Las páginas arrugadas recordaban a flores, flores grandes y brillantes, lo blanco y lo oscuro de los pétalos, enormes claveles blancos teñidos con tinta. Dos álbumes formaron un arriate mucho más grande que los cachivaches de los cajones.

Soy jardinero, dijo Galen. Estoy plantando una familia. Y en cuanto hayan brotado todas las flores, les echaré gasolina y encenderé una cerilla. Y entonces, por fin, la libertad.

Eres el mismísimo diablo, dijo ella.

Si ni siquiera crees en Dios.

Ya, pero tú eres un demonio. Eres el brazo de la maldad. No es que te hayas vuelto malo, llevabas eso dentro desde el principio. Es porque eres así.

Cómo vas a creer en el mal si no tienes fe.

Pero puedo ver la verdad. Y veo cómo eres.

No existe el mal. Es solo que sin opuestos no hay evolución.

Ni siquiera has leído a Blake.

¿Quién es ese?

Tus admirados Kahlil Gibran y compañía no han hecho más que copiar mal a Blake. Si hubieras ido a la universidad, lo sabrías de sobra.

Galen fue hasta la mesa, agarró una de las pesadas sillas de hierro colado y la lanzó contra la pared del galpón.

Así es como lo arreglas todo, dijo su madre. Ya no eres un bobo analfabeto.

Galen entró en la casa, cogió el resto de los álbumes de fotos y luego se detuvo en seco. Había permitido que ella lo distrajera. Galen había dado por fin con su meditación, y de buenas a primeras se dejaba atrapar por otra cosa. Ese era el problema. Su madre era capaz de desestabilizarlo con increíble facilidad, como el imán a la brújula. Podía destruir cualquier cosa con solo abrir la boca.

Dejó caer los álbumes al suelo. Tenía que encontrar los tapones para los oídos.

En la mesita de noche no estaban. Fue a mirar en el cuarto de baño, en el armarito con espejo de encima del lavabo, y encontró unos tapones bastante viejos, dos pegotes sucios. Se metió uno en cada oreja y pudo escuchar el murmullo de su propia cabeza, el fluir de la sangre, las sinapsis. Era lo que necesitaba. No más distracciones. Sin sonido, su madre no podría afectarle.

Buscó gasa para vendarse las manos en carne viva, la emprendió a patadas con las cosas del armario buscando unos guantes, tiró al suelo los cajones de la cómoda, venga calcetines y bragas y sostenes y blusas y de todo, pero ni un solo guante.

Salió en tromba de la casa, derecho al galpón, lo rodeó para ir al cobertizo y buscó entre las herramientas. Ella seguramente le estaba diciendo algo, pero Galen no oía otra cosa que el espacio aéreo de su cráneo.

Tuvo que adaptarse a la oscuridad, pero enseguida localizó una pequeña estantería en uno de los lados, y allí estaban los guantes. Cogió unos finos de algodón, sucios y grasientos, y los aplastó entre las manos para matar cualquier posible viuda negra. Después se los puso. Ya podía retomar la meditación.

Fue hasta el galpón, se situó al borde del nogueral, de espaldas a los árboles, y contempló la tierra que había amontonado a lo largo de la pared. Era, según pudo comprobar, un surco. No estaba haciendo más que ampliar el nogueral, conectarlo con el galpón, iniciar un cultivo.

A su espalda los nogales convertidos en público. Espectadores expectantes. Recios, nacidos del suelo, y ahora flotando en el aire, a la espera.

Muy bien, dijo. Allá voy. Fue hasta la esquina, donde le quedaban apenas unos palmos de pared, e hincó la pala. Las manos le ardieron, dolor en la espalda y en los brazos al levantarla. Ya tenía calambres.

La tierra parecía eso, tierra. Con su aspecto, tacto y olor de tierra. La pala muy pesada, el lanzado poco enérgico, de hecho ni lanzamiento siquiera, la materia en rápida caída por efecto de la gravedad.

