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Hank contó el fajo de dinero. Había la tira…, ciento cincuenta billetes de diez dólares, nuevos de trinca. Sus ojos amarillos escrutaron fríamente a Jackson.

—Conque me das quince papiros… ¿Vale?

Le gustaba hacer bien las cosas. Estaban allí estrictamente de negocios.

Era un tipo bajito y atildado de tez sucia y morena, pelo escaso y aplastado. Parecía muy metido en los negocios.

—Vale —dijo Jackson—, mil quinientos del ala.

Jackson también estaba allí estrictamente de negocios.

Jackson era un negro gordito y rechoncho, de encías violetas y dientes blancos como perlas hechos para reír, pero Jackson no reía. Aquello era demasiado serio para que Jackson se riera. Jackson sólo tenía veintiocho años pero la gravedad del negocio parecía cargarle con diez más.

—Y tú, en cambio, quieres que te suministre ciento cincuenta papiros… ¿Vale, tío? —insistió Hank.

—Vale —suspiró Jackson—. Quince mil del ala.

Intentaba mostrarse alegre pero estaba asustado. Le corría el sudor por sus cabellos cortos y ensortijados. Su rostro negro y redondo relucía como una bola de billar.

—Y me aforas el diez por ciento de comisión, quince papiros… ¿Vale?

—Vale. Te pago mil quinientos del ala por la faena.

—Y al menda le aforas el cinco por ciento por el servicio —dijo Jodie—. O séase setecientos cincuenta. ¿Ya?

Jodie tenía pinta de obrero, de mediana estatura, tez terrosa, piel curtida, mucho músculo, vestido con chaqueta de cuero y pantalón del ejército. Le crecía una pelambre larga y tupida, alisada y cobriza por arriba pero negra y greñuda en la raíz. Desde Nochevieja que no le echaba un corte y estaban ya a mediados de febrero. Un simple vistazo bastaba para advertir que el chorbo ese no era más que un basto.

—Ya —suspiró Jackson—. Te quedas con setecientos cincuenta de comisión.

Pues era Jodie el que se las había apañado para que Hank le fabricara tanta tela.

—Y yo me quedo con el resto —dijo Imabelle.

Los demás se echaron a reír.

Imabelle era la mujer de Jackson. Era un guayabo de labios carnosos, cuerpo ardiente y piel canela, con unos ojazos picaros y un meneo de cintura generoso que le delataban el natural caliente. Jackson andaba más chalao por ella que un alce empalmao.

Se hallaban todos en torno a la mesa de la cocina. Por la ventana se veía la Calle 142. La nieve caía sobre los helados montones de basura que se extendían como centinelas a lo largo de las aceras hasta perderse de vista.

Jackson e Imabelle vivían en un cuartucho al final del pasillo. La patrona se había marchado a su trabajo y tampoco estaban los otros realquilados. Tenían todo el piso para ellos.

De modo que Hank se disponía a transformar los ciento cincuenta billetes de diez dólares que le había dado Jackson en ciento cincuenta billetes de cien dólares.

Jackson observaba atento cómo Hank enrollaba cuidadosamente cada billete dentro de una hoja de papel químico, cómo luego introducía el rollo en un tubo de cartón similar a un petardo y cómo al fin apilaba los tubos en el interior del horno de la cocina de gas, recién adquirida.

Los ojos de Jackson se hinchaban de desconfianza.

—¿Seguro que usas papel del bueno?

—No lo he de saber, si lo fabrico yo —dijo Hank.

Hank era el único tío en el mundo que poseía la fórmula de tratar químicamente el papel de modo que aumentara el valor del dinero. Se la había inventado sin ayuda de nadie.

Aun así, Jackson no quitaba ojo al menor gesto de Hank. Hasta le estudió la nuca cuando Hank se dio vuelta para meter el dinero en el horno.

