trajes nuevos y hayamos adquirido un coche, un Buick o algo así, habremos quedado exprimidos. ¿Pero dónde está el guapo que dispone de dinero sin parar?
—Jackson, me da la impresión de que es usted una persona honrada.
—Procuro serlo, aunque la honradez no siempre rinde.
—Sí rinde, Jackson. Lo único que necesita es conocer el modo de que rinda.
—Ya me gustaría conocerlo, ya.
—Jackson, me entran ganas de meterle en algo bueno. Un asunto que le ha de producir dinero del bueno. La clase de dinero a que antes me refería. Sólo quiero estar seguro de una cosa, que es que puedo fiarme de su mutismo.
—Oh, claro qué puede fiarse. Si hay alguna manera de conseguir dinero del bueno, voy a quedarme tan mudo que la gente me llamará ostra.
—Venga, Jackson, vamos a sentarnos allí al fondo para poder hablar en paz —dijo Gus de repente, asiendo a Jackson por el brazo y conduciéndolo a una mesa retirada—. Le invito a cenar y cuando la chica nos haya tomado nota, le enseñaré una cosa.
La camarera se acercó y permaneció junto a la mesa, mirando en otra dirección.
—¿Está esperando para tomarnos nota o sólo espera que nos levantemos y nos vayamos? —preguntó Gus.
La chica le dirigió una mirada de desdén.
—Si dice lo que quiere, se lo traemos.
Gus la examinó de arriba abajo, empezando por los pies.
—Nos va a traer unos steaks, encanto, y supongo que no estarán tan secos como usted, y a ver si cambia de modales.
—Dos steaks —dijo la chica con irritación antes de salir disparada.
—Acérquese por aquí —le dijo Gus a Jackson, sacándose del bolsillo interior un legajo de certificados que lucían sellos dorados e inscripciones en latín. Desplegó todo ese papeleo sobre el borde de la mesa para que Jackson pudiera fijarse mejor.
—¿Ve esto, Jackson? Son acciones de una mina de oro mejicana. Me van a convertir en un hombre rico.
Jackson desorbitó la vista lo mejor posible.
—¿Dice usted una mina de oro?
—Una auténtica mina de oro de dieciocho quilates, Jackson. Y la mina más rica en esta parte del mundo. La descubrió un negro y otro negro ha formado una sociedad para explotarla. Las acciones sólo se venden a negros como usted y como yo. Es una sociedad muy restringida. No le quepa duda alguna.
La camarera trajo los steaks pero Jackson, que ya había comido poco antes, apenas pudo probar bocado. No obstante, Gus lo atribuyó a la sobreexcitación.
—No conviene que se excite tanto, que se va a quedar sin comer. No podrá aprovechar el dinero si se muere.
—Tiene razón, pero es que estaba pensando. Ya me gustaría invertir mi dinero en alguna de esas acciones, señor Parsons.
—Llámeme Gus, Jackson —dijo Gus—. Conmigo no hacen falta cumplidos. En realidad, yo no puedo venderle ninguna acción. Tiene usted que entrevistarse con el señor Morgan, el financiero que ha organizado la sociedad. Él es quien vende los títulos. Lo único que puedo hacer es recomendarle a usted. Si ellos creen que usted no merece convertirse en accionista de la sociedad, no le venderán ninguna acción. Puede estar seguro. El señor Morgan sólo quiere gente respetable a la hora de repartir las acciones de la sociedad.
—¿Me recomendará, Gus? Si tiene alguna duda sobre mí, puedo conseguir una carta de mi pastor.
—No vale la pena, Jackson. Estoy convencido de que es usted un ciudadano recto y honrado. Me considero con bastante acierto para juzgar a mis semejantes. En mi negocio, el negocio de las inmobiliarias, se requiere mucho tino para juzgar a los semejantes, de lo contrario uno no dura mucho en el negocio. ¿Cuánto desea invertir, Jackson?
—Todo —dijo Jackson—. Los diez mil dólares.
—En tal caso, le acompaño ahora mismo a ver al señor Morgan. Hoy estarán trabajando toda la noche, sacando el balance de las operaciones realizadas aquí para poder marcharse mañana a Philadelfia y permitir que unos cuantos buenos ciudadanos de allí también puedan comprar acciones. El señor Morgan pretende que los negros de valía de todo el país tengan la oportunidad de participar en los beneficios de la mina.
—Entiendo —dijo Jackson.
Cuando salieron del Palm Café, la misma hermana de la caridad que antes se les había acercado pasó por su lado y luego se dio media vuelta dirigiéndoles una sonrisa piadosa.
—Una limosna para el Señor. Una limosna para los pobres. Allanad el camino que os lleva al cielo con óbolos caritativos. Acordaos de los que sufren.
Gus buscó otra moneda de medio dólar.
—Yo llevo, Jackson.
—Hermano, que la bendición de la hermana Gabriel te acompañe. «Y el Señor de los profetas mandó a su ángel para revelar a sus servidores qué hechos deberían suceder al poco tiempo. Y prestad atención, veloces nos acercamos. Bienaventurados aquellos que escuchan la palabra profética.»
Gus se alejó, impaciente.
Goldy le guiñó un ojo a Jackson y formó con los labios las siguientes palabras:
—¿Me calaste, tío?
—Amén —dijo Jackson.
