Una pradera enorme, y Galen caminando. Tierra volcánica, oscura piedra pómez recubierta de líquenes. La hierba amarilla muy afilada, matas como espinas creciendo de la roca misma.

Olas de calor visibles en el amarillo, el negro y el rojo, espejismos. Cactus y árboles solitarios siempre a una cierta distancia, ni una sombra. Sus pies y sus piernas menos de carne y sangre que como lápices con borrador que se consumían. A medida que caminaba se iba volviendo más bajo, de ahí que se apresurara. Tenía que cruzar la pradera antes de quedarse sin goma de borrar.

Sombras de pájaros que le adelantaban, aves de presa con alas de gran envergadura, pero en ningún momento podía ver los pájaros, solo su sombra. Miraba hacia el sol guiñando los ojos y entonces tropezaba y estiraba una pierna, y cuando despertó estaba dando patadas a la cama.

Uf, dijo. Uf. Le costó desprenderse del sueño, le parecía estar atravesando todavía aquella jungla. Se encontraba en el cuarto de su madre, en su cama, sucio de tierra y cubierto de un sudor frío. Uf, dijo.

Por los resquicios de las cortinas no entraba luz. Era de noche. Se había quedado dormido, sí, pero ¿cuánto rato? Ella podía haber huido cavando un túnel.

Se levantó rápidamente, se puso las deportivas y el pantalón corto, bajó a toda prisa las escaleras y cruzó la cocina para salir al jardín de atrás. Luz de luna, el galpón iluminado en relieve, una forma oscura ribeteada de blanco, en el nogueral los troncos como huesos perfectamente alineados. Y arriba el cielo, enorme. Aguzó el oído pero no le llegó más que el runrún de su sangre y de su respiración, se dio cuenta de que todavía llevaba puestos los tapones. Se los quitó, y al acercarse más al galpón, oyó un entrechocar de madera.

Le entró pánico y no fue capaz de ubicar el sonido, pero acertó a ver algo que sobresalía, una tabla larga asomando varios palmos por su parte inferior. La superior sujeta todavía a la pared.

El tablón de al lado sobresalía unos centímetros, y su madre estaba dando golpes desde dentro. Espacio suficiente entre los tablones como para que pudiera salir si conseguía separar dos de ellos. Estaba a un paso de escapar.

No, dijo Galen. Pero ella se había puesto a golpear con más brío, utilizando probablemente uno de los bastidores de secado.

Galen corrió al cobertizo de las herramientas, tambaleándose por culpa de los hoyos que él mismo había hecho, la tierra estaba blanda y cedía bajo sus pies, y cuando entró no pudo ver nada. Necesitaba un martillo, pero las herramientas estaban todas revueltas. Buscó a tientas, tocó varios mangos de madera, demasiado grandes. Mierda, dijo.

Regresó corriendo al galpón. Parecía que la propia tierra quisiera frenarlo, que el planeta entero conspirara en su contra. Intentó empujar hacia dentro el tablón que ella trataba de separar de la pared, empujó con ambas manos, pero se había quedado sin fuerzas. Y ella martilleando desde dentro. Dio patadas a la base de la madera, dio empellones con el hombro, aporreó con los puños. En vano.

Probó con el otro tablón, el que estaba medio suelto pero sujeto todavía en su parte superior, lo empujó hacia dentro, agarró los cantos con las manos, pero no había forma de encarar los clavos con sus agujeros y Galen no veía nada. Fue entonces cuando ella le aplastó la mano izquierda.

Galen soltó un grito. Los dedos magullados. Su madre chillando, una especie de grito de guerra. Él se sujetó la mano lastimada e intentó mirársela al claro de luna. Los dedos seguían allí, pero ella se los había machacado con un objeto contundente, quizá la esquina de un bastidor, y le dolía tanto que casi no podía respirar. El dolor ascendiendo como llamas de una hoguera.

Intentó no correr. Caminó deprisa hacia la casa, fue derecho al cuarto de baño contiguo a la cocina, prendió la luz y vio que del dedo medio le asomaba el hueso, blanco. No, dijo. Sollozando, la cara bañada en lágrimas, no sabía qué hacer. No podía avisar a nadie.

