Goldy vivía con otros dos colegas en el Golden Ridge de Convent Avenue, al norte de City College y la Calle 140. Ocupaban la planta baja de una antigua mansión de piedra tallada dividida ahora en apartamentos.
Los tres se disfrazaban de mujer y vivían de su ingenio. Los tres eran gordos y negros, de modo que daban fácilmente el pego.
El mayor, conocido como Catalina la Grande, hacía de patrona en un prostíbulo del Valle, sito en la Calle 131 al este de la Séptima Avenida. El prostíbulo era conocido en todas partes como El Circo.
El otro tenía un piso en la Calle 116 donde se dedicaba a adivinar el porvenir, presentándose bajo el nombre de Lady Zíngara. Había una tarjeta en su puerta que ponía:
Lady Zíngara
Echadora de cartas
Adivina
Vidente
Pitonisa
Intérprete de sueños
Maga
Una vieja llamada la tía Panoli se encargaba de hacerles las faenas y la comida. En casa, los tres se comportaban siempre con mucha dignidad. Los tres eran unos «yonkies» rematados, pero nunca se traían la droga a casa. Nunca recibían visitas. De noche, el ventanal que daba a la calle permanecía iluminado por una luz difusa, nadie sin embargo lograba distinguir sus siluetas. Vera natural, pues nunca estaban en casa. Tenían fama de ser señoras muy respetables en una calle donde la gente de color era tan respetable que hubiese telefoneado al departamento de sanidad para que limpiaran los pipis que algún gato se hubiese hecho en la acera. La gente del vecindario les llamaba las Tres Viudas Negras.
Goldy tenía una mujer que vivía en un cuarto de Lenox Avenue, justo al lado del Salón Savoy. La chorba no obstante trabajaba de criada para una familia blanca en White Plains y sólo le tocaba salida los jueves y un domingo por la tarde de cada dos. Esos días la hermana Gabriel desaparecía de sus zonas habituales.
Tras abandonar a Jackson, Goldy se marchó a casa para almorzar con Catalina la Grande y Lady Zíngara. Se zamparon un plato de jamón al horno, puré de maíz, estofado, pastelillos del sur y, para terminar, una tarta de boniatos y una copita de moscatel. La tía Panoli les servía en silencio.
—¿Cómo está el patio? —le preguntó a Goldy Catalina la Grande.
—Tirando a manso —dijo Goldy—. Que yo sepa, esta mañana no se han cargado a nadie, ni ha aparecido ningún marao (cadáver) en rodajas, ni han guindao (robado) ni se han marcado ningún atropello. En cambio, corre por el barrio una banda nueva de enteraos que practican la Preñá.
—¡Ese truco tan viejo para manueles (paletos)! —exclamó Lady Zíngara—. ¿Aquí en Harlem? ¿Y a quién se van a llevar con eso?
—Hay julais (necios) en todas partes —dijo Goldy—. Abundan los cristianos con malas intenciones que se lo tragan todo.
—¡Corta, tío! ¡Si lo sabré yo!
—Bueno, si hubieran untado estoy seguro de que yo ya los hubiera semao (visto) —dijo Catalina la Grande.
—Es que ya han untado —dijo Goldy—. Quince papiros.
—Qué raro —dijo Catalina la Grande—. Aún no han venido a gastárselos con mis niñas. A lo mejor se han dado de naja.
—Eso no se me había ocurrido —dijo Goldy.
Antes de salir, Goldy telefoneó a la patrona de Jackson.
—Soy el fiscal federal de los Estados Unidos y desearía cierta información sobre una pareja que vivió en esta casa llamados Jackson e Imabelle Perkins.
—¿Dice usté que es el fiscal del distrito? —preguntó la patrona con voz temblorosa.
—No, el fiscal federal.
—Oh, es usté el fiscal federal. ¡María santísima! Seguro que se han metido en un buen lío, ¿no es verdad? —dijo alborozada.
La patrona le contó todo lo que sabía de ellos excepto dónde encontrarlos.
Goldy se enteró no obstante del apellido de la hermana de Imabelle y se apresuró a llamarla por teléfono.