—No me fío un pelo de todas esas monjas —dijo Gus mientras llevaba a Jackson hacia su coche—. ¿Nunca se le ha ocurrido pensar que tal vez forman un clan organizado?
—¡Cómo puede decir eso de las hermanas de la caridad! —protestó Jackson, temeroso de que Gus descubriera el pastel antes de caer en la trampa—. Son las personas más santas de todo Harlem.
Gus soltó una risita como disculpándose.
—En mi negocio, el negocio de las inmobiliarias, abundan tanto los tramposos que uno acaba desconfiando de todo el mundo. Además, de entrada, soy escéptico por naturaleza. No creo en nada mientras no lo, vea claro. Me ocurrió lo mismo con el asunto de la mina de oro. Tenía que sentirme seguro antes de invertir mi dinero. No obstante, ya veo que es usted creyente, Jackson.
—Miembro de la primera iglesia anabaptista —dijo Jackson.
—No hace falta que me lo asegure, Jackson. Pude ver en seguida que era religioso practicante. Así me cercioré de su honradez.
Se detuvo junto a un Cadillac color lavanda.
—Este es mi coche.
—Debe de ser un buen negocio eso de las inmobiliarias —dijo Jackson subiendo al lado de Gus.
—No crea que un Cadillac signifique mucho, Jackson —dijo Gus, poniendo en marcha el starter y el limpiaparabrisas—. Hoy en día, para adquirir un Cadillac, sólo se necesita un sacacorchos que arranque el primer pago y luego ir esquivando las letras.
Jackson se rio al tiempo que echaba una ojeada por el retrovisor. Divisó un pequeño sedán negro que doblaba la esquina y les seguía. Luego, al cabo de un momento, un taxi frenaba bruscamente en la misma acera donde habían dejado a Goldy.
—Cuando me paguen los primeros dividendos de las acciones de la mina, voy a comprarme uno igual.
—No venda la piel del oso antes de cazarlo, Jackson. El señor Morgan todavía no le ha vendido ninguna acción.
De repente, tras haber doblado la esquina de Saint Nicholas Avenue, dirección norte, Gus se desvió hacia la acera y aparcó. Jackson advirtió que el sedán negro doblaba la esquina y continuaba despacio su marcha. A escasa distancia, le seguía un taxi. Gus no se dio cuenta. Acababa de sacar un capuchón negro de la guantera.
—Lo siento, Jackson, pero tengo que ponerle esto para que no vea —dijo—. Basta con que se cubra la cabeza. Comprenda, el señor Morgan y su ingeniero guardan en el despacho pepitas de oro por valor de cien mil dólares y no quieren correr el riesgo de que les roben.
Jackson simuló una vacilación.
—No es eso, señor Parsons. Lo que pasa, en fin, entiéndalo… Con todo el dinero que llevo…
Gus se echó a reír.
—Llámeme Gus, Jackson. Y no dude en decirme lo que piensa.
—No es que no me fíe de usted, Gus, pero…
—Le comprendo, Jackson. Acabamos de conocernos y no es como si hubiésemos ido juntos al colegio. Mire, coja mi revólver si eso le sirve para sentirse seguro.
—Bueno, no es que no me sienta seguro con usted, Gus… —dijo Jackson, cogiendo el revólver y metiéndoselo en el bolsillo derecho de su gabán—. Lo que pasa es que…
—No diga más, Jackson —dijo Gus, y acto seguido cubrió la cabeza de Jackson con el capuchón—. Sé muy bien cómo se siente un hombre honrado en esta situación. Pero no hay más remedio.
Cubierto con el capuchón, Jackson sintió un pánico repentino. Se palpó el revólver para tranquilizarse y en silencio rogó por que Goldy supiera lo que estaba haciendo.
Notó que el motor se ponía en marcha y que el coche se movía. Iban doblando esquinas y más esquinas. Intentó adivinar la dirección pero doblaba tantas esquinas que acabó hecho un lío.
Media hora después, el coche aminoró la velocidad y se detuvo. Jackson no tenía ni idea de dónde estaba.
—Bueno, Jackson, ya hemos llegado, sanos y salvos —dijo Gus—. Ya ve que no le ha ocurrido nada. Conserve puesto el capuchón un poco más y dentro de un momento nos encontraremos en el interior del despacho, frente a frente con el señor Morgan. Ahora devuélvame el revólver, ya no lo necesita.
Jackson sintió que dentro del capuchón la cabeza y la cara le chorreaban de sudor. La calle estaba silenciosa. No se percibían ruidos de coches que se acercaban. Si Gus había logrado despistar a los policías y a Goldy, suponiendo que fueran ellos los que le seguían, se iba a ver metido en un buen jaleo.
Buscó el revólver con la mano derecha mientras que con la izquierda se arrancaba el capuchón. Sólo tuvo tiempo de ver el veloz movimiento de la mano de Gus abandonando el volante, pues en seguida el puño de Gus explotó en su nariz, llenando su visión de una lluvia de estrellas. Hundió el cuello y embistió a Gus como un toro grueso, intentando aplastar a Gus bajo su peso y sacar el revólver al mismo tiempo. Gus sin embargo le asestó un codazo en la garganta y le sujetó con fuerza la muñeca antes de que pudiera sacar el revólver. La lluvia de estrellas que invadía la vista de Jackson se convirtió en un estallido de burbujas rojas como la sangre y gordas como sandías.