—No te amargues, cheli —dijo Imabelle, pasándole un brazo liso y canelo alrededor de los hombros enlutados—. Ya sabes que no puede fallar. Se lo has visto hacer antes.

Hombre, claro que Jackson se lo había visto hacer antes. Anteayer mismo Hank le había ofrecido una demostración. Cosa fina. Había convertido uno de diez en uno de cien ante los mismos ojos de Jackson. Jackson había llevado el papiro al banco. Le había explicado al cajero que lo había ganado a los dados y le había preguntado si era bueno. El cajero había dicho que era tan bueno como si lo acabaran de hacer. Luego Hank cambió el de cien y le devolvió sus diez a Jackson. Jackson sabía que Hank podía hacerlo.

Pero esta vez se la jugaba en serio.

Allí estaba toda la pasta que Jackson tenía en el mundo. Todo el dinero ahorrado después de currar cinco años para H. Exodus Clay, en la funeraria. Y le había costado lo suyo. Conducía la camioneta en los funerales, cargaba con el ataúd del muerto dentro del coche fúnebre, limpiaba la capilla, lavaba los cadáveres y barría el cuarto de embalsamar, acarreaba cubos de sangre coagulada, residuos de carne y tripas putrefactas.

Todo el dinero que pudo arrancarle al señor Clay como anticipo de su sueldo. Todo el dinero que pudo sacar de sus amigos. Había pignorado sus mejores ropas, su reloj de oro, su alfiler de corbata imitando un diamante y la sortija de oro que había encontrado en el bolsillo de un difunto. Conque no quería que sucediera nada malo.

—No me amargo —dijo Jackson—. Estoy un poco nervioso y basta. No me haría ninguna gracia que nos pescaran.

—¿Cómo quieres que nos pesquen, cheli? Nadie se imagina lo que estamos haciendo aquí.

Hank cerró la tapa del horno y encendió el gas.

—Ahora, Jackson, te voy a forrar.

—Demos gracias al Señor. Amén —dijo Jackson, santiguándose.

No era católico. Era anabaptista, feligrés de la primera iglesia anabaptista de Harlem. Sin embargo era un chico muy religioso. Siempre que tenía algún problema, se santiguaba para que las cosas le fueran bien.

—Siéntate, cheli —dijo Imabelle—. Te están temblando las rodillas.

Jackson se sentó a la mesa y clavó la vista en el horno. Imabelle se quedó de pie a su lado, le asió la cabeza y la apretó contra su pecho. Hank consultó su reloj. Jodie permanecía a un lado, con la boca abierta de par en par.

—¿Todavía no? —preguntó Jackson.

—Falta un minuto apenas —dijo Hank.

Fue al grifo a servirse un vaso de agua.

—¿No ha pasado ya el minuto? —preguntó Jackson.

En el mismo instante, el horno explotó con tanta fuerza que la puerta se desvencijó.

—¡Mecagüendiez! —gritó Jackson, saltando de su silla como si le ardieran los pantalones.

—¡Cuidado, cheli! —exclamó Imabelle y se agarró a Jackson con tanta fuerza que lo arrastró hasta hacerle caer.

—¡Quietos en nombre de la ley! —exclamó una voz desconocida.

Un negro alto y delgado con la mala leche típica de la bofia irrumpió en la cocina. Llevaba una pistola en su mano derecha y una chapa dorada en la izquierda.

—Policía. Al primero que se mueva, me lo cepillo.

Parecía hablar en serio.

La cocina se había llenado de humo y apestaba a pólvora. El gas se escapaba del horno. Los chamuscados tubos de cartón, tras cocerse en el horno, se esparcían ahora por el suelo.

—¡La pasma! —exclamó Imabelle.

—¡Ya lo he oído! —chilló Jackson.

—¡Ahuecando! —vociferó Jodie.

De un empujón, mandó al inspector contra la mesa y se precipitó hacia la puerta. Hank sin embargo se le había anticipado y Jodie al chocar con él salió dando tumbos. El inspector cayó sobre la mesa.

