Iba a haber un gran baile en el Savoy y la gente hacía cola a lo largo de toda una manzana de Lenox Avenue, esperando para comprar las entradas. Ataúd Ed Johnson y Sepulturero Jones, la famosa pareja de policías de Harlem, estaban encargados de mantener el orden.
Ambos eran altos, desgarbados, desaliñados, negros de aspecto común. Sus pistolas sin embargo no tenían nada de común. Exhibían revólveres del calibre 38, de fabricación especial, de cañón largo y niquelados, y en aquel momento los estaban empuñando.
Sepulturero se había colocado a la derecha de la cola, junto a la entrada del Savoy. Ataúd permanecía a la izquierda, en la otra punta. Sepulturero apuntaba con su pistola hacia el sur, siguiendo la línea recta de la acera. Al otro lado, Ataúd sostenía la pistola apuntando hacia el norte, también en línea recta. Había espacio suficiente entre esas dos líneas imaginarias para que pudieran caber dos personas juntas. Si alguien se salía de esa zona, Sepulturero gritaba: «¡Rectifiquen!» y Ataúd como un eco: «¡Queo!» Si el infractor no rectificaba inmediatamente, uno de los policías disparaba al aire. Las parejas de la cola se apretujaban como si estuvieran comprimidas entre dos paredes de cemento. La gente de Harlem tenía la certeza de que Sepulturero Jones y Ataúd Ed Johnson se cargarían fríamente a cualquiera que se saliera de la cola.
Sepulturero miró a su alrededor y divisó la negra y ensotanada silueta de la hermana Gabriel que deambulaba por la calle.
—Échenos una prédica, hermana —dijo a modo de saludo.
—Dijo el sexto ángel: Y vi tres espectros inmundos que salían como sapos de la boca del dragón —recitó la hermana Gabriel.
Las parejas de la cola que la habían oído se echaron a reír.
—Escuchen a la hermana Gabriel —se burló una muchacha.
—Yo la sigo, hermana —dijo Sepulturero—. Pero, dígame, ¿qué hacen esos tres sapos saltando?
El auditorio volvió a reír.
La hermana Gabriel hizo una pausa.
—Son espíritus malignos, capaces de obrar milagros.
—¿No crees que está chalada? —comentario que se oyó claramente.
—Cierra el pico —respuesta que sonó con cautela.
—¿Y qué de los sapos? —insistió Sepulturero—. ¿Sabe si se han buscado el estanque aquí en Harlem?
Fue la señal para que el auditorio se carcajeara otra vez.
—Y en su frente un nombre estaba escrito, Misterio —recitó la hermana Gabriel y continuó andando.
—Cada uno con sus creencias —dijo Sepulturero dirigiéndose al auditorio.
Goldy bajó por Lenox Avenue hasta la Calle 131 y dobló la esquina encaminándose al burdel de Catalina la Grande.
Ocupaba un apartamento de seis habitaciones en el segundo piso interior de un gran edificio ruinoso. Catalina la Grande ofrecía un espectáculo a sus clientes y para tal ocasión todas las luces de la gran sala estaban encendidas. La atmósfera se teñía de azul con el humo de los pebeteros. Cinco guayabos y una docena de andobas se sentaban muy juntos entre sí en mullidos aunque raídos divanes y sillas arrimados contra la pared para dejar libre el centro de la sala.
Una mujer enorme de piel amarillenta, que medía metro ochenta y tres y pesaba ciento trece kilos, luchaba frenéticamente con un negro bajito, enteco aunque musculoso, que pesaría la mitad. Ambos vestían un mono de goma muy ceñido y untado de grasa. El sudor, al no poder escapar de sus cuerpos, se les acumulaba en el rostro, chorreando.
Se habían jugado a que el negro lograría derribar a la mujer. La apuesta estaba fijada en cien dólares. Asimismo corrían apuestas entre los espectadores.
La gigantona no paraba de aporrear con sus puños al retaco. El retaco a su vez intentaba agarrar los escurridizos miembros de la gigantona. Mala cosa. Los espectadores se reían y estimulaban a los luchadores con gritos obscenos.
—Morréatela más, pichurri —gritaba un hombre sin parar.
Goldy entró por la puerta de servicio, cruzó a hurtadillas el pasillo y se dirigió a la habitación de Catalina la Grande. Entró sin llamar.
El mobiliario de la habitación consistía en una cama, un costurero, un escritorio que hacía de cómoda, y dos sillas con fundas de plástico rojo.
