Roca negra. Volcánica. Rocas que habían hervido, salido despedidas por el aire. Ahora rotas, seccionadas, astilladas y cortantes. Como el cristal. Poros y hondonadas. Los nogales naciendo de la roca, raíces que hallaron su camino en calderos y chimeneas, reptando por fisuras. Blanda carne de madera recubierta.
Desde la superficie, imposible saber hasta dónde llegaban. Las raíces y los troncos blancos contra el fondo negro.
Kilómetros entre un árbol y otro, el nogueral mucho más grande. Y Galen llevando un pequeño costal de agua, un costal hecho de carne, y tenía que soltar unas gotas sobre las raíces de cada árbol. Era raro que viera uno solo siquiera. Vagaba sin rumbo, buscando el siguiente árbol, y el terreno crecía a medida que caminaba, crujiendo y estirándose, abriendo grandes simas que se llenaban de colada volcánica y se endurecían, y él seguía adelante.
Los pies destrozados, sin calzar, produciendo chasquidos en la roca. Chasquidos también en cada uno de sus movimientos, en las articulaciones de rodilla, cadera y tobillo, incluso en el mover de sus ojos. El costal revestido de grasa contenía muy poca agua, tenía que llevarlo con mucho cuidado. No se le podía caer. Si se le caía, todo estaría perdido. Por eso vigilaba dónde ponía cada paso y cada chasquido en la roca.
Galen sabía que los años iban pasando, que difícilmente conseguiría llegar a todos los árboles. Quizá ni siquiera al siguiente. Y, según caminaba, el agua iba desapareciendo para convertirse en una mera pátina en las paredes de grasa.
La superficie del planeta se estaba torciendo, pero el otro problema era la colada. La colada era causa de demora, porque Galen no podía evitar contemplarla. De un rojo intenso, la roca transformada, todas las formas redondeadas y con un filete negro, un lento hervor ascendente, y luego un apagarse cuando la roca se enfriaba y perdía color.
Siguió caminando incluso mientras despertaba, se aferró al sueño intentando prolongarlo y comprender. Caminando hacia el siguiente árbol. Un sueño extraño. Intentó no pensar, intentó que su mente despierta no tomara las riendas, intentó regresar a la mente en estado bruto. Galen necesitaba orinar, y la mente trivial se lo recordaba a cada momento.
Está bien, dijo. Se levantó y fue a mear al retrete de su madre y nada le parecía real. Estar en el dormitorio de su madre, cubierto de tierra. Dormir en la cama de su madre. Y ella todavía en el galpón. Nada tenía sentido. Él no quería seguir participando. Lo que quería era dormir otra vez y soñar.
Se acostó de nuevo, negándose a despertar. Se sentía aún agotado, tremendamente cansado, y fue capaz de desconectar hasta que despertó de nuevo, esta vez sin sueños y con la boca seca y el estómago exigiendo comida.
Se levantó, fue a mear otra vez, se agachó para beber del grifo del lavabo, varios tragos seguidos, estaba reseco. Vio el cepillo de dientes de su madre, un objeto morado y blanco, de otra vida, una vida difícil ya de recordar o incluso de creer. Quiénes somos ahora, dijo.
Bajó a la cocina sintiendo las piernas doloridas y rígidas, ruido de articulaciones igual que en el sueño, los huesos patinando entre ellos al moverse. Sus caderas desajustadas para siempre.
Otra vez el problema de qué comer. Recordatorio constante de que la encarnación era una esclavitud. Él solo deseaba no tener que comer más. Arrancarse el estómago y dedicarse a otras cosas. Pero era imposible. El estómago era exigente, desesperado, Galen no tendría paz hasta que le diera lo que pedía.
¿Qué le gustaría tomar a su alteza?, preguntó. La despensa una miscelánea de colores, pero lo más chillón de todo una lata grande de macedonia de frutas. El rojo subido de las cerezas, el amarillo y el blanco y el verde, de las uvas. Todo en un almíbar demasiado dulce.
La lata pesada cuando la sostuvo bajo el abrelatas eléctrico. Bocadillo de macedonia, dijo.
