Manzanita. Eso fue lo que Galen encontró en aquella jungla. No lo esperaba porque no sabía que podía crecer allí, pensaba que solo crecía en el monte. De pronto la tenía delante, una corteza roja, fina como el papel. Troncos lisos casi iridiscentes, las partes sombreadas volviendo la luz turquesa y un titilar de ojos en la noche. Los troncos henchidos, obscenos miembros colorados, redondos y carnosos, la piel reventada allí donde se desprendía en volutas. Estiró el brazo para arrancar una voluta y dejó un hueco verde lechoso, la carne no era roja.

Tan liviano, aquel rizo. Casi inexistente una vez separado de la planta, de su devenir. Lo dejó caer y no oyó el menor sonido. Las hojas duras y de un verde lustroso, lágrimas firmes de menos de tres centímetros de ancho, aterciopeladas e inverosímiles con aquel calor, estando tan reseco todo lo demás.

La manzanita parecía tener un suministro de agua propio, escondido y secreto. Una docena de troncos, todos ellos curvados hacia fuera formando una suerte de cesta protectora, creando espacio a su alrededor. Galen se imaginó una raíz principal que penetraba en el suelo mucho más que las otras, pero no estaba seguro de que fuera así. Podía ser que la raíz culebreara a escasa distancia de la superficie.

Quería mostrar sus respetos a la manzanita pero no sabía cómo. Tanto tiempo allí, aquella planta, y él sin saberlo. Se puso en cuclillas y se arrimó al arbusto, pero no pudo llegar al centro. Una especie de jaula se lo impedía.

Se apartó de la manzanita a cuatro patas, le gustaba moverse así, le gustaba ver el suelo y que la hierba se elevara por encima de él. Mucho mejor que tener el aire y nada más. Su cuerpo desplazándose como los gatos, su conciencia incrementándose por momentos. Sonido y visión muy próximos, la sensación de estar siendo observado. Quería toparse cara a cara con una serpiente de cascabel, quería sentir un vuelco en el corazón.

Se imaginó a su madre tumbada de costado en el suelo, ahorrando energías. Escondida en las sombras del galpón, junto a los bastidores de secar nueces, buscando el fresco de la tierra. Imaginó que la piel se le volvía delgada como la corteza de manzanita, cada vez más seca.

Vistos de cerca, los cardos una especie de baluarte de capas superpuestas, más anchos en la base. De un verde ceroso y gruesos, con venitas blanquecinas, y más arriba la borla morada de la flor, hecha de seda. Los cardos y la manzanita podían conservar el color mientras otras plantas se secaban y se volvían pardas o amarillas. El cardo vencedor en exuberancia, aquella leche blanca que sacaba quién sabe de dónde.

Galen se arrastró hacia un roble en busca de más sombra, y las espinas escribieron delgados rasguños en su espalda. La hojarasca le cortaba las manos, las rodillas. Hormigas por doquier, rojas y negras, viviendo de hojas secas. Galen se tumbó entre ellas y esperó. Tumbado como lo estaba su madre en el galpón, compartiendo el mismo suelo.

Las verdades son estas, dijo. Mi madre podría estar muerta. O agonizando. Y yo no le echo una mano. Antes no le he llevado agua, y ahora no la ayudo. Heme aquí acostado en hierba seca y rodeado de robles, esperando a que ella se muera. Es lo que realmente estoy haciendo.

Las hormigas pululando por su cuerpo, pequeños visitantes aparentemente desorientados. Ir a la luna y volver no era nada, para una hormiga. Cuando una hormiga llegaba a casa, salía otra vez enseguida. Porque las hormigas no tenían que pensar en sus actos. Ninguna hormiga trataba de comprender a su madre.

Yo no entiendo gran cosa, dijo Galen. Lo intento, sí, pero continúo sin comprender. Tengo unas cuantas ideas. Sé que ella intentaba mandar a su padre a la cárcel. Sé que ella nos confundió, al uno por el otro. Creo que la cosa va por ahí. Y como ella odiaba a su padre, es probable que me haya odiado a mí siempre. Creo que esto ha sido una guerra desde el primer momento, se trataba de ver quién moría antes, si ella o yo.

Pasó la mano por las hojas caídas de roble, por aquellas diminutas espinas. La tierra suelta, debajo, seca. Limpió un trecho con la mano y vio grietas.

