Su madre siguió intentándolo más tiempo del que él había imaginado. Por eso supo que aquello era su apoteosis. No estaba ahorrando energías. No haría ningún otro intento de salir cavando ni de aflojar tablas a golpes. Si no conseguía arrancar el tractor, todo habría terminado. Ya no le quedaría nada.
Galen aguzó el oído para escuchar el ruido de la manivela porque sabía que era una meditación, un regalo de despedida que ella le hacía. Extraño sonido y también poderoso, porque se remontaba a la infancia de Galen y a la de su madre. Un sonido con el que iniciar su periplo a través de vidas enteras, un cable al que agarrarse, el cable de una inexorable polea que lo transportaría hasta la oscuridad primordial.
Gracias, dijo. Es un detalle por tu parte.
Con su bieldo y su armadura de tierra, se sentía armado para un viaje simbólico, y ella era el inicio.
El sonido más débil al levantar la manivela, luego más fuerte cuando la bajaba, y había como una tos en ese sonido, la compresión del motor. Galen avanzó un paso al unísono de la tos, pisó un surco con el pie izquierdo. Luego hacia atrás con el movimiento ascendente de la manivela, y de nuevo hacia delante con la bajada. Ejecutando una danza.
Galen se agachó un poco, pisó más fuerte cada vez, sostuvo la lanza en alto con la mano derecha. Continuó adaptándose al compás, agitó la lanza, sintió el fuego dentro de él, todo su cuerpo húmedo de sudor. Tenía que encontrar el sonido adecuado, la voz adecuada para acompañar el ritmo, y le daba miedo intentarlo, miedo de errar el sonido y echarlo todo a perder. Se estaba entrenando para algo. Era el regalo final que su madre le hacía. Galen dudaba entre un gruñido y algo más como un oh. El oh era más ceremonial, el gruñido más auténtico. Tal vez un aah que sería más como un grito. Decidió que fuera algo espontáneo.
Y al final le salió gruñir, fue una especie de gruñido grave, como un uh. Le gustó. Le pareció perfecto. Era auténtico, un sonido primitivo, algo así como un resoplido grave, el primer sonido humano. Agitó la lanza y gruñó desde sus entrañas, desde su primer chakra, su base, su chi.
El gruñido sacudiendo todas las paredes del espíritu, la larga cuerda vocal que conectaba su voz con el chi, temblando también las paredes de sus pulmones, y el olor a tierra, su guía, que ahora le acompañaba, siempre con él, la tierra, y con la mano magullada cogió un puñado de tierra y se lo echó a la boca, aullando de dolor pues la mano había cobrado vida, y aulló y gruñó y masticó la tierra, y el dolor ascendió en oleadas hacia su cabeza, la mano un amasijo vibrante, y la sostuvo al frente para que lo guiara hacia el mundo espiritual.
No podíamos verlo, pero viajábamos por ese mundo cada momento de nuestras vidas. El truco estaba en despertarse en mitad del sueño pero sin dejar de soñar, de este modo podíamos presentar batalla. Para despertar, teníamos que tirar fuerte de la ilusión, y su mano era buena para eso. Como lo era el giro de la manivela del tractor.
El giro, el zump de la manivela dando vueltas y vueltas, la tos y la compresión del motor. Su madre una especie de chamán que le impulsaba hacia delante, y Galen bailó, pateó lo más fuerte que pudo, se sacudió por dentro todo él, intentó remontarse en el tiempo mediante la danza. Era una manera de irrumpir en el sueño, de manipular el tiempo, de bailar en un nogueral anterior. Pared vieja, tierra antigua, una danza hacia atrás.