Galen tiró la fruta a una barca de pan y dio un mordisco. El pan gomoso por el jugo de la macedonia. Comió una cereza sola, sabía a colorante. Aparte de las cerezas, todas las demás frutas habían acabado teniendo el mismo sabor. Aquello era «fruta», no melocotón o pera o uva o lo que fuese. Otro tanto pasaba con las personas, yendo siempre al mismo lugar de trabajo, viviendo siempre en la misma casa, las casas del otro lado de la cerca. Pero no en el caso de Galen. Su vida era diferente. Él iba vestido de tierra, ahí estaba la gran diferencia. Dime cómo vistes y te diré quién eres.
Hoy iba a regar árboles. Tendría que cargar con el costal de carne y su pequeño contenido de agua para ir echando unas cuantas gotas en cada árbol por un paisaje de roca negra y colada. Claro que el suelo del nogueral era de tierra, no de roca, y los nogales no estaban separados entre sí por kilómetros ni las distancias se incrementaban. Uno nunca sabía cómo encajaba el sueño en la vigilia.
Galen renunció al pan, atacó directamente la macedonia y masticó muy rápido. Era consciente de que tenía miedo de pensar en su madre. La comida siempre era un sustituto, no la cosa en sí. Se anudó las zapatillas y salió al infierno.
Media tarde. Un horno para cocer ladrillos, aire que quemaba al entrar en los pulmones. Cada día aparentemente más caluroso que el anterior, pero siempre el mismo eterno fuego. El galpón incendiado por el resplandor, espejismos en el nogueral, verdaderas ondas de calor como vidrio fundido a unos palmos del suelo, distorsionando la forma de troncos, hierbas y surcos. Parecía que el nogueral no tuviera más que tres metros de largo, que se pudiera cruzar de un solo salto. O quizá medía kilómetros de longitud. Imposible determinar la distancia.
No quería pasar cerca del galpón. El tosco cinturón de madera, un surco parcial en la pared del nogueral, su madre allí dentro. No era justo que su vida, la de Galen, hubiera desembocado en esto.
Dejó la zona de sombra y fue aplastado por el sol. El chorro de luz a velocidad inverosímil, vibrando al chocar, arrasando con todo. Cualquier refugio era transitorio. Al final, el sol lo abarcaría todo.
Galen casi ciego mientras andaba. El entorno cambiante alrededor de su cuerpo, pero la luz constante. No podía quedarse allí mucho rato.
Todo se encogía en el rielar. El tejado del galpón un par de palmos más bajo, las tablas como un centímetro más delgadas. La higuera más achaparrada, no tan alta como siempre. Los surcos menos hondos. Galen ignoraba qué podía querer decir, que todo creciera al irse la luz y volviera a encogerse de día. Lo mismo podía decirse de la presencia. Sombra y noche parecían habitadas, mientras que el luminoso día no. En las horas centrales la vida se vaciaba, pero Galen se veía obligado a vagar por ellas sin tregua, a vagar siempre por un desierto.
El camino desde el jardín hasta el nogueral siempre por el lado izquierdo, la pared que miraba al este. Era en esa pared donde su madre había aflojado unos tablones. Y donde él se había puesto con los brazos en cruz. Y también donde en aquel preciso momento encontró el talonario, asomando por el resquicio entre tierra de acarreo humano y tierra compacta, acorazada, que Galen no había sido capaz de romper para seguir haciendo un surco.
Cogió el talonario y pasó las hojas, entornando los ojos. Su madre había firmado todos los cheques y escrito cantidades en una docena de ellos. El último era por 430.000 dólares. Un montón de dinero.
Miró hacia los nogales, blancos al sol. Volvió a bajar la vista al talonario que tenía entre las manos, le dio media vuelta y vio una nota. «Hijo, por favor. Te quiero».
Sí, pero antes estaba dispuesta a echarlo de casa. Le había llamado animal y pretendía hacerle pasar el resto de sus días en una jaula, como un animal.
