Apenas desapareció el inspector, Jackson echó a correr. Sabía que lo primero que haría el señor Clay al despertar sería contar el dinero. No porque sospechara de que alguien le hubiera robado. Siempre tenía a algún empleado de guardia. Era sólo una costumbre. El señor Clay contaba el dinero cuando se iba a dormir y cuando se levantaba, cuando abría su caja fuerte y cuando la cerraba. Si no andaba ocupado, contaba el dinero quince o veinte veces al día.
Jackson sabía que el señor Clay, al cerciorarse de la desaparición de los quinientos dólares, comenzaría preguntando al personal. No llamaría a la policía hasta que estuviera plenamente seguro de quién le había robado el dinero. Y esto era así porque el señor Clay creía en fantasmas. El señor Clay sabía la mar de bien que si a los fantasmas se les ocurría recobrar el dinero que él había timado a sus familias, daría con sus huesos en el asilo.
Jackson sabía que el señor Clay empezaría por ir a buscarle a su casa.
Andaba aprisa, pero sin miedo. Si el Señor le concedía sólo el tiempo suficiente para localizar a Hank y convencerle de que transformara los trescientos en tres mil, veía la posibilidad de devolver el dinero al interior de la caja fuerte antes de que el señor Clay comenzara a sospechar de él.
Pero lo primero que tenía que hacer era cambiar los billetes de veinte dólares en billetes de diez. Hank no podía arreglárselas para que los de veinte proliferaran, pues no existía nada parecido a un billete de doscientos dólares.
Bajó por la Séptima Avenida a toda pastilla y se metió en el Small’s bar. Marcus le divisó en seguida. No quería que Marcus le viera cambiando el dinero. De modo que entró por una puerta y salió por otra. Corrió entonces hasta el Red Rooster. Allí sólo tenían dieciséis billetes de diez en la caja. Jackson los cambió y volvió a salir disparado. Un cliente le detuvo y le cambió el resto.
Jackson dejó atrás la Séptima Avenida y corrió a su casa por la Calle 42. Mientras se deslizaba y resbalaba por las húmedas y heladas aceras, se le ocurrió que no sabía cómo encontrar a Hank. Imabelle había conocido a Jodie en el apartamento que su hermana ocupaba en el Bronx.
La hermana de Imabelle, Margie, le había contado a Imabelle que Jodie conocía a un fulano que sabía fabricar pasta. Imabelle se había traído a Jodie para que este se lo contara a Jackson. Y cuando Jackson dijo que estaba dispuesto a probar, había sido Jodie el encargado de ponerse en contacto con Hank. Jackson confiaba en que al menos Imabelle supiera dónde encontrar a Jodie, a falta de Hank. La única pega era que tampoco sabía dónde estaba Imabelle.
Se detuvo en la acera de enfrente y miró hacia arriba para ver si había luz en la ventana de la cocina. Estaba a oscuras. Intentó recordar cuál de los dos, si el inspector o él, habría apagado la luz al salir. De todos modos, daba igual. Si la patrona había vuelto del trabajo, seguro que estaría en la cocina armando un escándalo de mil demonios.
Jackson dio vuelta al edificio, entró y subió los cuatro tramos de cada piso. Se paró a escuchar ante la puerta de su rellano. No oía ruidos dentro. Dio vuelta a la llave y penetró con sigilo. Todo estaba quieto. Corrió de puntillas a su habitación y se encerró en ella. Imabelle aún no había vuelto.
No sentía ninguna inquietud por ella. Imabelle sabía cuidarse de sí misma. Lo malo era la premura de tiempo.
Andaría enfrascado en el dilema de quedarse allí esperando o salir a buscarla, cuando oyó que alguien abría la puerta de entrada. Alguien entraba en el recibidor y cerraba la puerta con llave. Oyó pasos que se acercaban. Alguien abrió la puerta del pasillo.
—Claude —llamó una voz crispada de mujer.