Recordó su mueca al final del polvo, pensó en su madre al verle, oyéndole gemir mientras eyaculaba encima de Jennifer. La vergüenza que él había sentido. Ese era el problema con las madres. Siempre estaban mirando, y la persona en la que nos convertíamos no era digna de ser observada. Quizá las madres tenían que morir por fuerza. La idea de que uno quisiera acostarse con su madre y matar a su padre era ridícula. Al padre ni siquiera lográbamos encontrarlo.

Una guerra desde el principio. La madre necesitaba también matar a su hijo. La abuela de Galen nunca sería buena mientras Helen viviera. Nunca podría considerarse buena. Su vida entera tendría que ser constantemente olvidada. Y Helen jamás sería capaz de borrar su infancia hasta que borrara a Jennifer. Jennifer era un inoportuno recordatorio.

Helen peleaba por su hija, intentaba salvar a Jennifer del favoritismo, de las mentiras, del dinero y de todo lo demás, pero nadie había intentado salvar a Helen cuando ella era joven, y la rabia que eso le producía era el motivo de que pudiera estar maltratando a Jennifer. Jennifer había dicho que esa era la forma que tenían de mostrar amor. Helen, pues, una especie de tragedia, estaba destruyendo a su hija al intentar salvarla, todos los pasos que daba los daba a ciegas, todos sus esfuerzos deshacían sus esfuerzos previos. Y la madre de Galen más ciega todavía, reteniendo a un hijo como si fuese un marido solo para castigar a un padre.

Una región que no estaba pensada para vivir. Nadie podía sentirse de un lugar así. Su familia procedía de Alemania y de Islandia y se había instalado en medio de un desierto. Habían levantado el seto, permitido que una promotora construyera aquella cerca tan alta, se separaron del resto de la gente. Encontraron el único país del mundo en el que era posible vivir completamente al margen de los demás. El único país del mundo donde la familia podía reducirse a eso, en completo aislamiento. Su abuelo creó aquella familia a su imagen y semejanza. Fraguada a base de violencia y de ignominia, cosas ambas que habían crecido de forma imparable. Helen tenía una hija y se veía reflejada en esa hija y la castigaba. La madre de Galen tenía un hijo y en ese hijo veía reflejado a su padre y lo castigaba. Las dos hermanas haciendo básicamente lo mismo, sin control de sus actos.

Galen no sabía cómo buscar otro camino. Esperaría a que su madre muriera, pero no tenía ni idea de lo que podía pasar después. Quizá rescataría a su abuela de la residencia y se la traería a casa. Pero, aparte de eso, no veía nada claro.

Algunas hormigas rojas le estaban mordiendo y eso resultaba molesto, de modo que Galen se fue apartando del roble y se puso de pie entre la hierba alta. Un mar pardoamarillento, él sumergido casi hasta los hombros. Surcó aquel mar, a la deriva, y de repente le invadió una gran tristeza. Una tristeza exhausta, pesada. Tallos secos, ni pizca de viento, el sol apretando de firme, y la tristeza colgada de cada una de sus costillas. No era una meditación, solo era un peso. Su familia un peso. Ojalá no hubiera nacido ninguno de ellos. Caminó y se quemó y fue arañado y atravesado por innumerables cosas. Su errancia era lo único que le quedaba, y así fue vagando en círculos hasta que finalmente llegó al límite del jardín y se encontró mirando aquel césped de un verde artificial, aquel oasis.

Tendría que limpiar el jardín, quitar los trastos amontonados. Y limpiar el cuarto de su madre. Y desclavar las tablas alrededor del galpón, y el surco. El candado. Podía presentarse alguien y verlo. Era preciso borrar todas las señales.

Mirándose el cuerpo, los pies y las piernas y el vientre cubiertos de tierra, supo que la limpieza debía empezar por sí mismo. Si alguien le veía con aquella pinta, podía extrañarse.

Entró en la casa, subió a su cuarto y se metió en la ducha. Primero fría, una tiritona, increíble contraste con el horno de fuera. Pero luego el agua se fue calentando y Galen contempló los churretes de fango, cómo se formaban deltas en sus piernas, a modo de venas oscuras, un trenzado de venas externas, la sangre por fuera del cuerpo, sangre proporcionada por el mundo. El barro adherido a él, grandes islotes de un negro húmedo, y entre ellos los ríos ganando terreno a las márgenes, ríos rojizos de la piel quemada de debajo.

