Cavar una tarea eterna de por sí, un espacio donde el tiempo se desplomaba. La tierra sabía para qué estaba haciendo hueco.
Rascar con la pala, reunir el resto de la tierra que había removido, y enseguida el pico otra vez, el golpe contra la roca, suelo impregnado de roca. Suelo no apto para plantar nada.
Una fosa bajo sus pies. El hoyo más hondo de todos, cuando uno cavaba la tumba de su propia madre. Por eso el mundo huía por los cuatro costados. Sin la madre, el recipiente del mundo ya no aguantaba.
Pánico en sus pensamientos, ni un momento de calma. Precipitándose, como la tierra y el aire. Queriendo mirar a su espalda, deseando encontrarla y ver que seguía con vida, y sin embargo incapaz de moverse, esforzándose por pisar terreno seguro.
El pico grande y macizo, el mango como hueso, engrosado, hueco por dentro, difícil de sujetar. El suelo cada vez más viejo, más oscuro. Galen estaba cavando más allá del período de su familia, hacia una época anterior.
Quizá era ese, el significado de la tierra. Lo que la pala retiraba era tiempo. Eones que tardó la roca en formar tierra. El agua y el aire que la erosionaron durante millones o miles de millones de años, y luego el viaje de esa tierra suelta hasta posarse, y la espera, capa sobre capa. La vida de Galen un fugaz destello, nada más. Todo apego era ridículo. Lección a aprender de la tierra. Si lograba seguir concentrado en el tiempo geológico, el tiempo humano no llegaría a afectarle.
La pala dispuesta, siempre. Y la propia tierra. Esperando durante tanto tiempo, y sin embargo no oponía resistencia. Quebranto del orden, desgobierno de granos, pero sin resistencia y por consiguiente sin sufrimiento.
La tierra amontonada a un lado de la tumba, ladera en descenso hasta el borde mismo. Tierra que, una vez removida, abultaba más. Una cordillera oscura. Cavar otra capa, retirar la tierra, y Galen se preguntó si ella estaría oyendo el ruido. No saberlo le hizo sentir incómodo. Seguía mirando de vez en cuando a su espalda, como si esperara encontrársela allí de un momento a otro, caminando hacia él.
Se apresuró tanto como pudo. No quería que la noche le pillara trabajando.
El suelo cada vez más duro y compacto, más rocoso. Una piedra grande enviando un estremecimiento hasta sus manos cuando el pico la hirió, y Galen tuvo que despejar unos centímetros de terreno alrededor, la faz gris de la piedra con una cicatriz blanca, del pico, y ponerse a cuatro patas en la fosa para sacarla, difícil asirla con los guantes puestos, finalmente logró subírsela al regazo. Una piedra pesada, quizá serviría para ubicar la tumba. La dejaría en un extremo, con aquella señal del pico, la señal de Galen, y nadie más lo sabría, pero la piedra haría las veces de lápida.
Se desplazó de rodillas sosteniendo la piedra en el regazo, y una vez en la cabecera de la tumba la izó empujando por debajo. Piedra lisa, cara lisa, piedra vieja de río venida quién sabía cómo.
El hoyo le llegaba por las rodillas, estando de pie. Siguió cavando desde allí. No tiene por qué ser muy honda, pensó, pero luego se imaginó que no era lo bastante honda y que tenía que sacarla a ella, levantarla en vilo de la tumba.
Continuó ahondando con el pico, ahora en un nuevo estrato, y el día era un suplicio pero el suelo estaba más fresco allá abajo, tenía su propia respiración. La tarea de taladrar capas parecida a taladrar la ilusión del yo para luego descubrir que no había núcleo alguno, solo las capas.
Más rocoso ahora, el pico se estremecía y se desviaba. Chispas. Galen convertido en minero.
Pasó al otro extremo, una tierra más blanda y mascada, y se puso a picar allí donde había estado hacía un momento. Iba cambiando de lugar, dos lados de un espejo, hundiéndose lentamente en el subsuelo.
La tierra casi húmeda. Más oscura y consistente, no mojada pero casi. Se había quitado la camisa y ahora estaba cubierto de tierra, vivificado. Levantando sucesivas paladas, tan grande el montón que hubo de utilizar el otro lado de la fosa.
Y así podría haber seguido eternamente, cavando y cavando, porque era mejor eso que enfrentarse al próximo paso, pero al final tuvo que reconocer que ya había cavado bastante. La fosa más honda que su cintura, no hacía falta más. La tarde languideciendo y Galen quería terminar el trabajo antes de que anocheciera.
Salió pues de la tumba, caminó unos pasos hacia el interior del galpón y luego se detuvo. Terreno inestable. Dio unos pasos más hasta una hilera de bastidores y supo que si continuaba andando hasta la pared este, la encontraría. Era donde había visto el talonario, y seguro que sería donde su madre se habría echado. Estaba convencido de ello. Sus ojos completamente adaptados a la penumbra después de todo aquel rato, y eso quería decir que ninguna sombra podría salvarlo.