No hubo respuesta. Los pasos cruzaron el pasillo. Alguien abrió la puerta de enfrente.
—Señor Canefield.
La patrona estaba pasando lista.
—Que Dios hiciera a una mujer tan mala como esa —musitó Jackson—. Seguro que la hizo por error.
Volvieron a oírse pasos. Jackson se precipitó bajo la cama, sin quitarse el gabán ni el sombrero. Oyó cómo se abría la puerta.
—Jackson.
Jackson comprendió que la patrona estaba examinando la habitación. Percibió sus intentos de abrir el gran baúl ropero de Imabelle.
—Nunca se dejan el baúl abierto —se quejó la patrona—. Ni él ni esa mujer. Viviendo en pecado. Y él aún se llama cristiano. Si Cristo viera qué clase de cristianos tiene aquí en Harlem, seguro que se bajaba de la cruz y empezaba otra vez.
Jackson oyó que los pasos se dirigían a la cocina. Dio una vuelta sobre sí mismo para salir de debajo de la cama y se incorporó.
—¡María santísima! —la oyó gritar—. ¡Alguien me ha reventado la cocina nueva!
Jackson abrió bruscamente la puerta de su habitación y corrió a través del pasillo. Logró salir del piso antes de que le viera la patrona. En lugar de lanzarse escalera abajo, se precipitó hacia arriba subiendo los escalones de dos en dos. Apenas había llegado al piso superior cuando oyó que la patrona salía en tromba al rellano, persiguiéndole.
—¡Tú fuiste, eh, hijo de mala madre! —chillaba—. ¿Quién, Jackson o Claude? ¡Me has espachurrao la cocina!
Jackson salió a la azotea, corrió hasta la azotea de la casa vecina, pasó junto a un palomar y tropezó al fin con la puerta de la escalera que estaba abierta. Bajó rebotando como una pelota, pero al llegar al portal frenó en seco para explorar.
También la patrona estaba en plan ojeo desde el portal de la otra casa. Jackson retiró la cabeza antes de que le viera, y observó la acera de través.
Entonces vio que el Cadillac del señor Clay doblaba la esquina y venía a aparcar allí delante. Conducía Smitty, el otro chófer. El señor Clay salió del coche y se metió en la casa.
Jackson adivinó que iban a por él. Dio media vuelta, corriendo, cruzó el vestíbulo y salió por la puerta trasera. Se encontró en un pequeño patio asfaltado, lleno de cubos de basura y desperdicios, cerrado por una alta tapia de piedra. Arrimó a la tapia un cubo de basura medio lleno y se encaramó, perdiendo entonces un botón del gabán. Fue a caer en el patio trasero del edificio que daba a la Calle 142. Cruzó corriendo el vestíbulo y se encaminó a la Séptima Avenida.
Un taxi libre venía en su dirección. Lo paró. Tendría que descambiar un billete de diez dólares, y eso le costaría cien dólares menos, pero de momento no tenía otra salida. Iba de culo.
Conducía un negro. Jackson le dio la dirección de la hermana de Imabelle en el Bronx. El negro pegó un viraje brusco en mitad de la calle helada, estilo patinaje artístico, y arreó zumbando como un espiritado.
—Llevo prisa —dijo Jackson.
—Bueno, pues estoy yendo de prisa, ¿no? —exclamó el negro por encima del hombro.
—Pero no llevo prisa para ir al cielo.
—Nadie dice que vayamos al cielo.
—Me lo temía.
El negro no le hizo ningún caso a Jackson. La velocidad le llenaba de poder y le hacía sentirse tan fuerte como Joe Louis. Extendía sus largos brazos alrededor del volante y su pie enorme aplastaba el acelerador, soñando con que así podría conducir aquel cabrón de taxi De Soto hasta arrancarlo de la puta tierra.
Margie vivía al lado de Franklin Avenue. El viaje normal tardaba una media hora, pero el negro lo hizo en dieciocho minutos, y Jackson con el culo encogido todo el viaje.