Escozor en todo su cuerpo. Lo peor de todo la mano, pero también la piel quemada. Subió la temperatura del agua, quería ver cómo la carne se le ponía al rojo, que los ríos parecieran brasas. El barro recalcitrante, adherido a él como una costra. Barro apenas en los brazos, los hombros y el pecho, donde el agua caía directa de la ducha, pero pegándose aún a sus muslos y casi intacto en las pantorrillas. Ríos rojos, de cauce cada vez más ancho.

Galen no sabía qué significaba todo aquello, pero sí que la tierra era su maestro. A cada momento y de forma inesperada, la tierra le mostraba algo. Mejor que ir a la universidad. Al final quizá no iría nunca, aunque tuviese todo el dinero. Quizá se quedaría en la vieja casa, en el viejo nogueral, y lo aprendería todo.

Pero no era fácil creer en un futuro, o sentir un mínimo interés.

El dolor era tan intenso que se vio obligado a bajar la temperatura del agua. Su cuerpo entero latía con el ardor. Cogió el champú e intentó enjabonarse el pelo con una sola mano, pero lo tenía lleno de tierra. La coronilla rebozada, así que puso la cabeza bajo el chorro y fue pasando la mano buena durante largo rato. Le sentó bien, estar allí de pie con la cabeza inclinada y frotándose con una mano, una imagen de desesperación. Gimiendo un poquito para redondearlo, y eso le sentó bien. Esperando a que su madre se muriera. Qué lejos quedaba la trascendencia. El mayor problema era que no veíamos más allá de nuestras narices. ¿Cómo trascender si a cada momento nos tendían emboscadas?

Grandes churretes de barro en los muslos al frotarse con jabón. El negro aclarándose un poco y desapareciendo después. Piedrecitas en el plato de la ducha, y también fragmentos de hoja y de hierba y de zarza.

Doblándose ahora para las piernas, frotando hasta eliminar el último rastro de tierra, una especie de pérdida. Estar cubierto de tierra le había hecho bien. Ahora estaba desnudo.

Cerró el grifo. La mano tenía mal aspecto. Purulenta y un poco hinchada y roja en los bordes, infectada. Se secó con cuidado y miró si había Neosporin. El medicamento un modo de creer en el futuro. Había un frasco en el armarito. Se untó generosamente la mano y se la vendó con una gasa limpia, luego fue a su cuarto y se puso ropa limpia, camiseta, pantalón corto y calcetines, y sus viejas y sucias Converse de baloncesto.

Entró en el cuarto de su madre. Todo por el suelo. La cama oscura de tierra. Se sintió cansado. No quería ocuparse de aquello. Y el galpón era más importante. Tenía que arrancar las tablas que había clavado formando una especie de cinturón. Eso podía levantar sospechas.

Despiertos solo a medias, dijo Galen. Estamos despiertos a medias, seguimos una rutina. Clavé todos esos clavos y ahora tengo que arrancarlos.

Escaleras abajo hasta la cocina, para beber más agua, una sed insaciable, y comer dos pedazos de pan. Después, más agua.

La tarde languidecía ya. Las horas iban pasando. Lo que él deseaba. Que el día terminara pronto, pero qué despacio pasaba el tiempo.

Sombras descolgándose por la pared oriental, entrando en los surcos. Pegó la oreja a la pared, escuchó, atento a cualquier señal de ella, a su respiración incluso, pero su madre se había esfumado. Galen no sabía cuánto tardaba uno en morir por falta de agua. No quería entrar antes de tiempo y encontrársela viva. Porque si se la encontraba viva, llamaría a una ambulancia. Imposible no hacerlo. De modo que era mejor esperar.

Fue hasta el cobertizo sintiéndose demasiado limpio, demasiado desconectado. Ya no formaba parte del entorno. Buscó un martillo y luego se le ocurrió que sería más rápido con una pata de cabra, una palanca. Su abuelo había dejado tres apoyadas en un rincón. Palancas de metal, viejas, sin pintar, untadas de aceite y de bordes ásperos. Galen cogió la más delgada, la más corta, pero aun así pesaba. Usuarios de herramientas. Era posible hacerse una idea completamente diferente de los humanos. Sin alma, sin trascendencia, sin vidas pasadas, simplemente animales que habían aprendido trucos mejores que los otros. Y todo para nada.