Tenía que dejar atrás tres hileras de bastidores, y ella podía estar en cualquier parte.
Pasada la primera fila no había más que suelo. Todo apartándose de él a gran velocidad, un vacío sin señales, nada en su mente.
Pasó la siguiente hilera y tampoco vio nada. Temiendo caer redondo. Presa del pánico, una sensación abrumadora, un precipitarse por un embudo hacia el destino, apenas otra hilera de bastidores y ninguna decisión que tomar.
Dejó atrás la última fila. Su madre en el suelo, boca abajo. Una imagen casi apacible, la cabeza apoyada en un brazo, este estirado y la mano relajada. Llevaba puesto un delantal encima de la falda y la blusa. Galen ya no se acordaba. El día en que ella se había metido en el galpón le parecía muy lejano, de una época en que eran personas diferentes, un tiempo irrecuperable. El delantal con un estampado de flores, un delantal de sus primeros recuerdos.
Galen era consciente de que debía sentir algo. Se quedó allí quieto, en una postura incómoda, los brazos colgando a los costados. Notó que se estaba inclinando. Le costaba creer que aquella persona tirada en el suelo fuera su madre. Y él no sabía que estuviera muerta, simplemente no percibía ningún movimiento.
Tenía que llevarla a la tumba. Necesitaba salir cuanto antes del galpón. Pero solo fue capaz de ponerse de rodillas. No se atrevía a acercarse demasiado. No quería levantarla y sentir su cuerpo sobre el hombro o el pecho.
¿Mamá?
No había planeado nada para aquel momento. De algún modo había querido creer que no llegaría nunca.
Se arrimó un poco más a ella, esperando verla moverse. Si se movía, iría corriendo a llamar a una ambulancia. Ella decidía. ¿Mamá?
Le pareció más menuda de lo que la recordaba.
Se sentía mareado incluso a cuatro patas, de modo que se tumbó, un momento apenas, se tumbó de costado mirándola a ella. Respiraba deprisa, pero intentó tranquilizarse. Todo irá bien, se dijo a sí mismo.
Cerró los ojos. Estaba cayendo a través del pecho, vueltas y vueltas de campana, caída interminable hacia un punto lejano. Un tirón cada vez que la cabeza sobrepasaba los pies o estos a aquella. Y a donde caía, él no quería ir. Una gruta oscura, presión en las paredes, sus propias costillas comprimiéndose a medida que crecían. Paredes de sangre y de hueso infladas, su cuerpo hinchándose poco a poco, y él despeñándose por el centro, hombre menguante.
No podía permitirse estar allí tumbado. Si llegaba alguien y le encontraba, con la fosa abierta, tirado junto a su madre muerta…
Abrió los ojos y se incorporó. Meneó la cabeza. Múevete, dijo. Haz algo.
La agarró de los tobillos, intentó no pensar que aquel cuerpo era el de su madre, tiró de él y lo arrastró, la falda empezó a subir dejando al descubierto las bragas, y como aquello era algo que él no deseaba ver, le soltó las piernas, fue al otro extremo, agarró los brazos y se los separó del cuerpo hasta tenerla por las muñecas, unas muñecas finas, el cuerpo de su madre más flácido de lo que debería haber estado, sin rígor mortis, la carne tibia, no fría, y a Galen le entró pánico. Su madre podía estar viva.
Le soltó los brazos y se quedó de pie, jadeando, pendiente de ver si se movía. Pero no. Qué calor hacía en el galpón. Por eso no estaba fría. Y por eso no estaba rígida. La culpa era del calor que hacía dentro.
Supo que debía comprobar si respiraba, pero no quería arrodillarse y acercar la oreja a su boca. Le cogió una vez más las muñecas y arrastró el cuerpo inerte hacia la tumba. Todo lo rápido que le fue posible. Su madre pesaba.
Siguió tirando, la cabeza vuelta hacia el hombro. A ella no quería mirarla. Dejó atrás los bastidores de secado.
Las manos en las muñecas de su madre, y él imaginando un ritmo, intentando concentrarse en el suelo. El peso de aquel cuerpo, como el suyo propio ya adulto, un vientre gordo y distendido arrastrándose por el suelo. Un ser condenado de por vida a caminar hacia atrás, las piernas endebles, la columna vertebral fina, estirada, los pulmones demasiado pequeños. Un ser que nunca podría descansar. Arrastrando una cosa medio muerta por la tierra y tal vez más allá, hacia los surcos y el nogueral, la hierba seca, la roca volcánica. Arrastrando sin tregua aquel peso a medida que la corteza terrestre se abría y se rellenaba y crecía. Igual que en mis sueños, dijo.
Pero siguió tirando, y una vez en la fosa, la arrastró hasta el lado con menos tierra y el cuerpo empezó a inclinarse sobre aquel montículo oscuro y luego rodó y cayó sin querer al hoyo y Galen tuvo que soltarla. Mierda, dijo.
No había pensado en cómo iba a meterla en la tumba, pero no de aquel modo, huida de sus manos y hecha un guiñapo en el fondo, de bruces.
