A la mañana siguiente, Galen se plantó frente al candado. Introdujo una palanca pequeña y vio que antes tiraría abajo todo el galpón y haría un agujero en la tierra que rompería aquel candado. Y, por otra parte, un candado no era mala cosa. Eso ahuyentaba a la gente.
El día igual que cualquier otro, idéntico, el aire calentándose poco a poco, las sombras entrelazándose camino del mediodía. El último día de su calvario, pero el mundo externo solo mostraba indiferencia. Galen terminaría antes de que se hiciera de noche otra vez, aunque al mundo le importara un bledo.
Rodeó el galpón hasta el cobertizo. Tal vez podría acceder por allí. Si abría un boquete en la pared interior, luego podía cerrar el cobertizo y desde fuera no se notaría nada.
Apartó las últimas herramientas, cogió un hacha y descargó un golpe contra la pared, un hachazo oblicuo en la parte alta de uno de los tablones. La hoja se hundió y quedó trabada. Galen tiró del mango del hacha y consiguió moverla un poco, como si serrara, pero seguía allí metida, y estaba demasiado alta como para poder arrancarla tirando sin más. Me cago en Dios, dijo.
Buscó otra hacha entre aquel montón de herramientas tiradas por el suelo, y no había otra. En la cabaña sí tenían varias, pero aquí solo había una.
Y entonces vio el pico. Un pico de minero, un vestigio de cuando la fiebre del oro.
Galen se situó frente a la pared con las piernas bien separadas, la mano derecha mango abajo para contrarrestar el extremo pesado de la herramienta, y descargó un golpe con todas sus fuerzas. ¡Aah!, gritó, y la afilada punta del pico atravesó limpiamente la pared, hundiéndose hasta el mango, de forma que Galen se lastimó los nudillos de ambas manos con la madera.
Un aullido de dolor, la mano izquierda como en llamas. Se tambaleó entre los surcos agitando la mano vendada, sorbiendo aire a bocanadas, una nueva danza en el nogueral, convertido en marioneta. Galen era un desastre.
Los árboles no hicieron el menor comentario. Aburridos al sol, encogiéndose y endureciéndose.
Galen continuó bailando hasta que el dolor mitigó lo suficiente como para permitirle recuperar el resuello y serenarse, y luego volvió al cobertizo. En la pared, dos largos mangos de herramienta, el del hacha mirando al techo y el del pico mirando al suelo.
Pues qué bien, dijo. El otro extremo del pico era una hoja de unos siete centímetros de ancho. Es decir que lo había hecho al revés.
Contempló las otras herramientas, palas y rastrillos. Varias sierras de tipos y tamaños diferentes, unas cortas y gruesas para podar, otras de filo más grande para leña. Todas inservibles porque los resquicios entre tablón y tablón no eran lo bastante grandes como para meter una sierra de lado.
Pero había un mazo. Una especie de puño grande, de metal, al extremo de un palo. Eso le pareció bien. Perfecto para como se sentía en ese momento. Tiraría abajo aquel trozo de pared y luego quizá continuaría con el resto.
Tuvo que obligar a su mano izquierda a empuñar el mango, porque se resistía, y luego levantó aquella cosa y la estampó con fuerza de vikingo perturbado contra la pared, oyó crujir la madera y el hacha se desprendió, la hoja derecha hacia él, y Galen tuvo que dar un salto para apartarse de su camino. Descargó un nuevo mazazo y consiguió atravesar una de las tablas, el viejo cobertizo temblando ahora, y el mazo se quedó trabado y tuvo que acercarse y tirar con fuerza para sacarlo.
Galen jadeaba. El mazo pesado, el aire más caliente cada vez. Tablón astillado, y pasó al siguiente, sintió el arco descrito por el hierro a través del aire, sintió su fuerza imparable cuando se incrustó en la madera. El empuje. Un mazo como aquel era una señal. Era destino y fatalidad. Era como el ímpetu de la vida humana, ni más ni menos. Imposible frenar un mazo una vez que estaba en movimiento. Solo podías sujetarlo y sentir el impacto.
La parte alta de dos tablas, rota. Empezó a golpear la base. Un mazo de cróquet. En el jardín de atrás, siendo niño, jugaban los domingos por la tarde, bolas y estacas de llamativos colores rojo y azul. Sus abuelos sentados a la mesa blanca de hierro al pie de la higuera. Tanto tiempo sin acordarse. Su madre con sombrero de paja anudado bajo la barbilla. Extraño sombrero, de otra época, como si la infancia de Galen hubiera transcurrido cincuenta años atrás, o quizá un siglo.
