Sepulturero y Ataúd eran policías de una honradez inquebrantable, pero, eso sí, actuaban con la mayor dureza. Tenían que actuar duro para trabajar en Harlem. La gente del barrio no sentía ningún respeto por los policías negros. Respetaba en cambio sus pistolas grandes y relucientes y la muerte súbita. En Harlem solía decirse que la pistola de Ataúd podía cargarse a una piedra y que la de Sepulturero podía enterrarla.
Pasaban factura, como todo bofia que se precie, a todos los rufianes establecidos en los oficios destinados a cubrir las necesidades esenciales de la gente, es decir a los propietarios de garitos, prostíbulos y loterías clandestinas. A cambio, tenían que bregar con atracadores, matones, toperos, chorizos y todos los guiris que llegaban con ganas de untar. Y no admitían más machadas que las suyas.
—No te excites, tío —avisaban—. No caves tu propia tumba.
Cuando Goldy llegó al Savoy, acababan de detener a dos andobas (hombres) que se habían liado a navajazos por una chorba. El andoba oficial de la chorba se había picado al verla bailar demasiado con el otro. Lo que de verdad ponía a parir a Ataúd y Sepulturero era que la chorba hubiese provocado los navajazos entre aquellos dos para poder largarse con un tercero y que los dos andobas fueran tan julandrones que no se hubieran dado cuenta.
Goldy cogió un taxi y los siguió hasta la comisaría de la Calle 126.
En la amplia comisaría donde destacaba el rincón del sargento sentado detrás de un escritorio estilo fortaleza de casi dos metros de alto junto al despacho del comisario, se apretujaban los maleantes apiolados durante la noche.
También pululaban por esa sala los agentes del coche patrulla, los guardias de tráfico y los inspectores de paisano cargando con sus detenidos, en espera de inscribirlos en el registro. El sargento de guardia los iba encajando por turno y apuntaba en el libro sus nombres, dirección, delito cometido, y el nombre del inspector que los había arrestado, antes de facturarlos al calabozo.
Prestamistas de baja estofa, blancos y negros, zascandileaban en torno al escritorio mezclándose entre los detenidos a la busca de clientela. Por diez dólares de prima se comprometían a pagar la fianza de los delincuentes.
Los bofias andaban de mala leche, pues tenían la obligación de presentarse en el juzgado al día siguiente durante sus horas libres para declarar contra los detenidos. Tanto papeleo les impacientaba y sólo pensaban en despistarse y poder dormir unas horas, hasta que les llegara el relevo.
Un bofia joven de raza blanca había detenido por prostitución a una negra borracha que ya habría pasado los cuarenta. Su acompañante, un tipo alto y tosco, de piel morena, vestido con mono de trabajo y chaqueta de cuero, detenido igualmente, protestaba afirmando que aquella mujer era su madre y que sólo la acompañaba a casa.
—¿Es que una ya no tiene ni el derecho siquiera de andar por la calle con su propio hijo? —se quejaba la mujer.
—¡Tú, a ver si te callas! —dijo el bofia, exasperado.
—Usté no es nadie para hacer callar a mi mama —dijo el acompañante.
—Si esta pelandusca es tu mama, yo soy Papá Noel —dijo el bofia.
—A mí no me llamas pelandusca —dijo la mujer atizándole al bofia con el bolso.
El bofia reaccionó por instinto y derribó a la mujer de un puñetazo. Saltó el acompañante y le pegó al bofia detrás del oído, derribándole a su vez. Otro bofia, entonces, abandonando a su detenido, pegó al negro en la cabeza. El negro se tambaleó y fue a chocar contra un tercer bofia que le arreó otro currito. En el barullo, alguien pisó a la mujer y esta se puso a chillar:
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Que me matan!
—¡Están asesinando a una negra! —gritó uno de los detenidos.
Todo el mundo se lio a golpes.
El sargento de guardia contempló la escena desde las inviolables alturas de su escritorio y exclamó aburrido:
—Vaya por Dios.
Aquella situación coincidió con la súbita entrada de Ataúd y Sepulturero que traían a los dos andobas.
—¡Rectifiquen! —gritó Sepulturero con voz estentórea.
—¡Queo! (grito de aviso.) —chilló Ataúd Ed.
Ambos desenfundaron sus pistolas y descargaron una ráfaga al techo, un techo que ya lucía numerosos orificios producto de ráfagas anteriores.
Esa descarga repentina en la atestada sala aterrorizó a detenidos y bofias por igual. Todo el mundo se petrificó.
—¡No moverse! —gritó Sepulturero.
Él y Ataúd empujaron a sus detenidos hasta el escritorio, a través de la silenciosa concurrencia.
Los chorizos de Harlem allí detenidos les miraron de reojo.
—No cavéis vuestra propia tumba —advirtió Sepulturero.
El comisario de guardia se asomó con cautela desde su despacho, junto al escritorio, pero ya todo estaba en calma.
Goldy, que se había colocado discretamente aunque sin apartarse mucho de la puerta, se enfrentaba a los prestamistas huidizos haciendo sonar su limosnera.
—Una limosna para el Señor, caballeros. Una limosna para los pobres.
Si la presencia de una hermana de la caridad negra mendigando en una comisaría de Harlem a la una de la madrugada podía resultar extraña, nadie lo notó.