Catalina la Grande se hallaba al pie de la cama junto a un panel de corredera que daba al interior, a la altura de los ojos. Cuando se cerraba, el panel quedaba disimulado por una litografía de la Virgen y el Niño. Al otro lado del panel había un espejo transparente que permitía vigilar la sala sin que nadie lo advirtiera.
Catalina la Grande volvió la cabeza y le hizo una seña a Goldy.
—Ahí está —susurró—. Al lado de la radio con Teena sobre sus rodillas.
Goldy se asomó al panel y Catalina la Grande miró por encima de sus hombros. Localizó a Hank en seguida. Luego se fijó en un tipo de piel curtida, espaldas anchas, pelo revuelto, vestido con pantalones de faena y chaqueta de cuero, que se sentaba al lado de Hank en una simple silla.
—Ese es otro —murmuró Goldy—. El de la pelambre que se sienta a su lado.
—Según él, su peta es Walker.
Goldy recorrió la sala con la mirada, pero no acertó a ver al tercer andoba, al canino.
—¿Puedes hacer que Teena se aligere aquí? —le pidió a Catalina la Grande.
Catalina la Grande pulsó un clavo suelto situado sobre el panel. La lucecita de la radio se encendió. Los cinco guayabos de la sala le lanzaron miradas furtivas.
Al cabo de un rato Teena se levantó y se disculpó.
—La nena tiene pis.
—Ya eres un poco mayorcita para hablar así, ¿no? —dijo Jodie con rudeza.
—No te metas con ella —ordenó Hank.
Teena se deslizó a la habitación de Catalina la Grande sin hacerse notar.
—La hermana aquí presente quiere que esta noche le tires de la muy a tu fulano sobre ese rollo de la mina de sorna, procura enterarte a fondo.
Teena miró curiosa a la hermana de la caridad. Había descubierto por azar que Catalina la Grande era un hombre, pero no tenía ninguna idea clara sobre Goldy.
—¿Y a ella qué le importa? —preguntó en plan impertinente.
—Has tomado mucha priva —dijo Catalina la Grande—. Más te vale andar sana luego cuando curreles, y ojo con fallarme.
—No voy a fallar —dijo Teena huraña.
Tan pronto hubo vuelto a la sala, Catalina la Grande hizo su aparición y detuvo la lucha.
—Vamos a dar combate nulo.
—¡Déjales que terminen! —gritó Jodie—. ¡Me aposté guita!
—Pues la retiras —dijo Catalina la Grande poniéndose dura—. He dicho combate nulo.
Los luchadores se hallaban tan exhaustos que se alegraron de terminar.
Jodie retiró su dinero del guayabo que recogía las apuestas y a codazos se dirigió a la puerta de salida. La propia Catalina la Grande se la abrió.
Mientras, Teena se llevó a Hank a una habitación.
Goldy se tendió en la cama de Catalina la Grande, pero estaba demasiado nervioso para dormir. Le excitaba averiguar si las pepitas de oro eran auténticas. Confiaba en Jackson, pero necesitaba estar seguro.
Catalina la Grande se sentó en uno de los sillones con fundas de plástico, arremangándose la falda sobre sus enormes y abotagadas rodillas, y empezó a leer los ecos de sociedad de un semanario negro. A ratos comentaba las noticias que aludían a sus amistades.
Tuvieron que esperar bastante. Era ya más de medianoche cuando Teena llamó quedamente a la puerta.
—Adelante —dijo Catalina la Grande.
—¡Uau! —resopló Teena, desplomándose en el otro sillón—. ¡Cómo se enrolla el tío!
Goldy, enderezándose, se sentó en el borde de la cama.
—¿Te ha propuesto liarte con ellos?
—¡Una mierda! ¡Qué hijo de puta más agarrao! Intentó venderme parte del chollo.
—Entonces te lo merendaste —dijo Catalina la Grande.
—Lo sé todo menos dónde piensan montarlo.
Goldy puso cara de decepción.
—Era una de las cosas más importantes.
—Hice lo que pude, pero no quiso aflojar.
—Vale —dijo Catalina la Grande—. Ahora desembucha lo que traigas.
—No es más que el viejo truco de la mina de sorna abandonada. El que se llama Walker se presenta como explorador que casualmente ha descubierto en Méjico una mina de sorna perdida. Claro, es la mina de sorna más cacha y más rica que jamás había visto en todos sus tacos de explorador. ¡El gran coñazo!
—De acuerdo, pero pucha —dijo Goldy.