Galen empleó los dos pulgares, agarró la palanca e introdujo la cara delgada entre tabla y pared. Hizo fuerza y logró soltar el extremo, continuó haciendo palanca hasta que la tabla cayó al suelo, desarmada. Pasó a la siguiente, introdujo los hambrientos dientecitos de la palanca.

El sol dándole en el cogote. Su cuerpo otra vez sudado, la camiseta adherida a la piel. Estaba mareado, pero no le importó. Intentó sumirse en su tarea y no pensar nada. El surco que rodeaba el perímetro era un fastidio porque le impedía acercarse a la pared todo lo que él habría querido. Se veía obligado a inclinarse y empezaba a tener calambres en la espalda.

Quitar las maderas fue mucho más fácil que clavarlas. Galen no tardó nada en ponerse a desclavar el segundo lado, la pared de la puerta corredera, él de espaldas a los árboles. Allí estaba todavía el viejo candado. No se le ocurrió qué hacer con él. Aún no había encontrado la llave, y parecía demasiado grande como para romperlo con una palanca.

De momento se concentraría en quitar las tablas. Cada cosa a su tiempo. Iban cayendo a tierra como costras, madera basta, desechada, ahora con los clavos mirando al cielo. Galen pensó en desarmar todo el galpón. Podía quitar madero a madero e irlos llevando todos al nogueral. El galpón dispersado, tablones en cada surco. El tractor y los bastidores para secar las nueces quedarían entonces expuestos al sol y a la luna. Esa idea le gustó. Deshacerlo todo y esperar en el nogueral a que la madera se pudriese y se convirtiera otra vez en tierra, y así nadie podría decir que allí había habido un galpón. Para entonces él ya sería viejo, su proyecto final sería desarmar la casa. Lo haría tabla por tabla, lo mismo que con el galpón, y al final solo quedaría el piano y quizá el fresco suelo de madera, expuesto ahora al sol.

Ojalá pudiera vivir lo suficiente como para ver cómo los tablones se convierten en polvo, pensó. Quedarme en el nogueral mirando cómo se desmorona la cerca, las urbanizaciones, cómo el terreno vuelve a ser un desierto, sin agua, sin señales de civilización, y luego ver llegar las lluvias y crecer las plantas y arreciar el viento y formarse tormentas y ver cómo todo aquello se convertía en una selva de palmas y helechos y enredaderas, el aire saturado de agua. Galen deseaba eso. No quería formar parte de la sociedad humana. Quería subirse al tren geológico. Pero antes tenía que llegar la noche, cosa que se le antojaba tan eterna como la transformación del desierto en selva.

Galen descansó un poco, agarró un tablón con la mano buena y lo arrastró hacia la pila del seto, dejando un rastro fino en la tierra, único indicio que luego haría desaparecer con el rastrillo. La pila reducida a casi nada, apenas unos restos, pero ahora volvería a crecer. Galen se tomó su tiempo para ir a buscar otro madero. Estaba casi convencido de que no aparecería nadie. Dentro de un año Jennifer necesitaría un primer talón para la universidad. Pero hasta entonces, nada, nadie. Quitar aquellas tablas era otra forma de seguir una rutina, una actuación más para un público inexistente.

Cogió otra tabla, la llevó a rastras y se fijó en el sonido hueco que atravesaba la madera. Una cosa tenue añadida al murmullo de arrastrar, algo que se transmitía a lo largo de la tabla, más cosas que oír y que ver. Nunca estábamos suficientemente despiertos. Dejó la madera en el montón y luego se dobló con las manos en las rodillas, desfallecido, un gran vacío en su interior. Necesitaba respirar bien, concentrarse en la respiración. Se incorporó de nuevo y fue a por otra tabla.

Las llevó de una en una hasta el montón, el sol cada vez más bajo. Un desplazamiento muy lento, pero real. Volvió a coger la palanca y empezó a desclavar en la pared oriental, ahora a la sombra. Escondido del sol. Oculto de todo, salvo quizá de su madre. Se preguntó si ella aún podía verle y oírle, en silueta con el cielo detrás, visto por algún resquicio. Más fácil en la pared de poniente, donde dejaría alguna sombra, pero no así en la que ahora se encontraba. Un modo apacible de morirse, no tener agua. Aturdimiento y quietud que irían derivando hacia la nada, una meditación en torno a la luz, el sonido y el aire.