El bieldo un artefacto guerrero primitivo, de la primera danza. El largo brazo articulado un arma arrojadiza, pensada para este fin. El primer ser humano agitando su lanza, rugiendo contra el desierto, contra el vacío, reclamando el mundo para sí. Galen intentó bailar hacia atrás en el tiempo, intentó reconectar. Intentó convertirse en ese primer hombre pateando la tierra, alimentado por la respiración, un incendio a su alrededor, pisó con fuerza hasta romper surco y corteza, sintió el poder de su arma, y luego embistió. Embistió contra la pared, arremetió de cabeza lanzando un grito al tiempo que incrustaba aquella lanza en la pared, en la fortaleza del espíritu, y el golpe fue tremendo y la lanza rebotó y él salió despedido y chocó con el hombro y la cabeza y cayó al suelo. ¡Aaaah!, de pie otra vez. ¡Aaah! Su mano un ente con vida, una colmena de dolor.
Agarró el bieldo y volvió a donde había estado ejecutando su danza. Se puso a zapatear otra vez, el mismo trecho de tierra, sus golpes calando muy hondo, hasta la corteza terrestre, que le devolvía ondas expansivas. Repitió los pasos, el mecerse adelante y atrás, los gruñidos graves, sintiendo el origen, toda aquella energía nacida de sus entrañas. Recurriría a todo para penetrar en la muralla del espíritu. Vendría desde otro tiempo, otra época.
Galen describió un círculo sin dejar de balancearse y de agitar su lanza. Las sombras ahora largas, nogales como centinelas arrojando su yo más verdadero sobre los surcos. Estaban esperando ese momento, habían esperado durante vidas enteras, lo esperaban a él, esperaban su advenimiento. Se levantarían de sus sombras en la tierra, y esa sería la forma que tendrían. No la de un árbol, no la que nosotros imaginábamos, sino una forma más profunda. Galen gritó y agitó la lanza con gesto triunfal. Había penetrado visualmente en el mundo del espíritu. Era la primera vez, la primera visión de que los árboles nacerían de sus sombras, que estaban hechos de tierra, no de madera. Tal vez era incluso el primer humano que veía tal cosa, el primero en conocer verdaderamente a los árboles. Lanzó un grito de júbilo y de reconocimiento por el don recibido. Siguió girando y pateando y observando de soslayo las largas sombras a su alrededor, y comprendió entonces que eran sus patadas lo que liberaría al yo espiritual de los árboles. Galen el libertador. Hundió su lanza en la tierra y meció el mango sin dejar de bailar, quería que los árboles se soltaran de toda posible atadura.
Iban creciendo conforme se extinguía la luz. Y alcanzarían una altura imposible, enormes presencias de tierra oscura arañando el cielo. Cada paso que dieran supondría kilómetros, cruzarían continentes. Y lo transportarían a él, lo alzarían, lo lanzarían lejos.
Despierto a medias, Galen vivía en un mundo doble, veía las presencias pero continuaba atado a las apariencias. No podía mirar una sombra demasiado tiempo, porque entonces la sombra se convertía en sombra y nada más, la tierra en tierra y nada más. Era preciso mantener la visión en movimiento, seguir girando en círculo sin parar. Envuelto en llamas, incapaz de respirar, su cuerpo en declive pero el espíritu a punto.
Galen cayó en la cuenta de que estaba entonando una melodía grave y gutural, una canción del devenir, del llegar a ser. Rodeado ahora de sus vidas pasadas, vio que eran el tiempo propiamente dicho. Estaba convocando al tiempo y se hallaba en su última fase antes del devenir.
Empezó a entrarle miedo. Lo chamánico era diferente de lo meditativo. Mientras paleaba tierra se había concentrado en el lanzado y la caída y la nada. Era una disipación. Pero lo de ahora era un congregar, algo completamente distinto, y aterrador porque podía tratarse del camino equivocado, una treta al fin y al cabo. ¿Cómo podía ser la meta, el devenir? Se suponía que la meta era el desapego, la desvinculación, pero apego y devenir eran cosas muy diferentes.