—Aquí Rufus —dijo—. Usted no me conoce, pero soy un amigo del marido de Imabelle que se ha quedado en el pueblo.
—No sabía que tuviera un marido en el pueblo.
—Sabe usted muy bien que tiene un marido en el pueblo.
—Si es la misma clase de marido que tiene aquí, entonces la pobre ya tiene dos maridos.
—No me interesa discutir de eso. Sólo quiero saber si Imabelle aún guarda la mercancía en su baúl.
—¿Qué mercancía?
—Ya sabe…, la mercancía.
—No sé de qué mercancía me está hablando ni quién es usted. Y no sé nada de los maridos de mi hermana ni me importa dónde estén —dijo y colgó.
A continuación, Goldy telefoneó a los patronos blancos de Imabelle, pero estos le dijeron que la chica hacía tres días que no venía a trabajar.
Entonces se puso la peluca gris y la cofia blanca y se dirigió a la comisaría de Harlem, en la Calle 125, para examinar las fotos de los delincuentes reclamados.
Había las fotos de tres negros reclamados por asesinato en Mississippi. Eso significaba que habían matado a un blanco porque matar a un negro no se consideraba asesinato en el estado de Mississippi. Goldy examinó los rostros un buen rato. Nadie se extrañó de que una hermana de la caridad vestida de negro examinara los rostros de delincuentes reclamados.
En lugar de regresar a su sitio acostumbrado junto a la entrada de los almacenes Blumstein, Goldy se dio un garbeo por los bares y tugurios que pudieran frecuentar los sospechosos. Subió por la Séptima Avenida hasta la Calle 145, luego dobló al este hasta Lenox Avenue y bajó por Lenox hasta la Calle 125 otra vez. Andaba agitando su limosnera y murmurando con su voz ronca e implorante: «Una limosna para el Señor, una limosna para los pobres.» Y si en ocasiones alguien le miraba con desconfianza se ponía a recitar versículos de la Revelación: «Ojalá nos saciemos de carne de reyes.»
—Si eso es lo que espera comprar con dinero, hermana, aquí tiene medio dólar —dijo una negra.
Había más bares en su trayecto que en cualquier otra distancia comparable de la tierra. En cada bar retumbaban los tocadiscos y fluían dulzonas y pegajosas las voces de los cantantes de blues a través del clamor selvático de saxos plañideros, trompetas penetrantes y pianos insistentes; en cada bar había follón, follón a todo gas, follón recién despejado, follón a punto de armarse, o gente comentando follones mientras corría la priva (bebida). Otros discutían de lotería: «Macho, aforé doce machacantes por el doscientos veintisiete y va y me sale el doscientos treinta y siete.» O hablaban de la suerte: «Tío, qué bicoca. Tío, me vino chupao.» O hablaban del amor: «Y entonces la chorba se las piró, asuquiqui, y me dejó amargao».
Goldy se recorrió todos los garitos, centros de apuestas, parrillas al aire libre, barberías, oficinas, funerarias, muebles, colmados y tiendas con nombres diversos, «El puchero divino», «El rincón de la gasusa (hambre)», «El edén de los jamones». Preguntó a varios traficantes de chocolate que eran de su confianza.
—¿Has junao si llegó competencia nueva?
—¿Que unta en qué?
—La Preñá.
—Nasti, hermana, eso es para novatos.
Algunos sabían que era un hombre, otros creían que se trataba de una monja majara. De hecho, les daba igual lo que fuera. Goldy andaba escrutando todos los rostros que se le cruzaban.
Cuando las monedas tardaban en llegar a su caja, anunciaba un número recitando versículos de la Revelación:
—Que los rectos de pensamiento se acerquen al número de la fiera…, pues su número es el seiscientos sesenta y seis.
Y venga a salir capullos que tras echarle veinticinco o cincuenta centavos en la caja, corrían a la lotería más próxima para apostar al seis-seis-seis.
Era ya hora de cenar cuando Goldy llegó a su casa extenuado. No había encontrado el menor indicio.
Catalina la Grande y Lady Zíngara se habían largado al trabajo. Comió solo y encargó a la tía Panoli que le guardara las sobras en alguna tañera para llevárselas a Jackson.