Era tentador imaginarse los primeros rayos de sol como dedos que buscaran las hojas de los nogales. Pero asimismo era importante recordar que se trataba de una segunda salida. Lo primero, la luz, la iluminación, era un regalo. Lo segundo, la presencia propiamente dicha, era otra cosa. La segunda salida era puro samsara. Nuestro segundo nacimiento se producía al alcanzar la edad de practicar el sexo, dicho nacimiento era una deformación, un reestructurarse a partir del barro del nacimiento primero, y aquel en quien nos convertíamos entonces era algo de lo que teníamos que huir hasta la muerte.
Galen pegó la espalda a la pared del galpón, los brazos extendidos y los ojos cerrados a la espera de que el sol lo abrasara. Clavado en la cruz. Todos éramos sacrificados, día tras día, y nadie podía sustituirnos. Esa era la verdad.
Agua, dijo su madre.
Calla. Estoy concentrándome.
Me estoy muriendo. Si no me dejas salir, si no bebo agua, me moriré.
Calla, dijo él.
Tu madre se va a morir. Tu madre, Galen.
Galen intentó concentrarse únicamente en el sol. Podía sentir su presencia un poco más arriba, en la pared, la radiación del calor repentino. Dentro de nada, bajaría un poco más y le prendería fuego a él.
Te puse ese nombre por un doctor, Galen. Un médico de la antigua Grecia. Se suponía que ayudarías a las personas. Se suponía que ibas a ser diferente.
Pensó en los tapones para los oídos. Estaban en el jardín, aunque podía buscar otros. Pero pensó que quizá no llegaría a tiempo para el primer sol. Estaba saliendo deprisa, los rayos de luz en lento descenso sobre todos nosotros, un gigantesco balancín sobre el borde del globo terráqueo. Notó cómo ardía la madera más arriba de su cabeza. Intentaría hacer oídos sordos y aguantar mecha.
Galen.
Los hombros doloridos de tener los brazos en cruz. No creía ser capaz de sostenerlos en alto mucho tiempo más. Vamos, dijo. Vamos. Quería sentir su sacrificio. Quería sentir la forma de la cruz cuando el sol lo alcanzara.
No te denunciaré.
Calla, dijo él. Y finalmente lo sintió, en el pelo, en la frente, aquel calor, el ardor, pero no tan intenso como había pensado. Le faltaba fuerza, poderío. Galen no se incendiaría, solo estaría un poco más caliente, qué decepción. Una más. El sol un cataclismo, miles de millones de bombas atómicas explotando cada segundo, pero estaba demasiado lejos, como todo lo demás. Todo cuanto él quería tocar estaba siempre fuera de su alcance. El mundo un pequeño vacío, como mirar por el lado contrario de un telescopio.
Dejó caer los brazos. El ardor en los hombros más fuerte que el sol, de lo más estúpido. El sol descendiendo por su cara, su cuello, su pecho desnudo.
No te denunciaré a la policía. No diré nada. Y no hace falta que te mudes. Seguiremos como estábamos antes.
Sí, ya, dijo Galen. En cuanto salgas de ahí aparecerá la poli. Me detendrán y me colgarán cadenas y qué sé yo.
Podemos redactar algo. Yo lo firmaré.
Mis huellas están en el candado, tú lo has dicho. Y les contarás que no te he dado agua. Dirás que yo te he obligado a firmar. Ya no hay nada que hacer.
El sol descendiendo por su pecho, y el aire más caliente ya. No el fuego súbito que él deseaba sino un cocerse poco a poco en el horno. Acabaría rustido, algo carente de gloria o de interés siquiera.
Ya encontraremos la fórmula, dijo su madre. Hemos de trabajar juntos.
El trabajo que necesito hacer es clavar esas tablas, dijo él. Para que no vuelvas a intentarlo. Y tengo que hacerlo antes de que el calor apriete demasiado.
