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Los escaparates de los grandes almacenes Blumstein, que exhibían géneros de vestir y artículos domésticos muy sugestivos para las gentes de Harlem, se extendían detrás del Theresa Hotel a lo largo de media manzana de la Calle 125.

Una hermana de la caridad se hallaba sentada en una sillita plegable junto a la entrada, agitando una cajita negra y redonda en espera de una limosna de los transeúntes. Tenía una sonrisa triste.

Vestía una larga túnica negra, similar a la que llevan las monjas, con una cofia blanca y almidonada de donde escapaban algunos mechones de cabello gris. Una gran cruz dorada, sujeta por un cordón negro, colgaba sobre su pecho. Tenía una cara fina, ovalada, de querubín negro, y dos dientes de oro que lanzaban destellos cuando sonreía.

Nadie le hacía mucho caso. Abundaban las hermanas de la caridad negras por todo Manhattan. Postulaban en los grandes almacenes del centro, en la Quinta Avenida, en las estaciones, de un lado a otro de la Calle 42 y en Times Square. Sólo unas pocas personas conocían el nombre de la organización a que pertenecían. Gran parte de la gente de Harlem creía que eran monjas y las trataban igual que a los rabinos negros, de pelo encrespado y barba rizosa, que pululaban por las calles.

La hermana de la caridad se fijó en Jackson y murmuró con voz implorante:

—Una limosna para el Señor, hermano. Una limosna para los pobres.

Jackson se detuvo a un lado de la sillita plegable y examinó las prendas de nailon expuestas en el escaparate.

Un negro borracho pasó tambaleándose, luego dio marcha atrás y observó a la hermana de la caridad.

—Écheme una bendición, hermana. Una bendición para el viejo Moisés —balbuceó, intentando hacerse el gracioso.

—Dijo el Señor: ¿acaso ignoras que eres vil, y mísero, y pobre, y ciego e indefenso? —recitó la hermana.

El borracho parpadeó y se alejó, sin dejar de tambalearse.

Una niña negra de cortas y rígidas trenzas corrió hacia la monja y dijo con voz jadeante:

—Hermana Gabriel, mamá quiere dos entradas para el cielo. El tío Pone la está diñando.

Y al mismo tiempo puso dos billetes de un dólar en la mano de la monja.

—Dijo el Señor: adquirid el oro tras pasar por el fuego —susurró la monja, guardándose los dos billetes bajo la túnica—. ¿Por qué quiere tu mamá dos entradas, niña?

—Mamá dice que el tío Pone necesita dos.

La monja deslizó una negra mano entre los pliegues de su túnica, sacó dos tarjetas blancas y se las entregó a la niña. Impresas en las tarjetas se leían las palabras:

Entrada Individual

Hermana Gabriel

—Llevarán al tío Pone al seno del Señor —prometió—. Y vi cómo se abría el cielo, y contemplé un caballo blanco.

—Amén —dijo la niña antes de marcharse con las dos entradas para el cielo.

—¿No te da vergüenza, Goldy? Blasfemar así del Señor —murmuró Jackson—. Algún día te va a pescar la bofia por vender esas tarjetas.

—No lo prohíbe la ley —replicó Goldy también con un murmullo—. Ahí sólo pone «Entrada individual». No pone adónde. A lo mejor es para el Salón Savoy.

—La ley prohíbe disfrazarse de mujer —dijo Jackson disgustado.

—Deja la ley para la bofia, tío.

Una pareja se disponía a entrar en los almacenes. Goldy hizo sonar su caja.

—Una limosna para el Señor, una limosna para los pobres —mendigó con voz implorante.

La mujer se detuvo y depositó tres monedas de diez centavos en la caja.

La seráfica sonrisa de Goldy se volvió agria.

—Dios la bendiga, señora, Dios la bendiga. Si treinta centavos es todo el valor que le merece el Señor, pues, bueno, que Dios la bendiga.

El rostro moreno de la mujer se cubrió de púrpura. Extrajo otra moneda de diez centavos.

—Dios la bendiga, señora. Alabado sea el nombre del Señor —murmuró Goldy con indiferencia.

La mujer entró en los almacenes, pero atosigada por la sensación de que el Señor la observaba y de que los ángeles del cielo cuchicheaban entre sí: «¡Fíjate, qué roñosa!» Muy avergonzada, no se atrevió a comprarse el vestido que deseaba y se sintió desgraciada todo el resto del día.

