3

Jackson subió hasta el tercer piso y llamó a una puerta roja en un rellano brillantemente iluminado.

Un disco de metal se movió descubriendo una mirilla. Jackson no podía ver ningún rostro pero el de dentro le veía.

Se abrió la puerta. Jackson entró en una cocina ordinaria.

—¿Qué, a burlar (jugar) o a ronear (buscar plan)? —le preguntó el plantón.

—A burlar —dijo Jackson. El plantón le cacheó, le quitó la lima de las uñas y la guardó en una alacena, junto a un puñado de mortíferas facas y pistolas implacables.

—¡Hombre, si cree que con eso puedo hacer daño! —protestó Jackson

—Con eso puedes arrear un viaje a los acais (ojos).

—Pero si el pincho no llega ni a perforar los párpados.

—Nasti (no), cremallera. Aligera por ahí y coge la última burda (puerta) a la derecha —dijo el plantón, apoyándose en el quicio de la puerta.

Había tres clavos sueltos en el dintel. Apretándolos el plantón podía provocar un parpadeo en la luz del salón, de las habitaciones y de la sala de juego. Un parpadeo por cada cliente nuevo, dos si era la pasma.

Otro plantón abrió la puerta de la sala de juego y cuando Jackson hubo entrado, la cerró y le echó la llave.

Había una mesa de billar en el centro de la habitación, y en una pared la caja con las bolas y la taquera. Los jugadores se apiñaban en torno a la mesa bajo un chorro de luz procedente de una lámpara de pantalla verde que colgaba del techo. A un lado de la mesa estaba el canchero (ducho y experto en determinada actividad), encargándose de los dados y de las apuestas. Frente a él, en un taburete alto, se sentaba el banquero, dedicado a cambiar las sábanas verdes por moneda quedándose con un tanto por ciento. Descontaba veinticinco centavos por toda apuesta inferior a cinco dólares y cincuenta centavos por las apuestas que sobrepasaban los cinco dólares.

Los apostantes se colocaban a ambos extremos de la mesa. Un hombre llamado Tela Marinera, encogido, calvo y moreno, se hallaba sentado en una punta; en la otra se sentaba un blanco de cabellos grisáceos llamado Abie el judío. Tela Marinera apostaba a menos y admitía cualquier apuesta a más. Abie el judío apostaba indistintamente a menos y a más, con excepción del doble sena y de los «ojos de serpiente».

Era el garito de dados más importante de Harlem.

Jackson conocía de vista a todos los burlangas famosos. En Harlem eran celebridades: Caracaballo, Cuatro-Cuatro y Pelomonja eran jugadores profesionales; Vinodulce, Carámbano, el Chino y el Guapo eran macrós (proxenetas), Doc Henderson era dentista y Míster Foot vendía cupones de lotería.

Estaba jugando Caracaballo. Su mano izquierda removía blandamente lo dados en busca del ocho chambón y luego su mano derecha los lanzó a rodar. Los dados rodaron ágilmente por el tapiz verde, saltaron como dos caballos junto el obstáculo de la cadenilla que cruzaba la mitad de la mesa y fueron a detenerse en el tres y en el cuatro.

—Cuatro-tres, la vida al revés —cantó el canchero recogiendo los dados—. ¡El siete! ¡Menos!

Carámbano recogió el dinero del bote. Tela Marinera cobró sus apuestas. Abie cobró unas y pagó otras.

—¿Apuestas más? —preguntó el canchero.

Caracaballo asintió. Podía pagar un dólar por otras tres tiradas.

—A ver, campeones, el siguiente —cantó el canchero y miró a Jackson—. Tú, garbancito, ¿cuánto aforas (pagas, cobras)?

—Un papiro.

Jackson echó sobre la mesa un billete de diez dólares y cincuenta centavos. Caracaballo lo cubrió. Los apostantes apuntaron sus apuestas, más y menos, en los carnets. El canchero le arrojo los dados a Jackson, que los cogió, se los llevo a los labios en su mano cerrada y les habló:

—Solo que me saquéis de este lío, no os pido nada más.

Se santiguó y empezó a sacudir los dados para calentarlos.