Intentó mover los dedos y el dolor le hizo gritar otra vez. Pero los dedos no se movían. No tenía nada roto pero allí estaban el hueso y los ligamentos, a la vista, y había sangre y tenía la piel toda hinchada por un lado y pensó que se iba a desmayar. Apartó la vista, recostado en una pared. No mires, se dijo a sí mismo. Aguanta.

Su madre se iba a escapar. Si no salía enseguida y claveteaba los tablones, ella se escaparía. No podía ocuparse ahora de la mano.

Una linterna, dijo. Necesito una linterna, y luego buscaré un martillo.

Había sacado todos los cajones de la cocina, la despensa y el recibidor. Si había alguna linterna, tenía que estar en la pila del jardín. Mierda, dijo.

Fue a ver, y la tarea le pareció imposible. Una montaña de fotos arrugadas, y debajo los cachivaches. Tanteó con la mano buena mientras sostenía la izquierda en alto, un dolor horripilante, la sangre goteándole brazo abajo. No conseguía reconocer los volúmenes que había en el montón. Cosas de plástico, de metal, de goma, de papel, y la luz de la luna no ayudaba. Arrodillado en el césped, su madre venga a dar golpes, a punto de escapar, él con la mano destrozada. Esto era el fin. Lo mandarían a la cárcel y no había forma de evitarlo. Entonces se acordó de que en el maletero del coche ella siempre llevaba alguna linterna.

Corrió a la cocina, donde estaban las llaves, fue hasta el coche, abrió el maletero y buscó a tientas en el kit de supervivencia. La cantimplora, barritas nutritivas, manta de emergencia… y dos linternas. Cogió una, la encendió y rodeó la casa por el lado de la higuera. El haz de luz irregular, mostrando las cosas a trechos.

Tierra en relieve, el galpón un remolino, y Galen girando en círculo, atraído hacia la madera vieja, hacia el centro, hacia su madre, el terreno escorándose ligeramente.

Fue a parar al cobertizo, disparado hacia su puerta, y movió el haz de la linterna hasta ver los martillos colgados de una pared, todo en perfecto orden. Agarró uno, tiró la linterna y volvió a bregar contra la corriente, martillo en alto cual utensilio bélico. ¡Aaah!, chilló, caminando a trancas y barrancas hasta llegar a los tablones que ella intentaba desencajar.

Galen dio un puntapié al borde inferior, se encorvó para frenar la inundación y presionó con el hombro, después martilleó a la altura del travesaño. Los agujeros desalineados. Tuvo que clavar los clavos en agujeros nuevos; mejor así, pensó, aguantarán más. La madera negra, vieja, pero todavía robusta y recia, un tablón serrado a mano. Lleno de surcos y estrías en su superficie.

A todo esto su madre golpeando y gritando desde el otro lado. Galen notó los impactos pero siguió dándole al martillo, encajó los dos clavos grandes hasta el fondo y luego se inclinó para clavar los de más abajo, allí donde se unían al otro larguero, a pocos centímetros del suelo. Le llegó el olor de la tierra removida y se dio cuenta de que no había ninguna inundación. Naufragado en un desierto. La tierra, sin embargo, movediza, difícil mantener el equilibrio. Todo aquel ruido en mitad de la noche, pero estaban solos. En el mundo no había nadie más.

Terminó de colocar el tablón, se recostó en él y soltó su triunfal alarido de guerra, corrió hacia el nogueral blandiendo martillo y mano lacerada, ambos terribles apéndices, zarpas capaces de desgarrar el techo del mundo y tirarlo abajo, el planeta creciendo como una ola debajo de él, los surcos pintados de luna, y corrió de vuelta saltando de surco en surco. El dolor con su propio patrón rítmico, y la ira creciendo en su interior hasta que quiso matar.

