El Braddock Bar estaba en la esquina de la Calle 126 y la Octava Avenida, junto a una compañía de seguros y préstamos dirigida por negros. Al otro lado se hallaba la redacción del semanario de Harlem.
Lucía una fachada costosa, de pequeñas ventanas a la inglesa con cristales formando rombos y guarnecidos de plomo. Antaño había alcanzado cierta honorabilidad, cuando lo frecuentaban los hombres de negocios negros y blancos del vecindario y sus honorables empleados. Sin embargo, bastó que proliferaran prostíbulos, garitos y tugurios de drogadictos, procedentes de la Calle 125, para que el bar perdiera su reputación.
«Este bar ha pasado de lo fino a lo cochino», murmuró Jackson para sus adentros cuando entró en el local a las siete en punto.
La noche fría y nevosa de febrero predisponía a un trago.
Jackson se abrió paso entre la multitud hasta encontrar un sitio en la barra y pidió un whisky. Luego, nervioso, miró a su alrededor.
Abundaban en el bar los tipos más facinerosos de Harlem, pulinches de rostro afilado, toperos, descuideros, timadores, traficantes de drogas, obreros de tosco aspecto vestidos con mono y chaquetilla de cuero. Todos tenían una facha ruin o peligrosa.
Tres corpulentos camareros se paseaban por un suelo encharcado al otro lado de la barra, llenando vasos en silencio y cobrando las consumiciones.
Enfrente había una máquina de discos estridente, con una voz aguardentosa que gritaba: Rock me, daddy, eight to the beat. Rock me, daddy, from my head to my feet.
Goldy le había recomendado a Jackson que exhibiera el fajo tan pronto le sirvieran la primera copa, pero a Jackson le faltaban agallas. Tenía la impresión de que todo el mundo le miraba. Pidió otra copa. Entonces advirtió que todos se vigilaban unos a otros, como si cada uno viera en su vecino a una presunta víctima o a un chivato.
—Acoqui parece que todos marcan, ¿eh? —le dijo el tipo que tenía al lado.
Jackson dio un respingo.
—¿Marcan?
—Dica (mira) las manús, están roneando un jambo. Dica esos enteraos vacilando alrededor de la burda, están semando algún morao. Acoqui todo Dios anda a la caza del primer andoba que se despiste con la tela.
—Creo que yo le he visto a usted antes —dijo Jackson—. ¿No se llama por casualidad Gus Parsons?
El tipo miró a Jackson con desconfianza y comenzó a apartarse.
—¿Pa qué quieres ficharme el peta?
—Sólo pensé que le conocía —dijo Jackson, palpando el fajo en su bolsillo, sin valor suficiente para sacarlo.
Una reyerta le salvó de momento.
Dos energúmenos saltaban por el bar derribando sillas y mesas. Ambos esgrimían navajas automáticas. Los clientes de la barra alargaban la cabeza para ver mejor pero ninguno abandonaba su sitio ni soltaba el vaso. Las putas ponían cara de estar más que hartas.
Uno de los andobas pegó un corte al brazo del otro. Se abrió un gran boquete en la gruesa chaqueta de cuero pero lo único que salió fueron harapos (dos jerseys, tres camisas y un par de camisetas de invierno). El otro andoba replicó con un tajo que rasgó el paño de la cazadora de su adversario. Pero todo lo que salió de la brecha fue tinta seca de imprenta, la de las capas de periódicos con que se había envuelto el tipo para protegerse del frío. Siguieron lanzándose cuchilladas como dos marionetas descompuestas por un frenesí grotesco, sin esparcir más que jirones de ropa harapienta y viejos pedazos de periódico en lugar de sangre.
Los clientes se burlaban.
—¿Cómo quieres que se pinchen esos bordes? —comentó alguien—. Si es lo mismo que luchar con el saco del trapero.
—Lo único que buscan es torearse al Ejército de Salvación.
—Si no quieren pincharse, tío. Esos andobas se conocen cantidad. Sólo intentan que el otro se muera de frío.
Uno de los camareros salió de detrás de la barra con un bate de béisbol aserrado por el mango y golpeó la cabeza a uno de los camorristas. El otro, al verle derribado, se inclinó con el propósito de apuñalarle, cosa que aprovechó el camarero para atizarle también en la cresta.
Dos bofias blancos hicieron su aparición con andares indolentes, como si se hubiesen olido la riña, y se llevaron a los camorristas.
Jackson creyó llegado el momento de exhibir el fajo. Sacó los billetes falsos, desprendió cuidadosamente uno de diez y lo arrojó sobre la barra.
—Cóbrese dos whiskys —dijo.
Hubo un silencio de muerte. Todos los ojos del tugurio se clavaron en la mano que sostenía aquel fajo, luego se clavaron en Jackson y luego en el camarero.
El camarero alzó el papiro a la luz, lo miró de través, le dio vuelta y lo agitó entre sus dedos. Al fin, lo guardó en la caja y echó el cambio sobre la barra.