—Dale ya a los tafares (dados), Reverendo —dijo el canchero—. Que ni son tetas ni tú eres un niñato. Dales duro y que galopen.

Jackson los lanzó. Salieron disparados por el verde como liebres asustadas, brincaron por encima de la cadenilla como canguros locuelos, se precipitaron hacia la zona de Abie como lanzas rápidas y al fin, exhaustos, se detuvieron en el seis y el cinco.

—¡Once cabal! —cantó el canchero—. Once más duro que el bronce. ¡Más!

Jackson dejó que corriera el dinero, acertó otro once por veinte dólares pero luego perdió cuarenta con los «ojos de serpiente». Volvió a jugarse diez y los ganó con el siete, largó los veinte y logró otro siete, apostó los cuarenta y los volvió a perder. Ya se le habían evaporado veinte dólares. Se secó el sudor de la frente y de la cabeza, se quitó el gabán, lo colgó de una percha junto con su sombrero, se desabrochó lo botones de su chaqueta negra y ajustada y les murmuró a los dados:

—Cuadros, os lo suplico con lágrimas en los ojos, lágrimas tan gordas como sandías.

Volvió a apostarse diez dólares, perdió tres veces seguidas y entonces le pidió al canchero que le cambiara los dados.

—Estos no me conocen —dijo.

El canchero sacó un par de dados relucientes con sus ojos negros, fríos como piedras. Jackson se los frotó contra el muslamen para calentarlos y logró ganar cuatro veces seguidas. Se guardó entonces los cincuenta dólares que había perdido antes y apostó los otros treinta. Fue a por el cuatro y le dio de lleno, se guardó cincuenta más y apostó diez.

—Hombre celoso no puede arriesgarse, hombre miedoso no puede vencer —canturreó el canchero.

Los apostantes que habían jugado sobre más con Jackson, apostaron ahora sobre menos. Jackson fue a por el seis y salió el siete.

—Cambio de mano —cantó el canchero—. Cuanto más echas, más cosechas.

A medianoche Jackson ganaba 180 dólares. Ya tenía 376 pero necesitaba 657,95 para cubrir los 500 que le había hurtado al señor Clay y los 157,95 para pagar la cocina de su patrona.

Salió del garito y regresó a La Última Palabra, a ver si acertaba algún número. Aquella noche la última palabra fue el 919, camino de muerte.

Conque Jackson decidió volverse a los dados.

Rezó a los dados; les suplicó:

—Cuadros, mi corazón sufre como si lo hubieran cortado a navajazos, y la tristeza de mi mente es tan profunda como los abismos del océano y tan inmensa como las Montañas Rocosas.

Cuando le tocó jugar por segunda vez, se quitó la chaqueta. Tenía la camisa empapada de sudor. Los pantalones se le pegaban a los muslos. Cuando le llegó el tercer turno se aflojó los tirantes y los dejó colgar sobre las piernas.

Jackson acertó más sietes y más onces de los que nunca había visto en toda su vida. Sin embargo también sacó muchos chungos, doses, treses y doces, más que sietes y onces. Y como ya sabe todo perdedor experto, cuando a uno le agarra la racha chunga lleva camino de hundirse en la miseria.

El burle se cerró al amanecer. Jackson acabó desplumado. Se sentía como si le hubieran pegado una paliza. Pidió cincuenta centavos al garito y hecho un pingo (pingajo) fue andando despacio hasta el snack bar del Theresa Hotel. Se instaló en la barra y encargó un café y dos donuts por treinta centavos.

Tenía los ojos vidriosos. Su piel negra había pasado al gris mate. Estaba más cansado que si saliera de arar un pedregal con un par de mulas.

—Se te ve cascado —dijo el hombre de la barra.

—Estoy tan chafao que podrían enterrarme debajo del esqueleto de una ballena, y esos esqueletos están en el fondo del mar —confesó.

El hombre de la barra le observó mientras se tragaba los donuts y bebía el café.

—Seguro que te cascaron en ese garito de ahí arriba.

—Sí —confesó Jackson.

—Se nota. Dicen que los ricos nunca duermen felices pero tampoco los pobres se hartan comiendo.