Vamos, vamos, dijo. Sabía que todas las meditaciones empezaban igual, sin inspiración, densas como el fango, sin la menor conexión. Un pasar del mundo dormido al mundo alerta, un recorrido por el compacto grosor de la apariencia. Como una sepultura de donde uno intenta desenterrarse, y siempre parecía tarea imposible. Todas y cada una de las veces, daba la impresión de que el grosor del mundo era impenetrable, de que el mundo no se movería, no se correría, no mudaría nunca más para devenir.

Estaba ardiendo. El cuello, la espalda y los brazos cocidos al sol, pero tampoco eso era una transformación. Eso también estaba muerto. Le dolía y basta. Y la respiración entrecortada. Puro cansancio.

Le dolía tanto la espalda que no se veía capaz de encorvarse de nuevo, y pese a todo siguió adelante, paleando, se quitó los tapones e intentó escuchar el susurro de tierra y piedras al escapar por los costados de la pala, un sonido casi líquido, y luego el contundente zump al tirar la carga. El sonido más agudo de piedras contra madera cuando lanzaba alto. Se encontraba frente a la pared oriental, en parte a la sombra, avanzando hacia el jardín. El frescor de la sombra una cosa bella.

Lo que más le gustaba era el momento en que toda aquella tierra quedaba suspendida en el aire. Recordó que antes se había concentrado precisamente en eso.

El día seguía su curso, a la sombra ya no era un horno, y el halo de calor en torno a su cabeza había desaparecido. La actitud vigilante recuperada. Pero entonces tocó terreno más duro.

No quería perder el empuje ni el ritmo, pero había llegado al borde del nogueral, tierra consistente, y no pudo hundir la pala. La punta de la herramienta entró apenas cinco centímetros, y al retirarla estaba casi vacía. El terreno como un blindaje, con fragmentos de roca, muy compacto.

Rodeó el galpón por el lado del cobertizo de las herramientas, a pleno sol. El cuerpo sudoroso un segundo después, la pared y el suelo rabiando de calor. Pudo hundir la pala sin dificultad, retirarla y lanzar, concentrado en esa única sensación, pudo analizar el momento a cada nueva palada y sentir cómo su propio cuerpo viajaba en suspensión y caída.

Siddharta había aguantado días, meses, años meditando, sentado al borde del agua, a la espera, pero Galen había encontrado su meditación a través del movimiento, una forma mucho más rápida. Un hallazgo a compartir. Quizá valdría la pena escribir algo sobre meditación, su propio libro, dejar su huella, su caminito de migas de pan, aunque tal vez pasaría de ensayos e iría directo a la poesía. Había visto lo que otros no habían visto aún, y por tanto la simple descripción de su experiencia sería un poema.

Ya se imaginaba a la gente haciendo cola para conocerle, y no solo en librerías y bibliotecas. En cuanto averiguaran su domicilio, se formaría una larga fila en el camino entre setos. Todo el mundo con su pala, cavando, y luego habría que traer un bulldozer para allanar la tierra.

Maldita sea, dijo. No pienses más y sigue con la pala. Cava, lanza y observa la tierra. Eso es todo. No hay más.

¿Y yo qué?, dijo su madre. Galen se puso otra vez los tapones en los oídos.

La tierra volvía a ser tierra y nada más. Una cosa que pesaba. Y aunque el día había ido transcurriendo, ahora estaba estancado otra vez.

Bueno, dijo. Tiró la pala, pero luego volvió a cogerla porque recordó que todo aquello tenía un propósito. No era solo una meditación, Galen estaba amontonando tierra para que ella no pudiera escapar.

Le escocía la piel. Estaba acalorado, quemado, escocido de pies a cabeza, tenía que parar a cada momento y rascarse los brazos, las axilas, el vientre, la espalda, la ingle. El sudor en capas superpuestas. Jennifer no sería capaz de hacer algo así.

Tiró la pala, la arrojó sin más hacia el nogueral. No había manera de concentrarse en la meditación, imposible dejar de pensar. Ahora tenía a su prima Jennifer en la cabeza, y mientras no se hiciera una paja no habría manera de poner fin a esos pensamientos.