Galen, dijo ella, pero él se alejó hacia el nogueral, se tumbó en el suelo y se rebozó en la tierra. Con la mano buena fue cubriendo todo su cuerpo de tierra, frotándose con ella la piel, el pelo, se fabricó una capa contra el sol. No volvería a usar ropa. Estaba decidido. Se vestiría con tierra, porque la tierra era su meditación y era indispensable no olvidarse nunca de ella.
Buen olor a tierra, y a maleza. Reptó por el suelo procurando no apoyar el peso en los dedos lastimados, utilizando la palma de la mano, y al olfatear percibió un olor más potente que todos los otros, un olor acre, no dulce, y finalmente pudo localizarlo siguiendo unos aspersores, cerca del tronco de un nogal, un lugar con más agua y más sombra. De un verde pálido que era casi azulado, las hojas cubiertas de una pátina como de terciopelo. Una planta en la que nunca se había fijado y cuyo nombre desconocía. Se la veía muy fuera de lugar, crecida allí gracias únicamente al riego. Una planta casi chata, sus hojas abarcando el suelo como brazos de una estrella de mar. Una planta errante, venida de otro mundo. Y el nogueral de repente distinto, un espacio desconocido para él.
Esa era la clave, buscar el mundo nuevo dentro del antiguo. La planta amarga, de extraño olor, era el recordatorio perfecto. A Galen se le había pasado por alto su potente aroma, nunca se había fijado en aquella exuberante, inverosímil, aterciopelada planta en medio de la maleza reseca. Y era exactamente eso lo que necesitaba encontrar en los hollejos del ilusorio yo. Algo más penetrante que el yo, algo más inverosímil y que viniera de más lejos.
Galen se tumbó al lado de la planta porque sabía que el sistema de riego se pondría en marcha dentro de poco. Quería estar allí cuando saliese el agua, sentir cómo bebía la planta. Falta poco, hermana planta, dijo. Y se dio cuenta de que él también estaba muerto de sed. Y de hambre. Pero de eso podía pasar. Eso era solo el cuerpo.
Estaba tan cansado que se le cerraron los ojos. El olor de la planta una fuerte medicina, vigorizante. Estiró brazos y piernas y viajó en aquel olor, alargado como los surcos del suelo, y soñó cosas que no recordaría, sumido en la oscuridad y en el olvido, en el vacío al que todos regresamos, emergió y se abismó de nuevo para emerger otra vez, y por fin oyó el agua.
Un aire que abrasaba. El agua goteando en los surcos. Lo lógico habría sido estar muerto de miedo, él lo sabía. ¿Y si su madre se había escapado? Pero Galen no sentía pánico alguno. Se arrimó más al tubo de riego y aplicó los labios, sorbió agua fresca. Sorprendente, el agua. Sentirla en los labios, en la boca, fue una especie de paz. Un serenarse todo el cuerpo, un menguar la necesidad, la desesperación. He aquí lo que su madre necesitaba. Algo tan simple, tan básico, ¿cuánto tiempo podíamos pasarnos sin ello? Galen no lo sabía, pero seguro que no mucho. El aire lo necesitábamos todavía más. No podíamos estar sin aire más de dos o tres minutos, pero lo siguiente era el agua. El agua no era un lujo.
Debería querer llevarle agua a mi madre, pensó. Esa debería ser una necesidad tan básica en él como la de beber o la de respirar. Sin embargo no la sentía. No sentía nada. Un tema para analizar. ¿Cómo era que no sentía nada?
Galen sorbió del tubo, mamó de aquella teta, cerrando los ojos y tarareando al sentir el agua. Para eso estaba la filosofía. La filosofía hacía posible que uno no le llevara agua a su propia madre aunque estuviera muriéndose de sed. Y la religión hacía posible que uno creyera que sus actos, por activa o por pasiva, eran buenos y justos. La religión más poderosa aún que la filosofía. Pero lo que Galen estaba sintiendo, o dejando de sentir, iba más allá de la filosofía o de la religión, porque de hecho ambas eran sistemas de apego al mundo. Lo que estaba sintiendo era paz, simplemente eso, y la paz era la consecuencia del desapego. El desapego propiamente dicho no se podía ver ni sentir, pero sí su señal, la inundación de paz. Bueno, inundación tal vez fuera un concepto demasiado activo. Lo importante era el conocimiento, la conciencia, de que no existía una madre por quien sentir apego, a la que sentirse vinculado. Por lo tanto, no había nadie a quien llevarle agua. Eso era verdad.