El marido de Margie aún no había vuelto del trabajo. Ella se parecía a Imabelle, sólo que más tranquila. Se estaba alisando el pelo cuando llegó Jackson y sus ojos amarillos le miraron con rencor por haberla interrumpido. El apartamento olía a lechón asado.
—¿Está aquí Imabelle? —preguntó Jackson, secándose el sudor del rostro y de la cabeza y ajustándose los pantalones.
—No, no está. ¿Por qué no telefoneabas?
—No sabía que os hubieran puesto el teléfono. ¿Cuándo os lo han puesto?
—Ayer.
—Desde ayer que no te veo.
—No, ¿verdad que no?
Margie regresó a la cocina donde tenía la plancha para el pelo sobre el fuego. Jackson la siguió, sin quitarse el gabán.
—¿Sabes dónde puede estar?
—Dónde puede estar ¿quién?
—Imabelle.
—Oh, ¿ella? ¿Cómo quieres que lo sepa si tú no lo sabes? Eres tú el que cuida de ella, ¿no?
—Bueno, ¿sabes al menos dónde puedo encontrar a Jodie?
—¿Jodie? Jodie ¿qué?
—No sé su apellido. Es el tipo que os habló a ti y a Imabelle del fulano que convierte el dinero.
—¿Y para qué convierte el dinero?
Jackson comenzó a mosquearse.
—Para gastarlo, para qué quieres que lo convierta. Convierte billetes de dólar en billetes de diez dólares y billetes de diez dólares en billetes de cien dólares.
Margie se dio vuelta y miró fijamente a Jackson.
—¿Oye, tú has bebido? Si vas trompa, espero que salgas de aquí ahora mismo y que no vuelvas hasta que se te haya pasado la mona.
—No he bebido. Tú sí que pareces bebida. Imabelle conoció al fulano precisamente aquí en tu casa.
—¿En mi casa? ¿Un tipo que convierte los billetes de diez dólares en billetes de cien? Si no estás trompa, es que estás chalao. Si yo atrapara a un fulano como ese, aún lo tendría aquí, encadenado al suelo, obligándole a trabajar como un burro cada día.
—Oye, que no estoy para bromas.
—¿Te crees que bromeo?
—Me refería al otro, a Jodie. Es el que conoce al tipo que convierte el dinero.
Margie cogió la plancha y comenzó a pasársela por su pelo rojizo y encrespado. Surgió una humareda de los rizos chamuscados y se oyó un crepitar semejante al de las chuletas al freírse.
—¡Animal, has conseguido que me quemara el pelo por tu culpa!
—Lo siento, pero te hablo de algo importante.
—¿Quieres decir que mi pelo no es importante?
—No, no quiero decir eso. Sólo quiero encontrarla.
Margie blandió su plancha como una porra.
—Jackson, ¿serías tan amable de largarte de aquí y dejarme sola? Si Ima te ha contado que conoció en mi casa a alguien llamado Jodie, es mentira. Y si esta vez no te das cuenta de que es una guarra embustera, es que estás loco.
—Esas no son maneras de hablar de tu hermana. Y no me hacen ninguna gracia tus consejos.
—¿Y qué? ¿Acaso alguien te pidió que vinieras a fastidiarme? —gritó.
Jackson se puso el sombrero y salió a escape. Empezaba a sentirse acorralado y asustado. Tenía que lograr que le creciera el dinero antes de mañana o, de lo contrario, acabaría en la cárcel. Y ya no sabía dónde más buscar a Imabelle. La había conocido en el Baile Anual de las Pompas Fúnebres celebrado en el Salón Savoy el año pasado. Por entonces la chica trabajaba para blancos en los barrios ricos y no tenía novio. Jackson comenzó invitándola a salir, pero como resultaba muy caro, Imabelle decidió irse a vivir con él.
No tenían amigos íntimos. No había sitio donde ella pudiera esconderse. No acostumbraba a ligar con la gente ni le gustaba que supieran mucho de ella. Ni siquiera el propio Jackson sabía gran cosa. Sólo que había venido de algún rincón del sur.