Cruzó el jardín en dirección a la casa y al ver los cachivaches se acordó de que tenía que prenderles fuego después. Subió a su cuarto, cogió un Hustler y fue a la habitación de su madre. Estaba cubierto de suciedad, no quería tumbarse en su propia cama, y ella no iba a necesitar la suya. Además, luego lo quemaría todo. Sacaría las mantas y las sábanas de su madre, la almohada también, y hasta el colchón. Todo a la hoguera hasta que en el cuarto de su madre no quedara más que madera y papel pintado.

Se quitó el pantalón corto y el calzoncillo. La ingle completamente blanca en contraste con el resto del cuerpo, quemado y sucio de tierra. Erecto ya solo de pensar en Jennifer y en la revista. La abertura de la punta a modo de ojo que le miraba, sabiéndolo todo de él, sus secretos, el recorrido de sus pensamientos.

Se quitó el guante y la gasa. La mano le escoció. Verdadero dolor al contacto con el aire, las ampollas reventadas. Intentó cogerse la verga pero no pudo hacerlo con toda la palma de la mano. Solo el pulgar y dos dedos más, pero así era difícil progresar. No le daba satisfacción suficiente.

Hizo lo que pudo. El hombre del Hustler acababa de llegar al pueblo, sediento y cachondo. Hasta su caballo, que miraba a la cámara, la tenía tiesa.

El hombre lucía espuelas y estaba tomando un whisky en la barra mientras una mujer con enaguas rojas se la chupaba. Él apenas si se daba cuenta. Luego ella se apoyaba en una mesa, doblada por la cintura. Galen se concentró en esa imagen. Tacones altos, medias de malla, las piernas separadas, con todo al aire y mirando hacia atrás a la espera de acontecimientos. Lo que Galen quería. Nunca había probado a Jennifer por detrás. Había algo en esa postura que le resultaba más excitante que cualquier otra. Cerró los ojos e intentó verla así, ver a Jennifer con aquel vestido. Comprarían una casita en el desierto, dejarían que el polvo entrara y cubriera el suelo, y él llevaría espuelas y la haría inclinarse sobre una mesa vieja. Se tomaría un whisky mientras follaba.

Galen comprendió que necesitaba asirla con toda la palma, de lo contrario no saldría bien. La mano le ardía de mala manera y la cama de su madre se movía demasiado. Los muelles del somier le hacían botar todo el rato, y eso lo distraía. Aparte de que cascársela en la cama de su madre era un poquito raro. Casi tenía la sensación de que ella le estaba mirando. Abrió los ojos, convencido de que se la encontraría allí de pie, pero no. Estaba solo en la habitación de su madre. Era preciso concentrarse y eyacular, acabar de una vez y volver a la meditación.

Pero se había distraído más de la cuenta y estaba cansado, increíblemente cansado. Una jornada muy larga, demasiado, empezando por el desayuno en la cabaña y su madre metiéndoles prisa para marcharse. Todo lo que había pasado después había sido demencial, absolutamente demencial.

Echó un nuevo vistazo a la revista. La foto de la mujer espatarrada sobre la mesa, el hombre montándola por detrás con otro whisky en la mano. Él ni se molestaba en mirarla. Estaba mirando al techo. Era el tipo que nunca había visto a ninguno de los que se había cargado. La imagen le desconcentró. Cerrando otra vez los ojos, Galen intentó rememorar la sensación de estar dentro de Jennifer, recordó que era sedoso, y caliente y prieto y mojado, y fue acelerando el movimiento de la mano, a toda pastilla ahora, tratando de correrse, pero la mano le dolía y no pudo concentrarse y finalmente abandonó.

Joder, dijo. No puedo correrme pero no dejo de pensar en la jodienda. Qué puta mierda. La mano le hervía de dolor.

Se acurrucó de costado y se puso a descansar. Los ojos cerrados, la respiración jadeante, solo unos minutos de reposo en la cama de su madre y luego saldría y terminaría el trabajo. Largas espiraciones, mucho más agotado de lo que pensaba, y estaba perdiendo el sentido. Intentó reaccionar, sobreponerse, pero eso no hizo sino hundirlo todavía más.