—¡Corre, cheli! —dijo Imabelle.

—No me esperes —contestó Jackson.

Estaba a gatas, intentando ponerse en pie. Pero Imabelle con las prisas tropezó en él y lo tumbó de nuevo mientras se precipitaba hacia la puerta.

Antes de que el inspector pudiera enderezarse, tres de los presentes se habían largado ya.

—¡Tú no te muevas! —le gritó a Jackson.

—Si no me muevo, inspector.

Cuando el inspector notó que al fin pisaba firme, tiró de Jackson, lo puso en pie y le pasó las esposas por las muñecas.

—¡Te quieres quedar conmigo, eh macho! ¡Te van a caer diez brejes (años de cárcel) por esto!

El rostro de Jackson adquirió una tonalidad gris de acorazado.

—Yo no he hecho nada, inspector. Juro a Dios.

Jackson de niño en el sur había ido a un colegio de negros, pero cada vez que se excitaba o asustaba, se ponía a hablar en su dialecto nativo.

—Asiéntate y achanta —ordenó el inspector.

Cortó el gas y empezó a recoger los tubos de cartón para usarlos como pruebas. Abrió uno, sacó un billete nuevo de cien dólares y lo examinó al trasluz.

—Afanao de uno de diez. Aún se junan (ven) las marcas.

Jackson, que ya se sentaba, frenó en seco y comenzó a justificarse.

—Yo no he sido el que lo ha hecho, inspector. Se lo juro por Dios. Fueron los dos que escaparon. Yo lo único que hice fue entrar en la cocina a beber un vaso efe agua.

—Nasti Jackson, no me líes que te enchirono. Os he pillado fragantes, macho. Los tres os dedicáis a la pasta chunga, que os tengo marcaos desde hace días.

Las lágrimas saltaron a los ojos de Jackson, de tanta jinda (miedo) que sentía.

—Oiga, inspector, se lo juro por Dios que yo no tengo nada que ver con todo esto. Si ni siquiera sé cómo se hace. El canijo que se llama Hank, el que se ha largado, ese sí que falsifica. Es el único que entiende con el papel.

—No me llores por esos, Jackson. También los atorigaré (detendré). Pero a ti te atorigué ya, y te voy a llevar al gobi (cárcel). Conque te aviso, todo lo que me puches puede servir de marrón contra ti en el juicio.

Jackson resbaló de la silla y cayó de rodillas.

—Olvídese de mí esta vez, inspector —dijo mientras las lágrimas le inundaban el rostro—. Sólo esta vez, inspector. En toda mi vida que nunca me han detenido. Que voy a misa y soy una persona honrada. Confieso que le pasé dinero a Hank para que me creciera el pecunio, pero el que infringió la ley fue él, no yo. Cualquiera hubiese hecho lo mismo en mi lugar con la perspectiva de sacar una buena tajada.

—Anda ya, Jackson, levántate y traga el castigo como los machos —dijo el inspector—. Eres culpable igual que los demás. Si no hubieras aflojado esos papiros de a diez, Hank no les hubiera echado la permuta de a cien.

Jackson ya se veía colocao diez años. Diez años lejos de Imabelle. Jackson sólo llevaba once meses con Imabelle, pero se le antojaba insufrible que le faltara. Tenía el propósito de casarse con ella tan pronto se divorciara de ese marido que aún le quedaba en el sur. Si le metían en el trullo diez años, afigurarse la chica qué poco tardaba en ligar otra vez y olvidarse de él. Saldría del trullo hecho un pureta (viejo), con treinta y ocho tacos a cuestas, reseco. Nadie querría darle trabajo. No habría chorba que le hiciera caso. Acabaría de pordiosero, famélico y chupao, arrastrándose por las calles de Harlem, durmiendo en los portales, tomando priva barata para calentarse el ánimo. Mamá Jackson no había criado a su hijo para eso, no se había sacrificado mandándole a un colegio de negros para verle convertido en pringao. Tenía que impedir que el inspector le enchironara.