—¿Qué pretendes? ¿Que te afeiten el gate? —dijo de mala leche.
—Bueno, pues qué quiere, ¿que me largue sin pagar? —replicó Jackson.
—Yo aquí lo único que quiero es que no haya jarana —dijo el camarero.
Pero ya era demasiado tarde.
Una chusma patibularia se fue acercando a Jackson por todos lados. Las manús sin embargo llegaron antes, apretando sus encantos contra Jackson con tanto ímpetu que este no sabía decir si le buscaban o si procuraban colocarle mercancía extra. Los carteristas achuchaban para abrirse paso. Los enteraos esperaban junto a la puerta. Los demás le observaban, curiosos y atentos.
—Esa guita es mía —gruñó un exboxeador barrigudo por el alcohol mientras empujaba a la multitud para llegar a Jackson—. Hijo de la grandísima… me la ha cepillado del guillo.
Alguien se echó a reír.
—No te dejes apabullar por ese tunante, cariño —le animó una de las putas.
—Ese pelanas no ha visto ni medio dólar desde que Jesús era niño —dijo otra.
—He dicho que aquí no quería jarana —avisó el camarero, buscando su bate aserrado.
—Yo mi guita me la conozco —gruñó el exboxeador—. A ver quién es el guapo que me demuestra que no conozco mi propia guita.
—¿Cuál es la diferencia entre tu guita y la de cualquier otro? —dijo el camarero.
Un hombre de mediana estatura, piel morena, vestido con abrigo de piel de camello, sombrero marrón de castor, traje a la medida marrón con rayas blancas, zapatos de ante marrones, corbata de seda marrón con un dibujo de caballos amarillos estampado a mano, luciendo un diamante en el anillo de su anular izquierdo y una alianza de oro en su anular derecho, sujetando los guantes con la mano izquierda y balanceando displicente la derecha, empujó la puerta de la calle y entró en el bar con paso ligero. Se detuvo de golpe al ver que el exboxeador asía a Jackson por los hombros. Oyó que el exboxeador decía con voz amenazadora:
—Déjame ver ese jodido mogollón.
El hombre notó que dos camareros se disponían a intervenir. Vio que las putas retrocedían. Caló en seguida la situación. Abriéndose paso a codazos, llegó detrás del exboxeador, le agarró de un brazo, le hizo dar media vuelta violentamente y le propinó un rodillazo en el bajo vientre.
El barrigas se dobló en dos, soltando un gemido acompañado de escupitajos. El hombre dio un paso atrás y entonces le golpeó en el plexo solar. El exboxeador, hinchando las mejillas, pareció querer recobrar aliento y luego se desplomó pesadamente. El nombre volvió a dar un paso atrás y Te arreó un puntapié en el rostro. El golpe fue lo bastante fuerte como para cerrarle un ojo sin llegar a romperle el hueso y tan preciso que el pecho del exboxeador chocó con el suelo antes que su cabeza. Entonces el hombre introdujo delicadamente la punta de su zapato de ante marrón bajo el cuerpo del exboxeador y de una sacudida lo puso de cara. Con mucha calma llevó la mano derecha al interior de su americana y sacó un revólver calibre 38 como los que usaban los madalenos (policías).
Los clientes se dispersaron, saliéndose del punto de mira.
—Tú eres el hijo de puta que me robaste la otra noche —dijo el hombre al exboxeador que yacía semiinconsciente en el suelo—. Me dan ganas de ventilarte las tripas.
Tenía una voz agradable y hablaba despacio, con suavidad. La clientela del bar opinó que era un hombre educado.
—Señor, no se lo cargue aquí —dijo uno de los camareros.
Al ver la pistola, los ojos del exboxeador se columpiaron hasta el punto de que sólo se les veía el blanco. Parecía que fuera a tragarse la lengua en sus esfuerzos por hablar.
—No fui yo, jefe —logró balbucear al fin—. Le juro por la cruz que no fui yo. Nunca se me ocurrió robarle, jefe.
—Joder que no fuiste tú. Te reconocería en cualquier parte. Me asaltaste en la Calle 129 ayer noche, justamente acababan de dar las doce.
—Cachis la mar, jefe, que le juro que no fui yo. Que ayer me pasé toda la noche en este bar. Si hasta se lo puede decir Joe, el camarero. Me pasé aquí la noche entera. No salí ni una vez, por estas.
—Es verdad —dijo el camarero—. Ayer se pasó toda la noche aquí. Yo lo vi.
El exboxeador se retorcía en el suelo, palpándose el ojo y gimiendo como si estuviera medio muerto, a fin de atraerse las simpatías.
El hombre se guardó el revólver y dijo con voz neutra:
—Bueno, escucha, hijoputa, a lo mejor me he equivocado esta vez. Pero tengo la maldita seguridad de que en toda tu existencia has robado a mucha gente, así que te tocó lo que merecías.
El exboxeador se levantó y se situó a cierta distancia.