—Tengo que verte, Goldy —dijo Jackson, sin apartar la vista de las prendas de nailon del escaparate.

Dos chicas pasaron por su lado en ese momento y le oyeron. No se les ocurrió que pudiera estar hablando con la hermana de la caridad, aunque no hubiera nadie más alrededor. Comenzaron a pitorrearse.

—Otro chalao por las medias de nailon —dijo una.

—Y encima las llama Goldy —contestó la otra.

Goldy simuló sacudirse el polvo de sus rodillas, lanzó una última mirada al rostro de Jackson, luego se levantó lentamente, moviéndose como una anciana, y plegó la sillita.

—Sígueme —susurró—. Pero de lejos.

Se echó la sillita bajo el brazo, sin dejar de agitar la caja con la otra mano, y empezó a andar por la fangosa nieve en dirección a la Séptima Avenida, bendiciendo a los negros que depositaban monedas en su limosnera. Parecía una negra cansada, gorda y venerable, que se hubiera desgastado al servicio del Señor.

Era una figura familiar. Nadie le hacía mucho caso, pues estaban acostumbrados a su presencia.

La Séptima Avenida al pasar por la Calle 125 constituye el centro de Harlem, la encrucijada de la América negra. En una esquina se alzaba el hotel más importante. Diametralmente opuesto se hallaba una gran joyería, que vendía a plazos, con sus escaparates repletos de diamantes y relojes de precios muy rebajados y pagaderos en varias semanas. La tienda siguiente era una librería con un gran rótulo rojo y amarillo que ponía: Libros para 6.000.000 de lectores de raza negra. En la otra esquina había una iglesia misional.

La gente de Harlem se tomaba muy en serio su religión. Si Goldy hubiese subido al cielo arrebatado por un carro en llamas a todo galope, nadie se hubiera extrañado. Ni creyentes ni pecadores.

Goldy dobló la esquina de la Séptima Avenida, pasó por delante del Theresa Hotel, dejó atrás la Sugar Rays Tavern y luego la barbería donde iban los presumidos a que les alisasen el encrespado pelo con una mezcla de vaselina y lejía de potasa. Dobló al este cogiendo la Calle 121 perteneciente ya a la zona del Valle, escaló montones de basura helada, le arreó un puntapié a un chucho sarnoso y entró en una tienda cochambrosa que alternaba la venta de tabacos con la lotería clandestina y el tráfico de marihuana. Tres adolescentes, pasándose un porro, rodeaban a una chica de quince años. Intentaban convencerla de que se desnudara.

—Anda ya, ponte en porretas, ponte ya.

—Que no va a venir nadie. Márcate un despelote, corre.

—Eh, golfos, ¿por qué no dejáis en paz a la gacholis? —dijo el tendero sin mucho entusiasmo—. ¿No os apercibís que le da vergüenza su estampa?

—No me da ninguna vergüenza —dijo la chica—. Tengo buen tipo y lo sé.

—Claro que lo tienes —dijo el tendero, guiñándole el ojo en plan libido.

Era un hombre alto, de aspecto vicioso, rostro picado de viruelas y mirada húmeda y rojiza.

—Alabado sea el Señor, chorchi (soldado) —proclamó Goldy al entrar—. Alabado sea el Señor, niños.

Dedicó a los adolescentes un vistazo de complicidad y luego recitó:

—Aquellos tres se bastaron para aniquilar a la tercera parte del enemigo, con el fuego, con el humo, con el azufre que salía de sus bocas.

—Amén, hermana —dijo el tendero, guiñándole el ojo a Goldy.

La chica se carcajeó. Los adolescentes vacilaron indecisos y por un momento cerraron el pico.

Nadie de los reunidos parecía extrañarse de que una hermana de la caridad le arreara un puntapié a un perro, entrara en un antro clandestino y recitara enigmáticos versículos a una pandilla de grifotas.