Recorrió los surcos a toda mecha y finalmente se estrelló contra el tablón que estaba suelto, chocó de frente y cayó hacia atrás y se levantó para emprenderla a martillazos con el madero. Su madre empujaba desde el otro lado, pero como si nada. Los clavos hundiéndose sin remisión y ella sin poder impedirlo.

Los clavos cantaron más y más agudo a medida que los iba clavando, hasta que los golpes sonaron opacos, el tablón quedó plano y la vía de escape tapada.

Estás donde estás, le gritó a su madre. De aquí no te saca ni Dios. Y luego corrió hasta la madera vieja apilada junto al seto, piezas abandonadas hacía diez años, o cincuenta, hogar de serpientes y lagartos.

Aaah, rugió, y la emprendió a martillazos con la madera, machacó aquellas tablas para ahuyentar todo lo que pudiera esconderse debajo, serpientes y lagartos y arañas. Salid cagando leches, gritó.

El montón convertido en mil formas distintas al claro de luna, una madriguera de sombras. Estiró una tabla muy larga, con clavos que sobresalían, la llevó a rastras hasta el galpón sujetándola bajo la axila. La mano izquierda lisiada e inútil, de modo que empleó una rodilla para intentar sostenerla contra la pared. Quería colocarla unos cuatro palmos por encima del suelo, paralela a este y atravesada sobre los tablones verticales en el punto de confluencia con el travesaño. Construiría un cinturón de seguridad tamaño gigante. Para mover un tablón, su madre se vería obligada a mover una docena a la vez. No lo lograría jamás.

Viendo que no podía sostener toda la tabla, Galen intentó colocar un extremo a la altura deseada aprisionándolo contra la pared con el muslo. Se puso a clavar, pero los clavos que sobresalían por el otro lado estaban torcidos, eran viejos, cada cual apuntaba en una dirección. Se doblaban, arañaban la madera, la hacían saltar.

Me cago en Dios, dijo, y dejó caer la tabla. Fue a por la linterna que había dejado donde las herramientas y volvió a la pila de madera desechada. Su furia se había agotado. De repente, tal cual, y sintió mucha lástima de sí mismo, de su mano magullada. Tenía que limpiársela, hacerse un vendaje, pero no quiso ni pensar en tocar aquello.

La leña uniformizada por la luz de la linterna, toda de un gris polvoriento, naranjas los clavos. Ni un solo trozo limpio de madera, todo problemas.

Galen apagó la linterna, fue al nogueral y se acostó en un surco entre los árboles. La mano izquierda apoyada encima del pecho, con sumo cuidado. Ignoraba por qué de pronto se sentía tan perdido. Como si ya no hubiera razón alguna para vivir.

Las estrellas difuminadas, el cielo de un intenso azul oscuro, primer indicio del alba. La tierra en su espalda todavía caliente de todo el día, a su alrededor la maleza reseca, inmóvil, y eso auguraba otro día sofocante, sin brisa. Un horno. El aire, cálido ya, a la espera.

Galen no quería ver el sol. No quería que saliera, y pensó que daría cualquier cosa por seguir toda la vida como estaba en ese momento, parar el reloj y disfrutar del hermoso cielo oscuro y del aire tibio y de la luna poniéndose. Semioscuridad, todo dotado de presencia pero sin forma concreta, el mundo en un estado de transformación no consumada. Sería la mejor hora, el mejor momento para prolongarlo eternamente. Quién pudiera.

Pero sabía que lo peor estaba por venir. El cielo se blanquearía, ardiente, y la tierra despediría llamas, el aire irrespirable, y él dando martillazos a maderos deformes mientras su madre chillaba encerrada en su jaula. Eso era lo que le esperaba.

Y cuando el cielo empezó a clarear, cuando el azul del cielo pasó a un azul menos oscuro, virando a blanco, se puso de pie y se descalzó y se quitó el pantalón y, desnudo, se preparó para ser inmolado, devorado por el fuego, y caminó por el áspero suelo hasta el cobertizo de las herramientas. Había ya claridad suficiente y se puso a buscar en los estantes pequeños hasta que encontró clavos, unos clavos recios, de diez centímetros de largo. Cogió un puñado con la mano buena.