«Hijo, por favor. Te quiero». Galen no supo qué pensar, porque el problema era que él la creía. Sabía que se lo debía todo, que el hijo se lo debe todo a la madre. Y sabía que ella le amaba, y que él la amaba a ella. Pero también sabía que estaba dispuesta a ponerlo de patitas en la calle, y una cosa no encajaba en la otra.
Mamá, dijo en voz alta.
No podía seguir allí. El sol acabaría con él. Mamá, repitió.
Pero no hubo respuesta. Se acercó a la pared, pegó la oreja a una brecha entre las tablas e intentó percibir algún movimiento, un resuello, algo.
Los aterrizajes de los saltamontes, un sonido amarillo, sin profundidad. El incesante rumor lejano de los aires acondicionados. Un coche que pasaba, el ruido amortiguado por los setos. Y nada más. Solo el sonido de su respiración y del correr de su sangre.
Caminó hasta la siguiente pared, la de la puerta colgante con su herrumbrosa cerradura. ¿Mamá? Silencio. Continuó, pues, hasta la tercera pared, la del cobertizo de las herramientas, donde se había cocido durante la tarde, y se quedó allí mirando madera vieja con ojos entrecerrados. No te entiendo, mamá, dijo.
La había visto exaltada, impaciente ante la idea de que se lo llevaran a la cárcel. Ella le había dicho que era porque le tenía miedo. ¿A santo de qué, si él no había hecho nada? Ella le había llamado maltratador y violador, a su propio hijo que no había hecho nada malo. Lo que había compartido con Jennifer no era ningún delito.
Tú, dijo. Todo esto es culpa tuya. Tú me has obligado.
Su madre sin responder. Galen quería hablar con ella. Quería saber por qué.
No es justo, dijo, que yo tenga solo madre, no padres, y que encima ella esté loca. Y aquí me tienes, hablándole a una pared, loco igual que tú. Gracias, mamá.
Nunca tendría paz. Eso lo veía claro. Estaría encadenado mentalmente a ella por siempre jamás. Sentimientos de culpa, de ira, de vergüenza y de todo cuanto empequeñecía la vida. Ella lo había destruido todo. Al fin y al cabo él solo intentaba concentrarse en su meditación. Lo único que pretendía era que lo dejaran en paz.
No podía seguir allí de pie. Se acercó a la puerta, cogió el candado con una mano y tiró de él para ver si se abría. No tenía la menor idea de dónde podía estar la llave. Un candado viejo y herrumbroso, mucho más grande de lo necesario, un pedazo de acero.
Galen fue a buscar la llave donde las herramientas. En los pequeños estantes montados en las paredes, añadidos a lo largo de los años. Su abuelo una auténtica urraca. Y el problema no era encontrar o no una llave. El problema era que había muchas, a docenas, reunidas en llaveros o sueltas en el polvo. Las cogió todas, volvió con ellas al galpón y las alineó en un surco al pie de la puerta.
Llaves herrumbrosas, sucias, para un candado sucio y herrumbroso. Podía ser que encontrara la llave adecuada pero no supiera que era esa, porque no entraría así como así. El candado quemaba, de tanto estar al sol, y después de probar llave tras llave tuvo que ir a por guantes al cobertizo, antes de continuar probando otras.
No he decidido nada, le dijo. No te hagas ilusiones. Solo estoy mirando si encuentro la llave.
Entonces pensó en el WD-40. Eso sería de gran ayuda. Pasó junto a la pila de objetos esparcidos por el suelo, todo lo que había sacado del cobertizo, y no vio ninguna lata azul y amarilla. Entró en el cobertizo, dejó que sus ojos se adaptaran a la oscuridad, se arrodilló y se puso a buscar por la pared baja en la que se apoyaba un tejado inclinado. Encontró latas de pintura y aceite de motor, a medio usar, y por fin el bote de WD-40.
Galen roció el ojo de la cerradura, apartando la cara del olor a lubricante, lubricó también las llaves que había esparcido por la tierra. Necesitaba un trapo o algo con que limpiarlas pero solo tenía los guantes de algodón. Antes de probar cada una de ellas, la secaba por ambas caras con el guante de la mano izquierda, los dedos todavía encorvados de dolor, una mano en proceso de transformarse en garrote.