Sin embargo, Jackson se hubiera apostado la vida misma a que ella le era fiel. Sólo que algo había que la asustaba y Jackson no sabía qué. Por eso andaba inquieto. Si le había cogido miedo al inspector, se eclipsaría durante dos o tres días. Claro, Jackson podía telefonear mañana a aquellos blancos para enterarse de si había ido a trabajar. Pero entonces ya sería demasiado tarde. Necesitaba encontrarla ahora mismo y luego localizar a Hank para engordar la pasta, o en menudo lío se metían los dos.
Se detuvo en un drugstore y telefoneó a su patrona. Tomó la precaución no obstante de cubrir el auricular con un pañuelo para disimular su voz.
—Oiga, ¿está aquí Imabelle Jackson?
—Que le conozco, Jackson, que a mí no me engaña —chilló la patrona por el teléfono.
—Señora, nadie piensa en engañarla. Yo sólo le pregunto si está ahí Imabelle Jackson.
—No está, Jackson, y si estuviera a estas horas ya estaría en el trullo, que es donde le van a meter a usté en seguida que le pesque la policía. Espachurrarme mi cocina nueva y ponerme la casa patas arriba y robarle dinero a su patrón que lo guardaba para enterrar a los pobres difuntos, y sabe Dios qué otras cosas más, y encima querer hacerme creer que no es él el que telefonea, como que se afigura que no le voy a conocer la voz con la de veces que le he tenido que oír pidiéndome que esperara que ya me pagaría la semana que viene. Y meterme en casa a esa pájara paliducha y destrozármelo todo, después de lo bien que me he portado con usté.
—Pero si yo no intento cambiar la voz. Lo que pasa es que estoy metido en un pequeño lío y nada más, señora.
—¡Qué me va a contar! Está usté metido en más líos de los que se afigura.
—Ya le pagaré por lo de la cocina.
—Faltaría más que no me pagara, es que lo mandaba a la trena de iso fato.
—No se preocupe, mujer. Mañana lo primero que haré será pagarle.
—Mañana voy a trabajar.
—Le pagaré en seguida que vuelva de trabajar.
—Si es que no le enchironan antes. ¿Qué le robó al señor Clay?
—No le he robado nada a nadie. Lo que quería pedirle si Imabelle vuelve a casa es decirle que se ponga en contacto con Hank y…
—Si esa se persona por aquí esta noche, esa o usté, da igual, y no me traen los ciento cincuenta y siete dólares con noventa y cinco centavos que me costó la cocina, esa no va a tener modo de ponerse en contacto con nadie, como no sea el juez que mañana la va a tener delante.
—Y sé llama usted cristiana —dijo Jackson airado—. Estamos aquí en un lío y…
—¡Pero si no hay peor cristiano que usté! —gritó la patrona—. ¡Robando y mintiendo! ¡Viviendo en pecado! ¡Espachurrándome la cocina! ¡Atracando a los muertos! ¡El Señor no quiere saber nada de usté, se lo digo yo!
Colgó tan bruscamente que el golpe resonó en el oído de Jackson.
Salió de la cabina secándose el sudor de su rostro terso, negro y redondo.
—Mira que llamarse cristiana —murmuró para sus adentros—. Si le crecieran un par de cuernos, sería el mismísimo demonio.
Se paró en la esquina con la cabeza descubierta, a ver si se le refrescaban las ideas. Ya no le quedaba nada más que rezar. Llamó a un taxi y se hizo llevar al domicilio del pastor que vivía en la Calle 139 de Sugar Hill.
El reverendo Gaines era un negro corpulento de voz potente y sentimientos religiosos muy intensos. Creía en el infierno como un brasero incandescente y no sentía simpatía alguna por los pecadores que se resistían cuando él intentaba convertirlos. Si se negaban a corregirse, a aceptar al Señor, a acogerse al seno de la iglesia y a vivir rectamente, pues allá ellos, arderían en el infierno. No había alternativa. Un hombre no podía ser cristiano en domingo y pecador los restantes días de la semana. Hombre así debía de creer que Dios era tonto.