Se aferró a las piernas del inspector.

—Apiádese de un pobre pecador, señor. Ya sé que hice mal, pero no soy un criminal. Lo único que pasó fue que me camelaron. Mi mujer quería un abrigo nuevo, estamos buscando piso para nosotros solos, pensábamos quizá comprar un coche. Lo único que pasó es que caí en la tentación. Usted es negro como yo, debe comprenderlo. Los negros somos gente pobre, ¿dónde podemos arramblar un poco de guita?

El inspector tiró de Jackson para arrancarlo de sus pies.

—¡Coño, tío, tranquilo ya! Anda y toma un trago de pañí (agua). ¿Te crees que soy Cristo o qué?

Jackson se fue al grifo y bebió un vaso de agua. Lloraba como un niño.

—Podría tener un poco de piedad —dijo—. Sólo una pizca de piedad humana. He perdido todo mi dinero en este lío. ¿No he recibido ya suficiente castigo? ¿Y encima he de ir a la cárcel?

—Jackson, no eres el primer andoba que enchiquero por tocar teclas. Supónete que suelto a todos los que cojo. ¿Y qué del menda, entonces? Que de currelo, nanay. Gasusa y miseria. Pronto me tiraría al otro lado de la ley y el chorizo sería yo mismo.

Jackson observó la faz dura y oscura del inspector, su mirada sucia y ruin. Comprendió que no había piedad en aquel hombre. Acabó pensando que cuando la gente de color se apunta del lado de la ley, en seguida pierde todo sentido de caridad cristiana.

—Inspector, le pagaré doscientos dólares si me suelta —ofreció.

El inspector escrutó el rostro húmedo de Jackson.

—Jackson, no tendría que hacerlo. Pero me doy cuenta de que eres hombre honrado y que fue sólo una chorba la que te achuchó. Y como eres negro igual que yo, por esta vez te voy a soltar. Me das ese mogollón y quedas libre.

La única manera que tenía Jackson de encontrar doscientos dólares desde este lado de la tumba era soplándoselos a su patrón. El señor Clay siempre guardaba dos o tres mil dólares en su caja fuerte. Nada le resultaba a Jackson más penoso que tener que robarle al señor Clay. Jackson nunca había robado un céntimo en su vida. Era un hombre honrado. Pero no veía otra solución.

—No los tengo aquí. Los tengo en la fúnebre donde trabajo.

—Bueno, pues si no queda más remedio, te llevaré allí en mis ruedas, Jackson. Pero tienes que darme tu palabra de honor de que no intentarás najarte (marcharte).

—Yo no soy un criminal —protestó Jackson—. No intentaré najarme, lo juro por Dios. Sólo entraré un momento, cogeré el dinero y se lo traeré.

El inspector liberó a Jackson de sus esposas y le hizo un gesto para que se adelantara. Bajaron cuatro pisos y salieron por la puerta del edificio, que daba a la Octava Avenida.

El inspector señaló un Ford negro bastante escacharrado.

—Como ves, yo también soy pobre, Jackson.

—Sí, señor, pero usted no es tan pobre como yo porque yo, no es que tenga nada, sino que tengo menos que nada.

—Ya es demasiado tarde para que me des la paliza, Jackson.

Subieron al coche, arrancaron con dirección al sur de la Calle 134, siguieron luego hasta la esquina de Lenox Avenue y al fin aparcaron frente a H. Exodus Clay, Pompas Fúnebres.

Jackson salió y subió en silencio los altos peldaños de piedra hasta llegar a una esterilla roja y usada. Era una casa antigua con puerta de vidrio tras la que colgaba una cortina. Entró y escrutó la penumbra de la capilla donde había tres cuerpos expuestos dentro de ataúdes abiertos.