Jackson echó una mirada al reloj de la pared y el reloj le dijo corre, corre. El señor Clay solía bajar de sus habitaciones privadas a las nueve en punto. Jackson sabía que tenía que llegar con el dinero y además encontrar el modo de devolverlo a la caja fuerte antes de que el señor Clay la abriera si quería salir bien parado.

Imabelle podía obtener dinero, pero a Jackson le repugnaba pedírselo. No se le ocultaba que entonces ella debería cometer actos deshonestos. Aunque esa clase de embrollo era capaz de hacer que una rata comiera pimienta negra.

Así que entró en el vestíbulo del hotel contiguo para telefonear a casa.

A esa hora el vestíbulo del hotel estaba desierto salvo unos pocos currelantes que tenían que entrar a las ocho en el centro y corrían al grill del hotel para desayunar su bocadillo de tocino.

Se puso la patrona.

—¿Ha vuelto Imabelle? —preguntó.

—Su pájara de canela está en el trullo, que es donde también debería estar usté —contestó la patrona con voz malévola.

—¿En la cárcel? ¿Cómo es eso?

—Justo endimpués que usté telefonara ayer noche, vino un policía federal y se la llevó detenida. También le buscaba a usté, Jackson, y si yo hubiera sabido dónde estaba se lo contaba. Les acusaba a los dos de falsificar moneda.

—¿Un policía federal? ¿Y la detuvo? ¿Qué cara tenía?

—Dijo que usté ya le conocía.

—¿Qué hizo con Imabelle?

—Pues eso, se la llevó al trullo. Y además arrambló con su baúl y también se lo llevó en vista de que no le encontraba a usté.

—¿Su baúl? —exclamó Jackson que de tan aturdido apenas podía hablar—. ¿Le confiscó el baúl? ¿Y se lo llevó?

—Pues claro, monada. Y cuando le encuentre a usté…

—¡Dios de Dios! ¿Se le llevó el baúl? ¿Y cómo dijo que se llamaba?

—No me haga más preguntas, Jackson. No quiero meterme en líos por ayudarle a escapar.

—No tiene usted ni un solo hueso cristiano en el cuerpo —dijo, y colgó el auricular lentamente.

Quedó abatido contra el tabique de la cabina telefónica. Se sentía como atrapado en arenas movedizas. Cada vez que intentaba librarse, se metía más adentro.

No podía entender cómo se las había arreglado el inspector para fijarse en el baúl de Imabelle. ¿Cómo se había enterado de lo que contenía? A menos que la hubiera asustado hasta hacerla hablar. Y eso significaba que Imabelle estaba en apuros.

Lo peor para Jackson era que no sabía dónde encontrar al inspector. No tenía ni idea de adónde se habría llevado el inspector a Imabelle. No entendía que la hubiera llevado a la cárcel federal pues el inspector parecía dispuesto a chupar primero lo que pudiera. El inspector no se llevaría el baúl a la cárcel si esperaba sacar tajada. Aun así, Jackson no tenía ni idea de cómo seguirle la pista. Ni tampoco sabía cómo recuperar el baúl en caso de que encontrara al inspector.

Permaneció un rato en la acera vacía, frente al Theresa, pensando a ver si se le ocurría alguna solución. El esfuerzo mental le arrugaba la jeró (cara). Al fin, murmuró para sí:

—No hay manera de arreglarlo.

Tendría que visitar a Goldy, su hermano mellizo. Goldy conocía a toda la basca de Harlem.

No sabía dónde vivía Goldy, conque decidió esperar al mediodía que era cuando Goldy se dejaba ver por la calle. Le daba miedo seguir de turista. No tenía ni para una entrada de cine y eso que había uno allí cerca que abría a las ocho de la mañana. En cambio, había un edificio de despachos, al doblar la esquina de la Calle 125, que incluía una serie de consultorios médicos.

Subió al segundo piso y se sentó en una sala de espera. El doctor no había llegado todavía pero ya había cuatro clientes esperando. Tras la llegada del doctor, Jackson se las arregló para ceder la tanda, dejando que otra gente le pasara delante.

La enfermera le miraba de vez en cuando. Al fin le preguntó secamente:

—¿Usted está enfermo o qué?

Ya era casi mediodía.

—Lo estaba, pero ahora me siento mejor —dijo Jackson. Se puso el sombrero y salió.