Estaba escribiendo su sermón cuando apareció Jackson. Se levantó no obstante por tratarse de un buen feligrés.
—Bien venido, hermano Jackson. ¿Qué te trae por la casa del ministro del Señor?
—Tengo problemas, reverendo.
El reverendo Gaines se alisó las solapas de seda de su batín de franela azul. El diamante que lucía su dedo medio centelleó con la luz.
—¿Una mujer? —preguntó suavemente.
—No, señor. Mi mujer me es fiel. Pensamos casarnos en seguida que le den el divorcio.
—No esperéis demasiado, hermano. El adulterio es un pecado mortal.
—No podemos hacer nada mientras no encuentre a su marido.
—¿Dinero?
—Sí señor.
—¿Has robado algún dinero, hermano Jackson?
—No exactamente. Sólo necesitaba una pequeña cantidad para un apuro. Lo malo es que va a parecer que la he robado.
—Ah, ya, comprendo —dijo el reverendo Gaines—. Debemos rezar, Jackson.
—Sí, señor. Para eso he venido.
Se arrodillaron juntos sobre la alfombra. El reverendo Gaines comenzó la plegaria:
—Señor, ayuda a este hermano a vencer sus dificultades.
—Amén —dijo Jackson.
—Ayúdale a que consiga, por medios honestos, el dinero que necesita.
—Amén.
—Ayuda a que su mujer encuentre a su marido para que pueda obtener el divorcio y vivir rectamente.
—Amén.
—Bendice a todos los pobres pecadores de Harlem que se enfrentan a tantas dificultades por culpa del dinero y las mujeres.
—Amén.
El ama de llaves del reverendo Gaines llamó a la puerta y asomó su cabeza.
—La cena está lista, reverendo —dijo—. La señora Gaines ya está en la mesa.
—Amén —dijo el reverendo Gaines.
Jackson no pudo hacer más que repetir amén como un eco.
—El Señor ayuda a quienes se ayudan a sí mismos, hermano Jackson —dijo el reverendo Gaines, con prisa por ir a cenar.
Jackson se sentía mucho más animado. Le había desaparecido el pánico y comenzaba a pensar con la cabeza en lugar de con los pies. Lo esencial era tener al Señor a su lado. ¡Cómo había podido pensar que el Señor le había abandonado!
Cogió un taxi en la Séptima Avenida, bajó por la Calle 125 y se detuvo ante La Última Palabra, tienda de discos con salón limpiabotas en la esquina de la Octava Avenida.
Invirtió noventa dólares en el juego de los números, apostando cinco dólares a cada envite. Apostó por camino de la fortuna, chica con suerte, días felices, amor verdadero, saldrá el sol, plata, oro, diamantes, dólares y whisky. Luego, para sentirse seguro, también apostó por cárcel, camino de muerte, chica perdida, mujer falsa, montón de piedras, días de luto y conflicto. No quería correr ningún riesgo.
Mientras colocaba sus apuestas detrás de los retratos ampliados de Bach y Beethoven, la chica encargada de las ventas ponía a petición discos de rock and roll y los rascas marcaban el ritmo con sus cepillos. Los pies de Jackson recogían esa cadencia, con pasos hábiles, como si ignoraran toda la turbación que sufría la cabeza.
De repente Jackson empezó a sentirse feliz. Renunció a la esperanza de encontrar a Hank. Dejó de preocuparse por Imabelle. Se sentía capaz de sacar cuatro cuatros seguidos.
—Sabes, chico —le dijo a un rasca—, la estoy gozando.
—Gozarla es aviso de muerte —contestó el limpiabotas.
Jackson depositó su fe en el Señor y se dirigió a un garito de juego situado en un piso de la calle 126 que hacía esquina.