Galen se puso de pie, listo para terminar la tarea de clavar las tablas. Se miró la mano magullada, ahora sucia y de un marrón rojizo, y pensó en no limpiársela nunca más. Dejaría que pasara lo que tuviera que pasar. Le seguía doliendo pero no con las terribles punzadas de antes. La notaba rígida.
Fue a buscar otro madero a la pila. El sol apretaba de firme y Galen apenas si podía abrir los ojos, tal era el resplandor. El suelo ardiendo bajo sus pies. Los pies eran un problema. No sabía cómo iba a aguantar todo el día descalzo. Intentó fingir que no se enteraba del dolor, intentó hacer como si sus pies no formaran parte de él.
Además estaba mareado, por falta de alimento, pero la sensación le gustaba. Podía recurrir al mareo para superar otras cosas. Llevó un tablón de metro ochenta hasta el galpón, lo alineó contra la pared, sujetó un clavo, lo golpeó con el martillo y luego levantó el otro extremo y clavó otro más.
Tengo un nuevo plan, dijo su madre.
No quiero saber nada de tus planes.
Este es bueno. Seguro que te gusta. La voz de su madre un susurro procedente de la oscuridad del galpón.
Galen tenía que clavar un clavo en cada una de las tablas verticales de forma que quedaran ensambladas entre sí. Cada madero horizontal un cinturón de seguridad con una docena de clavos. Tardaría bastante.
Tengo un segundo talonario, dijo su madre. En calidad de albacea testamentario.
No me interesa.
Sin límite de dinero.
No sigas, por favor.
Galen, podrías sacar un millón, más de un millón de dólares. Podrías retirar todo el dinero o, bueno, dejarme a mí un poquito, y así te podrías marchar, y cuando estés en lugar seguro, podrías llamar a la policía o a los bomberos para que vengan a rescatarme.
Galen intentó concentrarse en el martillo. El sol implacable, un incendio en su espalda, los pies ardiendo. Mierda, dijo. No me puedo concentrar. ¿Y por qué coño no le hemos metido mano a ese dinero? No te creo.
No quería que te marcharas, Galen.
¿Qué?
No quería que me abandonaras. No quería que te marcharas a la universidad. Por eso. No es que quisiera guardar el dinero para mí sola. No quería perderte, Galen, eso es todo.
Estás enferma.
Te quiero, Galen.
Estás mochales. No me digas nada más.
Solo deseaba lo mejor para ti. Siempre te he querido.
Cállate.
Puedes cogerlo todo, si quieres. Así podrás llevar la vida que más te guste.
Galen no aguantaba más. Y los pies le quemaban. No podía continuar allí de pie y se fue dando saltitos a la parte en sombra. Ay, dijo. Se sentó en el suelo, se tocó un pie con la mano buena y notó que la piel estaba muy tierna, además de caliente.
Con tanto dinero podrás hacer lo que te dé la gana, susurró ella. Le había seguido hasta aquel lado. No tendrás que trabajar. Puedes comprarte una casa.
¡Que te calles! La garganta le ardió al gritar. Se le iba la cabeza, medio inconsciente otra vez. Ella le había cortado las alas. Le había impedido hacer la suya, lo mismo que a Helen y a Jennifer. Les había mentido a todos durante años. Le entraron ganas de darle de martillazos en la cabeza.
Te podrías ir a México, dijo ella.
¡Hostia puta! ¡Te he dicho que te calles! Solo intentas destruirme.
Lo que intento es vivir. No quiero morir aquí dentro.
