Galen trabajó en el surco a oscuras, sin luna. Avanzando a tientas con la pala a lo largo de las paredes. El aire somero, hora de reflujo. El sonido amplificado.
Había cogido la pala de hoja plana e iba hundiendo el extremo cuadrado a lo largo de las tablas en la tierra que había amontonado antes, y luego tiraba hacia él. La tierra pesada, invisible, ruidosa. El roce de la pala al desplazar unos cuantos palmos cada cargamento, extendiendo el suelo. Haciendo un lecho para un huerto nuevo, plantando sus propias pisadas.
A ratos podía creer que su madre no estaba encerrada allí dentro. O que podía desvanecerse por sus propios medios. A ratos podía creer que no había nadie más en el mundo. Y cada vez que tenía esa sensación, intentaba aferrarse a ella porque le gustaba ser el último humano sobre el planeta. Una idea que le resultaba enormemente reconfortante.
A Galen le gustaba el trabajo. Le gustaba apartar la tierra suelta de la pared, despejar y alisar, y deseó poder empezar de nuevo cuando hubiera terminado y encontrar tierra amontonada allí donde había empezado antes. Lo difícil, siempre, era la transición, pasar a la siguiente cosa y adaptarse. Le gustaba la repetición. La religión consistía en eso. Repetir las mismas palabras, o prosternarse una y otra vez, o concentrarse en inspirar y espirar. Lo que nos aterrorizaba era el vacío, no saber qué vendría a continuación o qué debíamos hacer o quiénes debíamos ser. La repetición era un foco, un refugio.
Galen esperó en la oscuridad a que saliera la luna. Hincó la pala en el suelo, la sacó y caminó hacia atrás extendiendo la tierra, pero mientras lo hacía continuaba a la espera. Y cuando por fin salió la luna, pudo ver que su faz era increíblemente grande, alabeada por su excesiva proximidad al planeta. Una lección a aprender: la distorsión por proximidad. La luna no conocería su forma real hasta que flotara por sí misma.
Ingurgitada de luz, gorda en el horizonte, pesada. El hombrecillo genuflexo en oración, ampliado hasta tal punto que Galen pudo ver y sentir incluso el espacio sobre la cabeza del hombre, el vacío entre el hombre y las fauces de la serpiente. Dejó caer la pala, extendió los brazos y contempló la luna, honrando su plenitud a sabiendas de que el satélite se encogía a cada momento, enfriándose camino de su forma más dura, más distante, tornándose blanca como el hueso, perdiendo color. Hermana luna, dijo. Tú y yo, cada cual solo en su camino.
Bajó los brazos y miró el nogueral ahora transformado, los árboles surgidos el segundo día, el día de la luna. Los nogales, responsables. Erguidos todos aquellos años, habían influido de alguna manera en la forma de las cosas. No lo podían negar.
Galen recogió la pala y se puso a trabajar otra vez. Ahora la pared sur, la que daba al nogueral. El galpón perfectamente emplazado, mirando hacia los cuatro puntos cardinales, algo que no podía ser fortuito, pero Galen no sabía qué sentido podía tener. La casa orientada al norte, la higuera y el té de la tarde al norte, y el jardín y el gran roble con su confidente debajo. Todo civilización. Quizá sí que significaba algo. La carretera al oeste. El nogueral esperando al sur y extendiéndose hacia levante, y fue ahí cuando Galen cayó en la cuenta de que nunca había ido hasta el borde oriental, hasta el origen. Parecía significativo, pero podía también no significar nada. Sistemas de pensamiento, las cadenas de la mente. Fácil extraviarse. Tenía que concentrarse en la faena.
Una buena palada de tierra. Con eso sí podía contar. La luz de la luna le permitió ver el abanico de tierra al salir volando de la pala. Galen podía ver una pauta, un dibujo, formas que quizá se podían interpretar.
El trabajo era una buena cosa, tener una distracción era bueno. Terminó aquella pared y pasó a la siguiente, la pared oriental, allí donde no había acabado el surco porque había encontrado tierra dura, sin labrar.
Ella no había intentado cavar un túnel para salir. Un surco inútil, pues, tan inútil como eliminarlo ahora. ¿Qué podía importarle a nadie que hubiese un poco de tierra amontonada junto a la pared de un galpón? Pero lo que él intentaba hacer, eso lo sabía, era matar el tiempo. De modo que hundió la pala al pie de la pared, deslizó la mano buena por el mango de la herramienta y luego sacó la pala despacio y caminó hacia atrás, esparciendo la tierra. Se fijó en los bordes, como una estela en el agua, alisó los costados presionando apenas con la herramienta. No quería ver a su madre, no quería encontrarla. Quería demorarlo todo lo posible.
Pero el surco se acababa. Y poco después ya no tenía surco que borrar y aún era de noche, la luna más alta en el cielo, menuda y distante y alejándose. Bueno, dijo Galen. En el galpón no había más trabajo que hacer, salvo arrancar el candado, y para eso tendría que esperar. Se ocuparía de las cosas amontonadas en el césped.
Su primera idea había sido hacer una fogata, pero temía llamar demasiado la atención. No, sacaría los cajones uno por uno, los llenaría otra vez de cachivaches y volvería a colocarlos en su sitio. Nadie notaría la diferencia.
Y eso hizo. Faena. Salir con un cajón, arrodillarse en la hierba, reunir montoncitos de clips y gomas elásticas y botones viejos, su familia, fragmentos de familia y de tiempo, y tirarlos dentro del cajón. Los objetos ahora reubicados, confusos y trasegados, devueltos a sitios diferentes, un trastorno en la pauta, si es que alguna vez había habido alguna. Trastorno o destino. Nunca estaba claro. Los humanos hacíamos lo que hacíamos, nos entraban dudas, y nada más. Palos de ciego en un vacío.