Smitty, el otro empleado de la funeraria, estaba morreando a una mujer sin hacer ruido encima de una banqueta forrada de terciopelo rojo, similar a las que sostenían los ataúdes. Ni se enteró de la entrada de Jackson.

Jackson se alejó de puntillas, con sigilo, y cruzando el vestíbulo se dirigió al camarín de las escobas. Cogió una escoba y un trapo para el polvo y regresó otra vez de puntillas al despacho que daba a la fachada.

A esa hora de la tarde, cuando no se celebraban funerales, el señor Clay hacía una siesta en el sofá de su despacho. Marcus, el embalsamador, quedaba de guardia. Sin embargo, Marcus solía escabullirse y echar una visita al Small’s bar, en el cruce de la Calle 135 y la Séptima Avenida.

Jackson abrió sigilosamente la puerta del despacho del señor Clay, lo cruzó de puntillas, apoyó la escoba en la pared y comenzó a quitar el polvo del pequeño cofre negro que destacaba en un rincón al lado de un anticuado pupitre de persiana. La puerta del cofre no estaba cerrada con llave.

El señor Clay se hallaba tumbado en el sofá, de cara a la pared. Parecía escapado de algún museo, en esa penumbra interrumpida sólo por una lámpara de pie que se mantenía siempre encendida junto a la ventana de la fachada.

Era un hombre menudo y anciano, con la piel apergaminada, ojos de un marrón desteñido y larga cabellera gris enmarañada. Vestía de ordinario traje de ceremonia, con chaleco cruzado gris paloma, pantalón a rayas, cuello de pajarita, corbata de seda negra que lucía una perla gris, y unos quevedos atados por un largo cordón negro prendido al chaleco.

—¿Eres tú, Marcus? —preguntó de repente sin volverse.

Jackson se estremeció.

—No, señor, soy yo, Jackson.

—¿Y qué estás haciendo aquí, Jackson?

—Pues nada, quitando el polvo un poquillo —dijo Jackson mientras abría despacio la puerta del cofre.

—Creí que esta tarde te tocaba fiesta.

—Sí, señor. Pero me acordé de que la familia Williams va a venir esta noche a ver los restos del señor Williams y me dije digo al señor Clay no le gustará que haya desorden cuando llegue esa gente.

—No te canses, Jackson —dijo el señor Clay soñoliento—. No tengo intención de subirte el sueldo.

Jackson se obligó a reír.

—Vaya, qué cosas se le ocurren, señor Clay. De todos modos, mi mujer no está en casa. Fue a hacer una visita.

Sin dejar de hablar, Jackson abrió la puertecilla interior de la caja fuerte.

—Ya me figuraba que ese era el problema —murmuró el señor Clay. En el cajón había un montón de billetes de veinte dólares, atados en fajos de cien.

—Ja, ja, qué cosas se le ocurren, señor Clay —dijo Jackson al tiempo que sacaba cinco fajos y se los metía en el bolsillo del pantalón.

Hizo ruido con el mango de la escoba mientras cerraba las dos puertas del cofre.

—Señor, te ruego que me perdones por ser un caso de emergencia —dijo quedamente y luego habló en voz alta—: Ahora me voy a limpiar la escalera.

El señor Clay no contestó.

Jackson se encaminó de puntillas al camarín de las escobas, guardó el trapo y la escoba y siempre de puntillas regresó en silencio a la puerta de entrada. Smitty y la mujer seguían gozando de la vida.

Jackson se deslizó hacia fuera y fue al coche del inspector. Se sacó dos fajos de cien dólares y se los echó al inspector por la ventanilla abierta.

El inspector los recogió de entre sus piernas y los fue contando. Al fin, asintió con un gesto y se metió los papiros en el bolsillo interior de su americana.

—Pa que aprendas, Jackson —dijo—. Los delitos se pagan.