Galen hizo un esfuerzo por recuperar la sensación de paz que había experimentado junto a los aspersores, bebiendo el agua de regar. ¿Cómo podía desaparecer tan rápido? Se sentía como una pelota de ping-pong, botando de acá para allá.
Necesitaba calzado. Si no se ponía algo en los pies no iba a poder concentrarse y terminar el trabajo. Fue dando brincos hasta el nogueral, procurando no pisar la tierra abrasada, y encontró sus deportivas junto al pantalón corto, en un surco. Se sentó y se anudó las zapatillas lo más rápido posible, notando cómo le ardía la tierna piel de las nalgas.
Muy bien, dijo al ponerse otra vez de pie. Listo. Se acabaron las distracciones. Las plantas de los pies le seguían doliendo, incluso calzado. Se le habían quemado de verdad. Y le pareció asombroso que los humanos hubieran logrado sobrevivir. Necesitábamos unos pies más resistentes, y más pelo, o incluso un caparazón duro, algo que nos protegiera.
Llevó otro madero a rastras, entornando los ojos contra el resplandor del sol, y lo claveteó al galpón mientras el sol le cocía la espalda. Sudor casi instantáneo en todas partes, el aire un ataúd, cerrado, espeso e irrespirable. Fue a por otra madera y luego una más, y poco a poco fue encontrando un ritmo. Los clavos ardientes al tacto, la mano magullada vibrando de dolor.
Estaba tan mareado de hambre que ni siquiera intentó atrapar la meditación. Tenerse en pie ya representaba un esfuerzo. Levantar cada tablón, presentar el clavo con cuidado, unos golpecitos y luego más fuerte, hasta hundirlo. Cuando no podía aguantar el picor en la espalda, los hombros y el cuello, se cubría el cuerpo con tierra fresca de la que había removido con la pala. El sudor ayudaba a formar una especie de masilla que le protegería del sol.
Y su madre intentando destruirle y asegurando que le quería, lo mismo que Helen a Jennifer. Con la diferencia de que Helen sí había peleado por su hija. Galen podía creer a Helen. Parecía factible. Su madre no.
Avanzaba a buen ritmo. El sol justo encima, ni asomo de sombra en ninguna parte, los ojos ardiendo, el orbe entero blanco, y al final rodeó el galpón hasta la llave del agua que había junto a la higuera y abrió el grifo del todo, bebió con desespero, el agua primero muy caliente pero enseguida fresca. Se arrodilló delante del chorro, se chapuzó y revolcó en la hierba mojada para que lo refrescara y lo limpiara, el chorro aéreo del color del cristal, de la luz misma, capaz de frenar la quemazón. Galen había vuelto en sí, había revivido, y se quedó allí tumbado a solo unos metros del galpón, boca abajo, con el agua cayendo en cascada sobre su espalda y punzadas en la mano, pensando en su madre, que no podía llegar al agua. Teniéndola tan cerca. Dejó que corriera el agua, cerró los ojos y se le ocurrió echar un sueñecito allí mismo, bajo el agua, pero se encontraba a pleno sol y sabía que se estaba quemando todavía más, aun cuando no lo estuviera notando.
Se puso de pie, cerró el grifo y volvió a los surcos, a la tierra, para echarse grandes puñados en la cabeza y ducharse con tierra mientras aún estaba mojado, mientras se le pudiera pegar y le cubriera, protegiéndolo.
Agua, oyó decir a su madre en voz baja. Estaba cerca, a solo unos palmos de él, detrás de la pared. Probablemente mirándole por los resquicios, pero Galen no la podía ver.
Nada de agua, dijo él. ¿Tú crees que Helen pega de verdad a Jennifer? ¿Tú crees que le da patadas o puñetazos o algo así?
No, nunca haría tal cosa.
Da igual. Olvidaba con quién estaba hablando, la que siempre lo niega todo. Aquí nunca pasa nada.
Mi hermana jamás pegaría a su hija.