—Bueno, pues resulta que Walker anda jiñao por la idea de que se lo cargarán si alguien se entera que ha descubierto la mina. Y naturalmente al único fulano de confianza que se lo ha contado es al señor Morgan, que es un caballista fetén de Los Ángeles. El señor Morgan es famoso en toda la costa Oeste como empresario de grandes chollos y para colmo el país entero le conoce su reputación de tipo honrado.
Teena soltó la carcajada.
—Sigue —dijo Catalina la Grande con brusquedad.
—Bueno, pues lo que Walker, el explorador ese, necesita es una inversión de miles de dólares para gastos de equipo, de herramientas y de no sé qué chorradas más, y encima para pagar a los cien mineros que currelarán con él. Y también le hace falta un permiso del gobierno mejicano para meterse en la mina, y dica, dica (mira, mira), sólo el permiso ya le cuesta cien mil dólares. Conque lo primero que hace el señor Morgan es concertar los servicios, dijo eso mismo, concertar los…
—Al grano, al grano —dijo Catalina la Grande.
—Concertar los servicios de un químico entendido en oro, de la Escuela Federal de Química. Yo no lo he junao, pero parece que se llama Goldsmith.
Iba a soltar otra carcajada, pero una mirada de Catalina la Grande la frenó en seco.
—Bueno, pues los tres, Walker, Morgan y Goldsmith, se supone que aligeran a Méjico para investigar la mina. Pero cuando el señor Morgan sema lo grande que es, entiende que su menda no podrá apechugar con el negocio él solo. La mina tenía sorna por valor de billones desolares y hacía falta medio millón de dólares para ponerla en marcha. Morgan dijo que podía financiar la operación a través de su banco, tal cual me lo ha soltado el fulano a la cara, pero que no quería porque entonces los bancos meterían las napias y arramblarían con toda la tajada. Conque han decidido fundar una sociedad y vender acciones sólo a los negros. Se pegan el garbeo por todos los Estados Unidos vendiendo acciones a cincuenta dólares por cupón; y para tener tiempo de hacerse el mogollón, les van contando a la chusma que necesitan seis meses para que la mina funcione y tres o cuatro meses más antes de que empiece a aforar beneficios.
Teena calló y encendió un cigarrillo. Luego paseó su mirada del uno al otro.
—Bueno, pues ya está.
—¿Cómo van a colocar las acciones si uno no se entera de dónde piensan montar el negocio? —dijo Goldy en plan calculador.
—Oh, me olvidé de contarlo. Resulta que tienen un representante, un tal Gus Parsons, Gus yo qué sé. Se deja caer por los bares pijos, por las reuniones de negocios y hasta asiste a fiestas de las parroquias. Se enrolla con los caballistas. Inversionistas, les llama el Morgan. Luego se los lleva en sus ruedas, con los ojos vendados, hasta el despacho donde han montado el tinglado.
Catalina la Grande entornaba los ojos escrutando a Teena.
También Goldy la miraba con insistencia.
—¿Y por qué se complican tanto la vida? —preguntó.
Teena se encogió de hombros.
—Dice que tienen jinda (miedo) de que les guinden.
—¿De que les guinden? —repitió Catalina la Grande.
—De que les guinden qué —preguntó Goldy.
—Dice que tienen un baúl lleno de pepitas de oro, yo no entiendo quiénes serán esas pepitas. Dijo que las habían sacado de la mina perdida, cualquiera entiende tantas chuminadas.
—¿Y lo apalancan en su despacho? —preguntó Goldy.
Hubo algo en la voz de Goldy que despenó la curiosidad de Catalina la Grande.
Teena no acertaba a comprender lo que ocurría y empezó a coger miedo.
—Yo qué sé dónde lo apalancan. Sobre eso, el fulano no soltó prenda. Lo único que me dijo fue que tenían muestras en su despacho para exhibirlas, pero si alguien llevaba tela suficiente para invertir, entonces le enseñaban un baúl lleno de pepitas de oro.
Goldy dejó escapar un suspiro tan tenue que pareció como si sollozara por dentro.
Catalina la Grande le miró fijamente con los ojos cargados de preguntas.
—¿Acabaste con Teena?
Goldy asintió.
—Lárgate —dijo Catalina la Grande.
No bien Teena hubo cerrado la puerta que la Grande se inclinó y fijó su vista en el rostro cabizbajo de Goldy.
—¿Es verdad?
Goldy asintió lentamente:
—Es verdad.
—¿Mucho?
—Haría feliz a cualquiera.
—¿Qué tengo que hacer?
—De momento hazte el muerto hasta que lo haya apalancao.