Ataúd y Sepulturero inscribieron inmediatamente a sus detenidos en el libro y los mandaron al calabozo. El comisario creía oportuno que se volvieran en seguida a la calle en lugar de retenerlos allí dentro toda la noche.
Cuando salieron, Goldy subió al asiento trasero de su pequeño coche negro y les acompañó. Llegaron a la Calle 127 y aparcaron en la oscuridad. Entonces Sepulturero se dio vuelta.
—Bueno, ¿y cómo sigue el cuento de los sapos?
—Bienaventurado el que ve… —comenzó a recitar Goldy.
Pero Sepulturero le interrumpió:
—Métete en el culo tus versículos chapuceros. Te dejamos que funciones porque eres un chivato, y basta. Y no olvides que te tenemos marcao, mangui.
—Sabemos todo lo que hay que saber de ti —añadió Ataúd—. Y si Dios no traga el pecado, yo aún trago menos a los chorizos que se disfrazan de mujer. Así que desembucha, mangui, desembucha.
Goldy se guardó el rollo y fue al grano:
—Hay tres vivales funcionando por el barrio que están reclamados por asesinato en Mississippi.
—Eso ya lo sabemos de sobras —dijo Sepulturero—. Limítate a pasarnos los peta-chungos que usan y dónde se instalan.
—Hay dos que responden por Morgan y Walker. No chano la pista del canino. Y tampoco dónde actúan. Andan liaos con la tanga de la mina de sorna perdida, y de pantalla manejan a un tal Gus Parsons que se encarga de pescar a los primos con los acáis vendados.
—¿Dónde los has semao?
—En lo de Catalina la Grande. Morgan y Walker estaban ahí esta noche.
—Al grano, al grano —dijo Sepulturero, apretando.
—Tengo un hermano llamado Jackson que currela para Exodus Clay. Le han pulido quince papiros con la Preñá. Su chorba, Imabelle, lo cameló para que picara y luego se najó (marchó) con el canino.
—¿Está metida en la tanga de la mina?
—Quizás.
—¿Qué usan como gancho?
—Unos cuantos pedruscos chungos.
Sepulturero se volvió hacia Ataúd.
—Podemos aciguatarlos (detenerlos) en la choza de Catalina la Grande.
—Tengo una idea mejor —dijo Goldy—. Le coloco a Jackson un fajo de papiros chungos y le busco el enchufe con Gus Parsons. Gus se lo llevará a su cueva y ustedes los marcáis.
Sepulturero meneó el tarro.
—Acabas de decir que ya se quedaron con Jackson a base de la Preñá.
—Pero Gus no estaba delante. Gus no conoce a Jackson. Cuando Gus se dé cuenta de la plancha, ustedes ya les habréis pescao a todos.
Sepulturero y Ataúd cambiaron una mirada. Al fin, Ataúd asintió.
—Okay, mangui, mañana por la noche los trincamos —dijo Sepulturero, y añadió ceñudo—: Supongo que vas a chupar de tu hermano.
—Sólo quiero ayudarle, es lo único que quiero —protestó Goldy—. Anda empeñado en que le vuelva la chorba.
—Seguro, macho —dijo Ataúd Ed.
Despidieron a Goldy y arrancaron.
—¿No hay una denuncia contra Jackson? —comentó Ataúd.
—Sí, le robó quinientos dólares a su patrón.
—También lo trincamos pues.
—Los trincaremos a todos.
Al día siguiente, cuando Jackson hubo acabado de comer, Goldy le contó cuáles eran las intenciones de la banda y le comunicó su plan para atraparlos.
—Y aquí tienes el gancho.
Formó un fajo de billetes de mentira, los disimuló entre dos billetes buenos de diez dólares y los sujetó con una goma. Así fardaban de pasta los enteraos en Harlem cuando querían dar el pego. Goldy arrojó el fajo sobre la mesa.
—Métetelos en el guillo, tío, y pégate un garbeo, que se huelan el queso. No hay rata por ahí que haya visto un pedazo de queso tan gordo como ese.
Jackson miró el dinero falso sin tocarlo.
No le gustaba el plan de Goldy, no le gustaba ni pizca. Seguro que iba a salir mal. Si había jarana, la madam era capaz de atorigarle a él y dejar que se largaran los chorizos de verdad, que es lo que ya había pasado con el falso inspector. Y claro, esta vez sería la madam de verdad. Para colmo los bofias serían negros. Y según había oído, eran de los que disparaban primero y luego interrogaban al fiambre.
—Claro que si no quieres recuperar a tu chorba… —le pinchó Goldy.
Jackson cogió el fajo de billetes falsos y se lo metió en el bolsillo del pantalón. A continuación se santiguó y se arrodilló junto a la mesa. Inclinando la cabeza con devoción, musitó una plegaria:
—Padre nuestro que estás en el cielo, si no es tu voluntad ayudar a este mísero pecador en apuros, al menos te ruego que no ayudes tampoco a esos cerdos asesinos.
—¿Qué te enrollas rezando, tío? —dijo Goldy—. No te va a pasar nada. Estás bien cubierto.
—Eso es lo que me preocupa —dijo Jackson—. No me gustaría que me cubrieran demasiado hondo.