La tabla vieja yacía en el suelo, junto a la pared, con sus clavos retorcidos mirando hacia arriba, y Galen comprendió entonces que la otra cara era plana. Lo de antes había sido una pérdida de tiempo. Dejó el martillo y los clavos junto a la pared, levantó un extremo de la madera, apoyó la cara plana en el galpón y estiró el brazo para coger un clavo del suelo.

Tendría que sujetar el clavo con la mano izquierda, no había otra manera. Intentó hacerlo con el pulgar y el meñique, y golpeó el clavo suavemente con el martillo. Si se pillaba un dedo, el dolor sería indescriptible.

Oía llorar a su madre. Tendría que ponerse otra vez los tapones. Pero golpeó el clavo, lo soltó y empezó a golpear con firmeza, hasta que quedó hundido.

No vas a salir, dijo. Estoy clavando largueros alrededor de todo el galpón.

Soy tu madre.

Y eres la que me obliga a hacer esto. No pasa nada. Eres el último vínculo, no es de extrañar que todo esto sea un infierno.

Galen. Soy tu madre.

Galen levantó el otro extremo de la tabla y se cercioró de que estuviera alineada con el travesaño de la pared. Tenía que clavarlo a esa viga.

Las personas son reales, Galen.

Sujetó otro clavo con el pulgar y el meñique, dio unos golpecitos para fijarlo. Aquel sonido metálico, el martillo contra el clavo, sonido de seres humanos, fabricantes de metal. Podía estar acuñando monedas, allí mismo en el galpón. Estampando su propia imagen. ¿Y por qué no? Cada cual interpretaba el mundo a su manera. La moneda que él acuñara sería conocida como «el galen». Qué mejor tarea para el devenir. Las monedas eran ni más ni menos como aquel cielo azul oscuro, el día a punto de nacer.

Clareaba a gran velocidad, el firmamento deslavazado, todo desaparecía con excesiva presteza, todo consuelo, un examen. Sabía que hoy iban a ponerle a prueba.

Fue a la pila del seto a por otra pieza. No hacía falta elegir porque tendría que emplear toda la madera. Esta vez un tablón largo y liviano, perfecto para la tarea. Lo arrastró hasta el galpón, sostuvo un extremo en alto, puso un clavo y empezó a golpear. Sin cuño para dibujar su rostro, cada moneda acuñada individualmente, cada moneda una escultura, la civilización al ralentí. El reconocimiento final de que no existían las hordas. No había nadie para quien hacer monedas. Más allá del galpón y de la tierra y del seto que bajaba hasta la carretera, más allá del nogueral y de la cerca alta, no había nadie. Galen acompasó la respiración, sacó el aire muy despacio. No había nadie. Podía tranquilizarse, soltar el vínculo. También el dolor en la mano era una ilusión. Si se concentraba en las espiraciones, el dolor palidecía. Se retiraba y se enroscaba, como la serpiente que era.

Necesito agua, dijo ella, la voz un resuello. Galen pudo oír lo seca que estaba. Pero era preciso concentrarse en clavar clavos, su nueva meditación.

Clavos dotados de identidad propia, metal trabajado a máquina pero no perfecto, pequeñas variantes en el corte de la punta y en la forma de la cabeza. Líneas también en el perfil de la espiga, y la luz del amanecer no daba sombras. La luz como presencia, sin origen ni dirección ni calor, una iluminación fría que era general, y solo ese tipo de luz permitía ver la verdadera forma de un objeto, la plenitud de un clavo. La robusta presencia de un clavo. Podría haber medido veinte metros de alto. Visto de cerca se convertía en algo enorme. Un metamorfo.

Galen sujetó el clavo con el pulgar y el meñique. Ya no corría sangre, se había coagulado, empezaba a salir costra, y era de un rojo de hierro bajo aquella luz. La piel que se había hinchado y desgarrado no parecía ya suya. Se le iría secando, blanqueando, y se desprendería. Lo que ahora estaba a la vista quedaría cubierto, y muy pronto apenas se notaría que le hubiera pasado algo en la mano.