En silencio, Goldy esperó a que Jackson se le uniera, luego le condujo a través de la puerta trasera hasta el fondo de un pasillo húmedo y oscuro, que apestaba a una abundante variedad de excrementos, y abrió una puerta cerrada con candado. Encendió una lámpara, que alumbraba pobremente, plagada de cagarrutas de mosca, y penetró muy serio en un cuarto húmedo, frío, sin ventanas, cuyo único mobiliario se reducía a una tosca mesa de pino, dos sillas vacilantes y un catre cubierto por mantas grises y sucias. Unas cuantas cajas de cartón enmohecidas se apilaban contra una de las paredes. El cemento gris de las otras tres paredes rezumaba pese a lo glacial de la humedad.

Una vez Jackson hubo entrado, Goldy echó el candado por dentro y encendió una estufa de petróleo, negra y oxidada, que en seguida comenzó a despedir un humo maloliente. Luego arrojó la sillita plegable sobre el catre, dejó la caja del dinero encima de la mesa y se sentó emitiendo un largo suspiro. Al cabo, se quitó la cofia blanca y la peluca gris.

Desprovisto de ese disfraz, era la imagen clavada de Jackson. Allí en el Sur, de donde venían, los blancos habían llegado a llamarles los Gemelos del Polvo de Oro a causa de su semejanza con unos gemelos dibujados en las cajas amarillas de cierto jabón en polvo.

—Yo no es que viva aquí —explicó Goldy—. Me sirve sólo de despacho.

—No veo cómo alguien podría vivir aquí —dijo Jackson y tanteó una de las sillas vacilantes antes de sentarse.

—Hay gente que vive en sitios peores —dijo Goldy.

Jackson no tenía intención de discutir.

—Goldy, hay algo que te quisiera pedir.

—Primero tengo que dar de comer al mono.

Jackson buscó al mono con la mirada.

—Lo llevo atrás —explicó Goldy.

Jackson le observó con disgusto sin decir nada mientras Goldy sacaba del cajón de la mesa un infernillo de alcohol, una cucharilla y una aguja hipodérmica. A continuación, Goldy vació en la cucharilla dos saquitos de cocaína y morfina cristalizadas y puso el latigazo a calentar. Gimió al clavárselo en el brazo cuando la mezcla aún estaba caliente.

—San Juan de la Cruz se colocaba con esta misma mierda —dijo Goldy—. ¿No lo sabías, tío? Y eso que vas a misa.

Jackson se alegró de que ninguna de sus amistades supiera que tenía un hermano como Goldy, drogadicto, estafador y falsa hermana de la caridad. Especialmente Imabelle. Sería razón suficiente para que ella le abandonara.

—No pienso reconocerte nunca como hermano —dijo.

—Vale, tío, tampoco yo pienso hacerlo. Ahora dime cuál es tu problema.

—Quiero que me digas si conoces a algún inspector federal negro, aquí en Harlem. Es alto, delgado y también se dedica a estafar.

Goldy aguzó el oído.

—¿Un inspector federal negro? ¿Y estafador? ¿Qué entiendes tú por estafador?

—El que siempre busca sacarle dinero a la gente.

Goldy tuvo una sonrisa perversa.

—¿Qué pasa, tío? ¿Te llevó al huerto algún madaleno (policía) negro?

—Bueno, pues algo así. Me las estaba arreglando para que me creciera el capital…

—¿Creciera? —dijo Goldy con los ojos desencajados.

—Me iban a transformar billetes de diez dólares en otros tantos de cien.

—¿Cuánto?

—Te voy a ser franco, era todo lo que tenía en este mundo. Mil quinientos dólares.

—¿Y esperabas sacar quince mil?

—Bueno, sólo doce mil quinientos cincuenta después de pagar comisiones.

—¿Y entonces te atorigaron?

Jackson asintió.

—Estábamos en plena faena cuando de pronto, zas, se mete el inspector en la cocina y nos detiene a todos. Pero los demás se escaparon.

Goldy soltó el trapo sin poder contenerse. El latigazo comenzaba a hacerle efecto, sus párpados se iban poniendo negros como ébano y gordos como uvas. Era una risa convulsa, como si sufriera un ataque. Las lágrimas corrían por sus mejillas. Al cabo de un rato logró controlarse.

—Mi propio hermano, no te jode —dijo casi ahogándose—. Aquí presentes, los dos paridos por la misma famurria (familia). Escupidos el uno al otro. Y resulta que aún no semas (ves) que se han quedado contigo. La has pringao, tío. Te han enchufao el timo de la Preñá. Te camelan con que te van a dar guita y luego arramblan con la tuya y ahuecan. ¿Te aclaras? Cambiar papiros de diez por otros de cien. ¿Qué pasa con tu mente enferma, tío? ¿Te tomaste un filtro mágico o qué?