Las fotos arrugadas no cabían en los cajones. Y, evidentemente, no podía guardarlas otra vez en los álbumes. Galen no sabía qué hacer. Se arrodilló en la hierba y las contempló al claro de luna. Ahora eran suyas, de él, no de su madre, y tenía que conservarlas. Intentó alisarlas, pero cuando el papel fotográfico estaba doblado, estaba doblado. Las crestas de las arrugas, blancas. Schatze una cosa oscura, una especie de bala entre las fotos, un intruso, muerto antes de nacer Galen.
Reunió las fotos, capullos en blanco y negro, fue con ellas en brazos escaleras arriba hasta su cuarto, las tiró dentro del armario y cerró la puerta. Adiós, fotos. Tan sencillo como eso.
Quedaba la habitación de su madre. Ropa por el suelo. Perchas sueltas. Volvió a colgar los vestidos, los abrigos, las blusas, todo muy bien ordenado, de prenda más larga a prenda más corta. Palpó los tejidos, tan frescos y suaves al tacto. Colores vivos. Turquesa y rosa. Convertiría la habitación en una especie de museo a la memoria de ella, así que era importante guardar las cosas lo mejor posible.
Un espacio tan reducido podía contener toda una vida. Cuarenta y seis años en una misma habitación. Una habitación sagrada. Galen hizo una pelota con la manta y las sábanas, bajó al jardín y las sacudió para que soltaran toda la tierra. Se sintió como un criminal. Mientras todo el mundo dormía, él se dedicaba a sacudir sábanas a la intemperie, a eliminar todo indicio de lo que había ocurrido. Cierto que no tenía otra alternativa. Todo camino llevaba a alguna parte, y fuera cual fuese el camino no era posible detenerse. Estábamos siempre en marcha.
Galen llevó la manta y las sábanas a la despensa, donde estaba la lavadora. Vio cómo se llenaba de agua, tiró el detergente y cerró la tapa.
Era de noche, pero Galen decidió prepararse una limonada con limones de verdad, como antaño hacía su madre. Caminó hasta el seto, donde había unos limoneros pequeños. Todo parecía enano al lado de la gigantesca higuera, que arrojaba sombras a medida que la luna descendía, sus grandes hojas como huellas de patas en el costado del galpón, una bestia mítica que pasara sin producir sonido alguno.
Galen se sentía acechado, expuesto, vulnerable. Cogió unos cuantos limones y se apresuró a entrar en la casa. Concentrado en la labor, intentó no pensar en nada más. Cortó los limones por la mitad y los fue exprimiendo, cada vez que el vaso estaba lleno lo vaciaba en la jarra. Añadió agua, añadió azúcar, agitó con el mezclador de cristal.
Galen se sentó a la mesa con un vaso de limonada. Cualquier animal que mirara desde fuera podría verle, y él no le oiría acercarse por culpa de la lavadora. Intentó disfrutar de la limonada, pero al poco rato se levantó para apagar la luz. No podía volver a la mesa. Sosteniendo el vaso, retrocedió hasta un rincón oscuro desde donde mirar al exterior. Nadie le atacaría por detrás.
El chug chug de la lavadora un ruido impúdico, ofensivo. Succión y chapoteo. Galen observó desde la oscuridad, a la espera.
La casa inmensamente grande. Ni un sitio donde esconderse. Demasiadas puertas, demasiadas ventanas. Podía haber docenas de alimañas acechando y él no se enteraría. Demasiado arriesgado, incluso, subir al piso de arriba. Galen deseó que se hiciera de día. La oscuridad conectaba todos los espacios, amplificaba el silencio en sus oídos, los latidos de su corazón.
La casa no parecía inanimada. Había jugado un papel en todo lo sucedido. Galen hubiera querido prever los acontecimientos. Quizá si traía a la abuela, la casa se aplacaría. La madera podría ser madera otra vez.
Dejó el vaso en el suelo, sin hacer ruido, y avanzó pegado a la pared en dirección a la escalera. Mientras, la lavadora desbocada, dando brincos, zarandeándose sola, armando demasiado barullo, atrayendo a todo tipo de seres del silencioso entorno.
Galen corrió. Dobló la esquina a todo correr, subió casi volando la escalera y se metió en la habitación de su madre. Cerró la puerta, pasó el pestillo, pero entonces le entró pánico a que pudiera haber alguien dentro, algo. Palpó frenéticamente la pared en busca del interruptor de la luz, no lo encontraba, notó algo detrás y casi se quedó sin respiración. Finalmente dio con el interruptor, lo accionó, se puso en cuclillas. No vio nada.
La habitación iluminada, el colchón al descubierto, la cama sin hacer, y todo bien ordenado en el armario y en los estantes. La habitación como había estado siempre, y Galen se hizo cruces por haberse asustado tanto. El miedo a la oscuridad era lo contrario de la trascendencia, su antítesis. La peor dirección posible. Hombres primitivos muertos de miedo cerca del fuego, lanzando miradas asustadas, escuchando el crepitar de la leña. El miedo a la oscuridad era fe ciega en el mundo, esclavitud absoluta, lo cual quería decir que no había hecho progresos. Las lecciones que había aprendido no formaban un bagaje. En vez de acercarse a una meta, solo aparecía en fugaces destellos, sin el menor control sobre cuándo y dónde volvería a aparecer.
Galen acompasó la respiración y fue a tumbarse en la cama de su madre. Sabía que iba a dejar la luz encendida. Tan indefenso contra sí mismo, tan ingobernable.