Sí, ya, dijo él. Se te nota la voz un poco seca. Se alejó de allí, en busca del martillo y de otro tablón. Terminaría el trabajo. Estaba tan hambriento que se sentía como doblado por la mitad, le dolían hasta las costillas y la columna, pero uno podía pasarse sin comer mucho tiempo. Eso lo sabía por experiencia. Era su propia forma de negativa. El alimento no era necesario. Podía estar sin comer durante semanas si se lo proponía. Los dos primeros días eran duros, pero nada más. El hambre no era real. Una señal falsa.
Galen no estaba seguro de por qué había dejado de comer. No comprendía cómo había llegado a eso. La decisión sobre si beber o no zumo de naranja. Tal vez empezó ahí. Pero quién podía afirmar dónde estaba el principio de nada, cualquier cosa había empezado antes, en una vida anterior. No comer era un modo de abrirse paso a golpes en la vida.
El piano, susurró ella desde el otro lado de la pared.
Galen sujetó otra tabla y empezó a clavar.
El piano, susurró de nuevo su madre.
Dio varios martillazos, se le dobló el clavo, soltó una maldición y colocó uno nuevo. Sentía la mano magullada el doble de grande que una normal. Casi imposible sujetar algo tan pequeño como un clavo. La existencia física tenía estas cosas. El cuerpo crecía y se encogía, siempre estrafalario, y no había manera de controlarlo.
El piano, susurró ella.
¿Qué quieres ahora? Serás pesada. ¿Qué le pasa al piano?
El talonario está dentro.
No me jodas. ¿Y a quién se lo querías esconder? Si yo ni siquiera sabía que tenías uno…
Tráeme el talonario. Dentro de nada no podré hablar. Necesito firmar ahora.
No. Estoy ocupado. Galen continuó con el martillo y los clavos. Asándose y sudando y dolorido por todas partes, la mano, las tripas, la planta de los pies, la piel de la espalda y el cuello, además del mareo. Todo en la vida relacionado con el dolor. Se estaba hartando.
Tiró el martillo al suelo y se alejó por el jardín para entrar en la casa. Había pensado que no volvería a entrar nunca más, que quizá se quedaría a vivir en el nogueral, pero estaba visto que las determinaciones que tomaba eran de corto alcance.
La casa tan acogedora por dentro, fresca y oscura y animándolo a dormir. Estaba muy cansado. Quería acostarse, olvidarse de todo. Ese era el poder de la casa, de ahí que fuera peligrosa. Era necesario resistirse a ella.
Caminó hasta el piano y esperó a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. Los bordes flotando de un lado para otro, el perfil de la madera blanco cuando pestañeaba. Solo una forma oscura en sombras, pero gradualmente empezó a percibir el color, los tonos rojizos y el grano de la madera, y el piano ocupó su espacio propio, dejó de moverse y de flotar.
Su abuela tocando el piano. ¿Por qué no tenía ningún recuerdo de eso? Si en verdad habían cantado canciones todos juntos, en familia, si ella tocaba aquel instrumento, ¿por qué lo dejó? ¿Por qué todo había terminado antes de que él tuviera memoria? Se suponía que debía conectar con esa época, pero entonces, ¿por qué no se le revelaba la conexión?
Levantó la tapa del piano, una larga pieza chata de madera pulida montada sobre una bisagra, y de alguna manera supo cómo levantar la pieza de dentro que hacía de atril. No sabía por qué lo sabía, tal vez una «huella» física sin efecto en la memoria. Quizá nuestros recuerdos eran así en su mayoría, inaccesibles pero presentes en alguna parte, y tal vez era también así como sentíamos nuestras vidas pretéritas. Sus sombras, sus enseñanzas, pero ya no algo que pudiéramos ver. Esperaban y se juntaban y ejercían su presencia de alguna otra forma, y como resultado de ello cualquier elección era una elección previamente hecha, nuestros actos solo fortuitos en apariencia, y el yo no era en absoluto algo ilusorio sino algo que nunca podía morir.