Varias llaves eran del tamaño adecuado y entraban en la cerradura, pero ninguna de ellas hasta el fondo.
¿Cómo es posible?, preguntó. Cantidad de llaves y un solo candado. ¿Cómo puede ser que no encuentre la llave de esto? ¿Dónde está la llave, mamá?
Ninguna encajaba. Fue hasta el jardín, a la pila de fotos arrugadas y cachivaches de los cajones. Se quitó el guante de la mano derecha y se puso a buscar, encontró varias docenas de llaves. No tenía sentido que hubiera tantas, como si su familia fuera propietaria de medio mundo. ¿Qué era lo que abrían, todas aquellas llaves? ¿Qué quedaba? Tantas ilusiones a lo largo de la vida, y al final uno se quedaba con un montón de llaves que no abrían nada. Es perfecto, dijo Galen. Las cosas son así, ni más ni menos.
Las llevó todas a la puerta del galpón. Sabía que ninguna iba a encajar pero las probó de todas formas, como si fuera un ritual, un ritual casi sagrado. Te doy mi palabra, dijo. Si encuentro la llave adecuada, podrás salir.
Medio mareado por los vapores del lubricante. Medio mareado del sol, de vivir en aquella incineradora al aire libre. Un saltamontes se posó en el candado y Galen dejó que se quedara allí. Una farfolla de cuerpo, algo que se podía trillar como el trigo. Buen pan de saltamontes, a Galen no le habría importado probarlo.
La última de las llaves tampoco quiso entrar y Galen soltó el candado y el saltamontes voló. Él de rodillas en la tierra, achicharrándose. Ya no sabía qué hacer.
Su madre se estaba muriendo al otro lado de la puerta. Era evidente. Él no había tomado ninguna decisión. En ningún momento había decidido dejarla morir, pero su madre se estaba muriendo igual. La culpa era de ella, se lo había ganado a pulso, pero él tenía parte de responsabilidad. Era responsable por culpa de ella. Maldita seas, dijo.
Nuestros actos controlados desde fuera de nuestra conciencia. Galen jamás habría podido preverlo, y sin embargo tenía en sus manos esta patata caliente.
Pensando que él también se iba a morir si permanecía al sol, se levantó del suelo, rígidas las piernas, rodeó el galpón hasta la higuera y la espita del agua, abrió el grifo al máximo y bebió con avidez. Podía intentar llevarle un poco de agua, meter la manguera por un resquicio de la pared y abrir el grifo. Sí, tal vez tendría que hacerlo. O bien dejarla salir. Pero ¿cómo iba a dejarla salir? Ella no le había dejado ninguna opción. Muchas gracias, dijo.
Caminó hacia la jungla del otro lado del jardín, lo que tenía que haber sido el huerto de su abuela. Cardos y hierba amarillenta hasta la altura del hombro, los pies desaparecidos debajo, territorio de serpientes y lagartos. Le daba igual lo que pasara. Robles de Virginia, sus hojas soldadas en espinosas puntas, arañándole la piel desnuda, horadando su escudo de tierra. Un bosquecillo, y Galen avanzó entre los robles, le gustó la sensación de estar despierto gracias a los cortes y rasguños. Un bosque para la flagelación. Las hojas vivas solo a medias, medio verdes, los troncos delgados, numerosos, ocultos en la sombra. Él con la cabeza expuesta todavía al sol mientras avanzaba, árboles menudos sin verdadera sombra.
Una jungla interminable, más cardos, más hierba, más robles. Los cardos cebándose en sus muslos y su abdomen, mientras que espinos, ramas y piedras le laceraban los pies. Galen extendió los brazos cuando le era posible, para dejarse rasguñar todavía más. Era como adentrarse en un mar vegetal, un mar somero y seco, implacable, escozor en los ojos, sabor a sal, y Galen el único ser humano que lo atravesaba.