Jackson parecía más deprimido que furioso.

—Pero yo se lo vi hacer antes —dijo—. Con mis propios ojos. Le estuve vigilando todo el rato. Si uno ya no puede fiarse de su propia vista, entonces qué.

La verdad es que no le había costado mucho creer. Había gente en Harlem que creía que Father Divine era Dios.

—Claro que lo junaste cuando te montó el numerito —dijo Goldy—. Pero ni te enteraste cuando dio el cambiazo. Y lo dio al volverse de espaldas para meter la guita en el horno. Lo que metió allí dentro no fue más que rollitos vacíos con pellizcos de pólvora. La guita se la archivó en algún guillo (bolsillo) especial de la chupa.

—Entonces Imabelle también picó. Le vigilaba igual que yo. Ninguno de nosotros le vimos dar el cambiazo.

Goldy entornó los ojos.

—¿Quién es Imabelle? ¿Tu ligue?

—Es mi mujer. Y se lo creyó todo aún más que yo. Como que fue ella la que habló primero con Jodie, el fulano que le dio la pista de Hank. Y además Jodie parecía honrado y trabajador.

Goldy no se extrañaba de que a Jackson le hubiesen timado con la Preñá. Muchos tipos listos, incluso chorizos, se habían dejado camelar por ese timo. La posibilidad de que el capital engorde despierta en cualquiera ansias de rapiña. En cambio con las mujeres era distinto. Siempre andaban desconfiando de todo lo que fuera científico. Sin embargo, como ignoraba cuáles fuesen los sentimientos de Jackson hacia su mujer, se limitó a decir:

—Pues vaya jirlachona (necia) si se creyó la faena.

Jackson resopló indignado.

—¿Te piensas que ella hubiese permitido que aquellos fulanos me embaucaran si no se hubiese fiado?

—¿Y qué hizo cuando estalló la cocina? ¿Te ayudó a salvar la guita?

—Hizo lo que pudo. Pero no es Annie Oakley[1], paseándose con dos pistolas. Cuando el inspector apareció en la cocina apuntándonos con su revólver y enseñando la chapa, corrió como todos los demás. También yo intenté correr.

—El julai siempre la palma. ¿Cómo se las apañarían si no para limpiarle? Y seguro que le aflojaste más guita al madaleno para que te soltara, ¿eh?

—Yo no sabía que era un chorizo. Le di doscientos dólares.

—¿De dónde arrapiñaste veinte papiros si ya se te habían najado con todo tu mogollón?

—Tuve que sacar quinientos de la caja fuerte del señor Clay.

Goldy dejó escapar un silbido.

—Ya me estás dando esos trescientos que te quedan, tío, y yo cuidaré de encontrar a esos chorizos a ver si recobramos la tela.

—Ya no los tengo —confesó Jackson—. Los perdí jugando a los números y luego a los dados con esperanzas de recuperar.

Goldy se arremangó el borde de su túnica y examinó sus piernas negras y rollizas, enfundadas en medias negras de algodón.

—Para ser un chorbo que se llama cristiano, te has corrido una noche chachi. ¿Y ahora qué vas a hacer?

—Tengo que encontrar al fulano que se hacía pasar por policía. Después de quedárseme con doscientos dólares, fue y detuvo a Imabelle seguro que para sacarle algo más encima.

—¿O sea que supones que el andoba (hombre) le ha extirpado algo más a tu chorba después de haberte cepillado a ti?

—Bueno, no sé qué ha ocurrido exactamente. No he visto a Imabelle desde que salió corriendo de la cocina junto a los demás. Todo lo que sé es que cuando telefoneé a mi patrona, la vieja me dijo que se había presentado un inspector federal con Imabelle y que esta estaba detenida. El policía entonces confiscó el baúl de Imabelle y se llevó a los dos a algún sitio. Y resulta que Imabelle no ha vuelto todavía. Por eso ando tan atribulado.

Goldy miró a su hermano con asombro.

—¿Has dicho que se le llevó la valija?

Jackson asintió.

—Tiene un baúl ropero bastante grande.