Pero la memoria no hacía más que distraerle. Tenía que borrar su mente de recuerdos y concentrarse en la lucha del metal contra la madera. Madera aplastada, el tablón vibrando todo él, sujeto tan solo en su parte central, donde estaba clavado a un travesaño. Galen pasó al de al lado, golpeó una y otra vez hasta que quedaron ambos temblando, el pico pendiendo todavía de uno de ellos.
Lo malo de la memoria era que nos decía lo que queríamos oír. No tenía criterio propio.
Galen dejó caer el mazo, un ruido sordo contra el suelo y un levantarse polvo en la quietud del aire. Por qué no hacía viento ese verano, era algo que él ignoraba. Otros veranos sí que soplaba viento, ahora en cambio se veían obligados a respirar el mismo aire todo el rato, una pérdida gradual de oxígeno y de pensamiento. Un verano para no hacer otra cosa que volverse loco.
Necesito una sierra, dijo. Podía serrar el travesaño a través de los pequeños resquicios y así desprender los dos tablones. Pero ya echaba de menos el mazo, la sensación de poder, y lo empuñó de nuevo pese a que era imposible partir la viga de detrás de los tablones.
Galen descargó otro golpe, pero el impacto le retumbó en las manos, demasiado contundente, implacable. Soltó el mazo y tuvo que respirar deprisa hasta que el dolor agudo en la mano mala se redujo otra vez a un mero palpitar. Polvo en los orificios de la nariz.
Salió del cobertizo y se quedó mirando todas aquellas herramientas esparcidas por el suelo. Como si la tierra ofreciera sus frutos. Las herramientas del color del propio suelo, gastada madera marrón y hierro descolorido.
Eligió una sierra de podar, con los dientes mellados. El mango corto y grueso, como una pistola antigua. Galen convertido en conquistador, casi cinco siglos atrás. Sabía que era mejor un serrucho normal, de los de cortar leña, pero le gustó el aspecto y el tacto de la sierra de podar. Seguro que se atascaría y se engancharía, pero eso le pareció bien. Galen deseaba que entrar en el galpón fuera difícil.
Deslizó la hoja entre dos tablones y la fue bajando hasta tocar el travesaño, tiró hacia atrás para hacer el primer surco. Luego empujó hacia delante y la sierra se atascó, presa de la madera. Tuvo que levantarla y volver a colocarla. Tiró de nuevo hacia él para hacer un surco más grande, el serrín de un amarillo claro, y empujó de nuevo. Atascada otra vez. Una nueva señal. Como la gravedad, como la falta de progresos. Hacia atrás siempre fácil, hacia delante todo obstáculos.
Sus energías para batallar iban menguando. Galen tiró la sierra y salió al jardín en busca de un serrucho normal con una hoja ancha y dientes pequeños, la sierra con la que debería haber empezado. Y el serrucho funcionó a las mil maravillas. Adelante y atrás, un surco delgado al principio y luego más hondo, el serrín tan fino que Galen lo estaba respirando.
En un visto y no visto acabó con el travesaño. La madera mordió la hoja del serrucho, como una fuerza del galpón que cayera hacia dentro, y tuvo que tirar con fuerza de la herramienta para soltarla.
Siguiente boquete, el otro lado de las dos tablas que colgaban, avanzó rápido, desgajando la madera, y de repente las dos tablas cayeron hacia el interior del galpón y chocaron con el tractor.
Se dio cuenta de lo que acababa de hacer. Había tirado la pared. El galpón ya no era una jaula.
¿Mamá?
Dentro más oscuro, casi todo en sombras, y él mirando ahora a todas partes, muerto de miedo, pero no vio que se moviera nada. Él quería que hubiese algún movimiento. Quería que su madre estuviera viva.
El tractor verde, los bastidores apilados. El suelo de tierra. Pero ningún movimiento, y tampoco otro sonido que el de la sangre en sus oídos. ¿Mamá?
Galen quería que estuviese viva. Eso no se lo esperaba. No lo esperaba en absoluto. Tuvo miedo de entrar.
Se sentía como al borde del mundo, tenía la sensación de que si daba un paso al frente caería al abismo. Se balanceaba, mareado de vértigo, y quiso retroceder, alejarse del boquete, agacharse, pegarse al suelo.