Galen siguió girando y pateando, pero estaba agotado además de confuso. No sabía cómo encajar las piezas, y su desconcierto había conseguido alejar el mundo del espíritu. Estaba acalorado, exhausto, empapado, sucio de barro, las sombras de los árboles eran sombras y nada más y todo se había venido abajo de la manera más rápida y horrible. Sentía ahora los huesos dentro de sus flacas piernas, la musculatura rígida y tiesa. Ahora todos sus movimientos vacíos.
Galen dejó de danzar y se quedó allí de pie, mareado y muerto de hambre y de sed. Estaba solo. El aire quieto, sin brisa. El incesante ronroneo de los aparatos de aire acondicionado a lo largo de la cerca. Reparó de pronto en que no se oía la manivela. ¿Desde cuándo? Hacía mucho rato que bailaba.
Tiró el bieldo lejos de sí. El sol ya no quemaba, buena parte del nogueral estaba en sombra. Se echó en un surco, sobre la irradiante tierra, decidió no moverse de allí hasta entenderlo, pero estaba sediento y famélico y no podía concentrarse. Le dolía la cabeza, y el hombro, de lanzarse contra el galpón. Se levantó sobre sus acalambradas piernas y echó a andar despacio hacia la casa.
La pila del jardín esperando todavía a que la quemara. La hierba esperando a que alguien se decidiera a segarla. La casa siempre a la espera, durante vidas y más vidas. Desmedidamente grande, recargada, blanca. Una solidez que era falsa, irreal. La gran chimenea en el centro, los árboles gigantescos. Una casa que prometía paz y gente responsable pero que no había albergado más que locos. Una casa que era un modo de ocultarse.
Galen entró en la cocina, fue a por un vaso de agua, bebió, y enseguida otro más. Pero seguía teniendo sed.
No se le ocurría qué comer. Siempre el mismo problema. Abrió la nevera y contempló todo aquel despliegue de extravagantes artículos. Guarnición de encurtidos. Difícil montarse una comida a base de encurtidos para guarnición. Chucrut. Bueno, eso quizá sí. En un plato cubierto con lámina de plástico transparente. Lo llevó a la mesa y sacó un tenedor del cajón. Plata genuina, sin pulir.
El chucrut parecía pedir acompañamiento. Fue a mirar en la despensa, entre las latas vio una de judías verdes, la abrió con el abrelatas eléctrico que había en la encimera.
Se sentó a comer, directamente de la lata, las judías frías y saladas, sin más sabor que eso. Masticó y tragó, pero su estómago estaba como cerrado y la comida tenía que empujar para abrirlo de nuevo. Probó el chucrut y le gustó el sabor a vinagre. El vinagre era cosa buena.
Mientras comía la casa fue quedando en penumbra. Fuera, el cielo de un azul más oscuro. Se terminó las judías verdes y casi todo el chucrut, bebió otro vaso de agua y desde el fregadero, tal como su madre solía hacer, miró el galpón, el nogueral y el cielo. Todo parecía más lejano según se iba extinguiendo la luz, las distancias cada vez mayores.
Pensó en quedarse un rato allí, junto al fregadero, pero sin proponérselo estaba ya subiendo por la escalera hacia el cuarto de su madre. Se quedó un momento en el umbral, bamboleándose, pensando en nada, y luego se acercó a la cama. La casa tan fresca, un santuario de techos altos y cortinajes.
Se tumbó en la cama de su madre, cerró los ojos y pudo sentir cómo giraba y se inclinaba por dentro, cómo se derrumbaba todo. La tierra que cubría su piel una especie de manta, la mano latiendo de dolor, pero un dolor opaco que le serenó, y el entorno tan apacible. Su madre descansando también, en aquel recinto poblado de recuerdos, su propio santuario. Alrededor de ambos el terreno respirando tranquilamente, el nogueral en paz, los setos, la higuera, el roble. Todo, por fin, descansando, mientras el calor iba quedando atrás. Ella se había propuesto retenerlo en casa. Pues bien, aquí estaba.