—Nunca se me ocurriría robarle, jefe, pos claro que no, un señor con una posición como la suya.
Nadie le veía el chiste a esas palabras pero todos se rieron.
—A usted no, jefe, a un señor en jamás de los jamases —afirmó el exboxeador, haciendo el payaso para conquistarse a los que reían—. Cualquiera de los presentes le puede contar la de días que llevo criando telarañas en los bolsillos.
De repente se acordó de que acababa de acusar a Jackson de meter mano a su bolsillo y añadió:
—Quizás el que le robó sea el tipo ese, jefe, ese de la barra. Se ha puesto a vacilar con un puñado de billetes que yo qué sé de dónde los habrá sacado.
El hombre miró a Jackson por vez primera.
—Oigan, a mí no me metan en esto —dijo Jackson—. Gané el dinero en la lotería. Puedo probarlo.
El hombre se acercó a la barra, se situó al lado de Jackson y pidió una copa.
—No se preocupe, amigo. Sé que no fue usted —dijo en plan amistoso—. Él que lo hizo tenía la misma pinta de bestia que ese chorizo de ahí. Pero lo encontraré.
—¿Cuánto perdió usted?
—Setecientos dólares —dijo el hombre, haciendo girar la copa entre sus dedos—. Si eso me hubiese sucedido hace una semana, hubiese buscado al hijoputa hasta el infierno. Pero ahora ya no me importa mucho. Resulta que luego he descubierto un filón, nada más y nada menos que oro del bueno. Dentro de ocho o nueve meses podré permitirme el lujo de aflojar dinero suficiente a cualquier hijoputa, sólo para librarme de la necesidad de matarlo.
Al oír la palabra oro, los ojos de Jackson saltaron hacia el espejo de detrás de la barra donde se reflejaba la imagen del hombre. Pidió otra copa, sacó en seguida el fajo y desprendió un nuevo billete para pagar.
El hombre clavó la mirada en el fajo.
—Amigo, yo de usted no andaría exhibiendo todo ese dinero en este antro. Sólo le puede traer complicaciones.
—No suelo venir por aquí —dijo Jackson—. Ocurre que tengo fuera a mi señora.
El hombre le echó a Jackson una mirada de jugador de póquer. Uno de los pasteleros que tenía funcionando en plan soplo le había pasado aviso de que corría por el bar un jirlachón forrado de pasta, Jackson sin embargo tenía demasiada pinta de jirlachón para ser un jirlachón auténtico. El hombre se preguntó si Jackson no estaría tramando alguna jugada por el estilo de las suyas para embaucarle. Decidió obrar con cautela.
—Ya me lo figuraba —dijo sin arriesgarse.
Las manús volvieron a rodear a Jackson y el hombre hizo señal al camarero.
—Sírveles una copa a estas putas y que se larguen con viento fresco.
El camarero cogió una botella de ginebra y vasos, los puso en una bandeja y se lo llevó todo a uno de los reservados. Las manús se eclipsaron de la barra poniendo mala cara pero sin molestarse en hacerse las ofendidas.
—No debería tratar así a esas mujeres —protestó Jackson.
Intrigado, el hombre miró a Jackson.
—Si son putas, ¿cómo quiere que las llame?
—Jesús las creía dignas de salvación —dijo Jackson.
El hombre sonrió aliviado. Jackson era el tipo ideal.
—Tiene razón, amigo. Me puse un poco nervioso, y no acostumbro a hablar de ese modo. Me llamo Gus Parsons —dijo tendiéndole la mano—. Trabajo en una agencia inmobiliaria.
Jackson le estrechó la mano, igualmente aliviado.
—Encantado de conocerle. Me llaman Jackson.
—¿En qué trabaja usted, Jackson?
—Estoy en la fúnebre.
Gus se rio.
—Debe de ser un buen trabajo, considerando el dinero que lleva. Si no es indiscreción, ¿cuánto lleva?
—No lo gané con mi trabajo. Al fin y al cabo, no soy más que un simple empleado de funeraria. Acerté en la lotería.
—Es verdad. Antes dijo que le había tocado.
—Aposté veinte dólares al cuatrocientos once. Me saqué diez mil dólares.
Gus silbó entre dientes y de repente se puso serio.
—Hágame caso, Jackson, guárdese ese fajo en el bolsillo y váyase a casa en seguida. Las calles de Harlem no son de fiar para un hombre con semejante cantidad de dinero. Más vale que le acompañe un trecho hasta que encuentre a algún policía.
Se dio vuelta y llamó al camarero:
—¿Cuánto debo?
—Deje que le invite a un trago antes de marcharnos —dijo Jackson.
—Puede invitarme a un trago si quiere, Jackson, pero en otro sitio —dijo Gus, pagando su copa y la botella de ginebra—. Algún sitio que sea limpio y donde un hombre pueda sentirse seguro. Alejémonos de todos estos chorizos y ladrones. Mire, podríamos acercarnos hasta el Palm Café.
—Vale —dijo Jackson.