Tenía que ponerla bien, mirando hacia arriba, pero no quería meterse en la tumba con ella.
Solo se le ocurrió la pala. Desde el borde de la fosa, se inclinó para moverle las piernas con la pala, pero no había dónde hacer fuerza. La pala se escurría entre los muslos de su madre.
Necesitaba algo que agarrara bien. Una herramienta de las que utilizaban para recolectar nueces, o la fruta. Salió al sol todavía fuerte de media tarde, y tuvo que protegerse los ojos para buscar algo que fuese largo y tuviera un gancho. Se imaginó una palanca, incluso una cuerda, algo con que asir.
Pero no existía semejante herramienta. Guiñando los ojos, parpadeando, dando tumbos, y no encontraba lo que le hacía falta. Entonces vio una azada, de hoja entera, y al lado otra con cuatro dientes. Como el bieldo, pero doblados en ángulo recto. Con eso sí podría agarrar.
Otra vez en el galpón, la vista adaptada al resplandor de fuera. La tumba estaba oscura, su madre en sombras. Se arrodilló en el montón de tierra y con la azada o rastrillo o lo que fuera —seguramente, un rastrillo— intentó atrapar una rodilla de su madre. Si lo lograba, podría estirarle la pierna.
Pero Galen corría peligro de caer adentro, una pesadilla, su equilibrio era precario, de modo que optó por ponerse a horcajadas, un pie a cada lado de la fosa. Así era mejor. Estaba en una punta, más arriba de donde ella tenía los pies, y estiró la mano con el rastrillo para enderezarle las piernas.
Pescó una rodilla y la movió con cuidado, extrañado otra vez por la ausencia de rígor mortis. Luego enganchó el otro muslo y tiró de él, pero esa pierna estaba atrapada. Su madre hecha un ovillo con el culo para arriba y los brazos debajo del cuerpo, un lío de mil demonios.
Galen tenía los pies hundidos en los montoncitos de tierra suelta, los granos bailando sobre el empeine de sus zapatillas de deporte, y le entró claustrofobia, como si todo se cerniera en torno a él. Se metió en la fosa, puso una rodilla a cada lado de las piernas de su madre, y de pronto pareció que el mundo se derrumbaba a su alrededor, un alud de tierra. Tenía que darse prisa si no quería quedar enterrado con ella.
Pasó las manos bajo el cuerpo de su madre, arañando la tierra fresca, inclinado hacia delante, abrazándola, y tiró a fin de girarla con la mayor suavidad posible.
Ella ahora con las piernas y las caderas mirando hacia arriba, y Galen estrechó el abrazo hasta que pudo depositarla sobre la espalda. Ahora estaba pegado a ella, y apoyó la cara en su pecho. Quería descansar un poco. Mamá, dijo.
La respiración tensa, como a sacudidas, y su pecho se agitó, convulso. Él no quería que su madre se muriera. Era todo lo que tenía en la vida.
Mamá, dijo, y el desconsuelo fue mucho mayor de lo que esperaba. Tuvo que recordarse que ella era solo una ilusión, hecha patente con el solo fin de enseñarle ciertas lecciones. Era su último vínculo. No había ya nada que lo atara a este mundo, y eso estaba bien. Era bueno y era necesario.
Su madre todavía tibia, el pecho caliente. Te quiero, dijo. Gracias por entrar en mi vida. Te presento mis respetos. Madre. Dejó transcurrir una pausa ritual y luego repitió la palabra. Madre.
La estrechó tan fuerte como pudo y por un momento le pareció notar un latido, pero supo que estaba escuchando su propia sangre, su propia respiración.
Mamá, dijo, y se abandonó al llanto, se abandonó a los sollozos y a las lágrimas, no intentó aguantarse más, su cuerpo pegado al de ella, y entonces creyó oír realmente un latido y se incorporó al punto.
Quieto, a la escucha, como si el aire pudiera llevarle de nuevo aquel sonido. Se puso de pie, salió rápidamente de la tumba y cogió la pala y echó una palada de tierra sobre su madre, pero una no era suficiente. Así era demasiado lento.
Galen se abalanzó a cuatro patas sobre la pila de tierra más grande, una cordillera que tenía que mover. Apuntaló los pies en una rueda del tractor para empujar con el pecho y los dos brazos, convertido en arado, llenando la fosa. La cara y el torso de su madre desaparecidos ya bajo la lluvia de tierra, y Galen cambió de lugar, se apuntaló en la otra rueda, desmoronó la siguiente montaña. Era un gigante dando forma al planeta, decidiendo cómo iba a ser el mundo. Los orígenes. Acercándose a los orígenes, otro regalo de la tierra. Un cataclismo planetario, plurisecular, precipitándose sobre el abdomen y las caderas de su madre, sobre sus piernas y sus pies, e incluso cubierta ya del todo, Galen continuó empujando, aspiró aquel buen olor a tierra, notó que la tierra se le endurecía en los ojos y la boca, un sabor a tiempo, a tiempo acumulado y tiempo liberado también, y sintió las manos como garras.