Goldy miró fijamente a Jackson durante un buen rato, antes de preguntar:

—¿Qué guardaba la chorba en la valija?

Jackson rehuyó la mirada de Goldy.

—Nada, sólo ropa y chucherías.

Goldy siguió mirando fijamente a su hermano.

—Escúchame bien, tío —dijo al fin—. Si todo el paquete que hay en la valija se reduce a farde, la chorba iba de consorte con el chorizo y le sirvió de pantalla para que te puliera la guita. ¿Cuándo vas a ir al oculista?

—Ella no hizo nada de eso —replicó Jackson con firmeza—. No necesitaba hacerlo. Yo le hubiese dado todo el dinero que me hubiera pedido.

—¿Cómo sabes que la chorba no se encoñó del chorizo? A lo mejor no se te apartó por tu tela. A lo mejor sólo quería cambiar de palomas.

El rostro negro y sudoroso de Jackson se hinchó de furor.

—¡No hables así de Imabelle! —exclamó amenazador—. No está encoñada de nadie más que de mí. Pensamos casarnos. Además, no se relaciona con nadie.

Goldy se encogió de hombros.

—Pues a ver si te das a la inventiva, tío. La já (chica) se aligera por la ventolé (irse por, marcharse corriendo) con el andoba que te despluma. Si no lo hace por el andoba y si no lo hace por la guita…

—No se marchó, se la llevó el otro —interrumpió Jackson—. Y además, si quería dinero, ya tiene su propio dinero. Dispone de más dinero del que ni tú ni yo hayamos llegado a ver nunca.

El cuerpo de Goldy, negro y obeso, se petrificó. No había pestaña que se le moviese ni músculo que se le alterase. Era como si ya no respirara. Si la chorba disponía de más tela de la que ninguno de los dos jamás hubiese llegado a ver, el asunto le podía venir rodado. ¡Tela! De eso sí que entendía Goldy. Y la chorba guardaba el mogollón en el baúl. Si no, ¿de qué hubiesen vuelto a buscarlo ella y el chorizo? Era imposible que ahí dentro sólo hubiera ropas que justificaran tanta molestia, y qué ropas iban a ser viviendo con un pelanas como el capullo de su hermano.

Sus ojos inmensos de negras pupilas escrutaban alucinados el semblante triste y sudoroso de Jackson.

—Te voy a ayudar, tío, te localizaré a la chorba —murmuró en plan confidencial—. A fin de cuentas, eres mi hermano gemelo.

Se sacó un frasco de debajo de la túnica y se lo tendió a Jackson.

—Prueba un poco.

Jackson meneó la cabeza.

—Venga ya y prueba —le apremió Goldy irritado—. Si el maligno aún no te ha arrapiñao (cogido) el alma después de la noche que te has tirao, tú tranquilo. Echa un trago. Ahora saldremos a buscar al chorizo y a tu chorba, y los tienes que llevar bien puestos.

Con un pañuelo sucio Jackson limpió el gollete del frasco y se atizó un buen trago. Al instante le cogió una tos desesperada. Aquello tenía un gusto de tequila añeja y perfumada mezclada con bilis de gallina, y le quemaba la garganta como si fuera pimienta roja.

—¡Dios del cielo! —tosió—. ¿Qué es esta pócima?

—No es más que un quitapenas —dijo Goldy—. Cantidad de chusma aquí en el Valle no querrían privar otra cosa.

La bebida le enturbió los sentidos a Jackson. No lograba recordar qué estaba haciendo allí. Se sentó en el catre intentando coordinar sus ideas.

Goldy se sentó al otro lado de la mesa y le observó en silencio. Sus ojos inmensos de negras pupilas poseían una fuerza hipnótica. Parecían lagunas diabólicas de oscuros fulgores. Jackson procuró esquivarlos, pero no pudo.

Al fin Goldy se levantó y volvió a ponerse la peluca y la cofia. Seguía sin articular palabra.

Jackson también pretendió levantarse, pero la habitación comenzó a girar. De repente sospechó que Goldy le había envenenado.

—Te voy a matar —dijo con voz pastosa, intentando saltar hacia su hermano.

Pero las paredes de aquel cuchitril giraban en torno a su cabeza como el zumbido de un millón de sierras eléctricas. Fue incapaz de defenderse cuando Goldy le agarró por los sobacos y le tumbó en el catre.