Pero entró finalmente en el galpón y el suelo no desapareció sino que aguantó sus pies. Ahora estaba dentro, con su madre, pero no sabía dónde estaba ella. ¿Mamá?
Tuvo miedo de mirar a su alrededor. Los ojos se dirigían al suelo, siguiendo una pared, buscándola, pero luego subían al techo, demasiado rápido para percibir nada. Galen no quería ver.
El galpón por dentro más grande de lo que él recordaba, y parecía ensancharse, como si las paredes retrocedieran.
Rodeó el tractor por delante, apoyando la mano izquierda en el morro para no caerse. En cualquier momento podía ser succionado por un vacío.
Pánico. Dotado de una presencia física. Galen no quería vivir el momento de encontrarla. Bajaba la vista y la apartaba otra vez, sombras por todas partes, cada una de ellas su madre, fugazmente, y luego nada.
Permaneció cerca del tractor, no quería aventurarse más allá. Los bastidores rotos esperando detrás del tractor, algunos desde hacía varias décadas, siempre en el mismo sitio. Cogió uno, madera cubierta de polvo y vieja red metálica, un rasgón en el centro, lo llevó al espacio despejado frente al tractor. Luego cogió otro y lo llevó al mismo sitio, empezando una nueva pila.
La ruta de la pila vieja a la nueva, el tractor como vínculo entre ambas. Galen se concentró en las telas metálicas, esperaba que la madera estuviese fresca al tacto, pero no era así. El galpón, después de todo, no era un verdadero refugio. El aire tan sofocante como en el exterior. ¿Por qué? El interior estaba a la sombra, sería quizá que el tejado y las paredes se calentaban mucho y dentro era como un horno, el aire encerrado se iba calentando.
Olor a nueces, cáscaras viejas. Ácido y penetrante, un olor verde y negro, y también olor a polvo. El sonido del calentamiento, del tejado al dilatarse.
Galen transportó docenas de bastidores hasta que detrás del tractor no quedó más que tierra, vieja tierra que no había estado al descubierto desde la infancia de su madre. La tierra vieja olía más a piedra, a roca. Galen decidió cavar allí.
Salió por el lado del cobertizo en busca de una pala y la intensa luz le hizo guiñar los ojos. Encontró una con la punta en buen estado y volvió al galpón.
Galen colocó la pala, empujó fuerte con el pie y la pala se hundió con facilidad. Pero luego, al retirarla, había muy poca tierra sobre la hoja. Esto podía llevarle mucho tiempo.
Fue a buscar el pico, lo rescató de la tabla que había quedado apoyada en el tractor. Lo clavó en la tierra por la parte ancha de su extremo, el impacto fue demasiado duro, demasiada resistencia, y decidió probar por el otro lado, una punta larga y curva, la que había reventado la pared, y ahora sí se hundió fácilmente y sin quebranto para sus manos. Levantó el pico por el asa y avanzó a medida que desgarraba el suelo con la punta fina, aflojando la tierra.
La tierra era ineludible. Siempre volvíamos a ella. Galen siguió apuñalando el suelo, dibujando un óvalo de unos dos palmos de ancho por seis de largo. No necesitaba que fuera hondo, porque encima volvería a colocar los bastidores.
Tierra quebrada, trabajo antiguo, hierro contundente. Ya no importaba quién era él, eso había quedado muy atrás. Un cavatumbas. Cavatumbas para madres.
Cada vez que el pico se hundía en la tierra, esta despedía el olor tanto tiempo sepultado, olor a décadas pasadas, al galpón de los primeros tiempos y a su madre jugando de niña. El trabajo del abuelo, y de quienquiera que le precedió.
Galen hizo un óvalo tan bonito como un vitral antiguo. Un óvalo de rupturas. Después dejó el pico y fue a buscar la pala. Hundió la plancha con cuidado, sacó los terrones y granos sueltos y los dejó en un montoncito al lado de la sepultura.
Palada sobre palada. Aquel sonido. El aderezo de su sudor. Todo trabajo físico requería más tiempo del que pensábamos. Un pequeño óvalo, una ventana pequeña, y sin embargo era más de lo que parecía, y la pila creciendo ya bastante más de lo que esperaba, habida cuenta de que era apenas un nivel superficial, un simple comienzo.