Se convirtió, aquella meditación, en la más larga de toda su vida, la más prolongada, la más bella. La pala hundiéndose en el terreno, el lanzado, la tierra suspendida en el aire para caer después y llenar el resquicio entre madera y suelo sin labrar, la brecha entre lo humano y la tierra, entre pasado y presente, entre el yo y la verdad. Viejos tablones convertidos en lo transitorio, madera picada y erosionada, y debajo de ellos lo permanente, la tierra salvando distancias y distinciones a modo de puente entre ambas cosas.

Su madre un rumor constante, un acompañamiento sonoro, haciéndose eco del movimiento. Sus dedos en la brecha, empeñados en imponer distinciones, tratando de establecer una división y enterrados otra vez, evolución por enfrentamiento entre opuestos. Nueva brecha, rellenado, adiós, dedos.

Galen notaba las manos laceradas, notaba que se le hacían ampollas y que estas reventaban, rezumantes, entre punzadas de dolor, pero luego todo pasaba y él seguía lejos de allí, observándolo todo, mirándose respirar. Rodeado ahora de un manto de calor, calor que surgía principalmente de su cráneo, y tuvo que quitarse la camisa, perdió el compás apenas un momento, pero retomó el movimiento, el ritmo de las paladas. La piel desnuda al sol, lo que le permitió sentir los rayos como otras tantas saetas que atravesaran el espacio-tiempo, procedentes de los orígenes del mundo, la luz no solo de nuestro sol sino de todos los soles batiendo ahora en su espalda y perforándole la piel, más que una distracción un regalo, el calor y el mareo y el asaetamiento. Todo ello le hacía concentrarse aún más.

Le entraron ganas de beber, pero para eso ya habría tiempo. Era samsara y nada más, una distracción, y ahora estaba metido en lo que era su meditación definitiva. La llevaría hasta sus últimas consecuencias, más allá de su presente encarnación, de encarnaciones no computadas, más allá de todo aquello que lo retenía… mientras el cuerpo aguantara.

Pero eso era orgullo y nada más. No debía considerar la meditación como un logro personal. Tenía que olvidarse de valoraciones y seguir concentrado en la tierra, en cada grano de tierra. La superficie, más blanca por arriba debido al sol, más oscura debajo, aquellas formas irregulares y chocantes, toscas. Cada grano y cada terrón y cada piedra en el momento en que la palada surcaba el aire, fijarse en la posición de cada cosa en relación con las otras, ver la trama, el dibujo, y observar después la caída.

Su alma había hecho eso mismo a lo largo de muchos siglos, había visto vidas enteras crecer y esfumarse, había visto pasar otras madres. ¿Cuántas vidas completas? No, más que en siglos habría que pensar en milenios. Tal vez ya estaba allí cuando pintaron aquellas cuevas casi veinte mil años atrás, si no fue él mismo quien pintó muchos de los animales. La cueva en algún punto de Francia, fresca y húmeda, una oscura caverna en la que pocos osaban aventurarse, y él entrando cada día con su antorcha y unos trozos de carbón, para su arte. Y una joven del campamento se había fijado, levantaba la vista al pasar él mientras seguía recolectando bayas, y un buen día lo siguió hasta la cueva.

Mierda, dijo. En vez de una meditación, esto parece un número de porno.

¿Qué?, dijo su madre.

No estaba hablando contigo.

¿Un número de porno, has dicho? ¿Estás enterrando a tu madre y a eso lo llamas porno?

Galen golpeó la pared con la pala. ¡Cállate de una puta vez!, chilló. No hablo contigo. Tú no te enteras de nada. No tienes ni puta idea de lo que pasa por mi cabeza.

Has dicho número de porno.

Galen descargó golpe tras golpe contra la madera del galpón. A su alrededor el aire como en llamas, y él mareado y chorreando y empezando a ver manchas. Las manos destrozadas. Los hombros tan débiles que soltó la pala y fue tambaleándose hasta la higuera en busca de sombra.

Se sentó en la silla de hierro y se dejó caer sobre la mesa. Respiraba por la boca el aire sin oxígeno.

Tú me has llamado loca, dijo su madre, pero pensemos un poco. Ahora parecía estar junto a la pared de atrás, a solo unos palmos de Galen. La voz sonaba áspera y ronca, de tanto gritar. Has encerrado a tu madre en un cobertizo e intentas matarla.

Yo no intento matarte.

Estás amontonando tierra a todo lo largo de la pared, como si cavaras una tumba, y no haces caso de sus gritos. Y luego sales con eso del porno.

¿De quién hablas?

¿Cómo?

Has dicho «sus» gritos. Gritos ¿de quién?

De ella. Que soy yo.

Exacto. Dime, ¿quién es el que está loco?

Te podríamos buscar un terapeuta.

Creía que tenías pensado enviarme a la cárcel.

Las hay que son centros para enfermos mentales.

Lo que faltaba, dijo Galen. No quiero seguir escuchándote. Se alejó de allí tapándose los oídos con las manos, entró en la casa, buscó tapones por toda la cocina. En algún cajón su madre guardaba tapones de cera para los oídos. Toda aquella cubertería, de plata genuina, pura demencia también en la cocina. Una familia donde todo era demencial. Y él tenía que cortar con eso. Él era el antídoto. Volvería a su meditación y no se dejaría distraer por su madre.

Hasta el más pequeño artículo del siglo pasado tenía su representación en aquellos cajones. Desde gomas elásticas, chinchetas y una regla de madera, hasta botones y restos de cordel, todo viejo, allí nunca se tiraba nada, por si las moscas. Galen sacó un cajón apretando el pestillo del fondo y lo sacó al jardín para vaciarlo. Un montoncito de objetos marrones o plateados, cosas que no veían el sol desde hacía decenios.

Entró a por otro cajón, y después otro más, los fue vaciando todos. Sacó los cajones de la cocina, pero también los de la despensa, el pasillo, el comedor. Dejó lo que era pesado, platos y cubertería, y sacó los que estaban llenos de pequeñas fruslerías y los vació todos. Ni asomo de tapones para los oídos, pero el proyecto había generado algo, una especie de purga, un sacrificio ritual a la cordura, un sacrificar todo lo viejo y lo inútil.

Aquí tienes tu pasado, dijo.

¿Qué? La voz de su madre, amortiguada. El galpón no era el mejor medio acústico para dialogar.

Que aquí tienes tu pasado, repitió él alzando la voz. Y luego se le ocurrió una idea luminosa. Tus fotos, dijo.

¿Qué estás haciendo con mis fotos?

De momento nada, pero puede que las añada al montón. Todo es inflamable.

Haz el favor de no tocar mis cosas, Galen.

Puedes salir a impedírmelo cuando tú quieras.

¡Galen!

Fue al cuarto de su madre y paseó la mirada. Era la última vez que vería sus cosas, la última vez que aquella habitación sería la habitación de su madre, merecía la pena dedicarle un tiempo. Intentaría grabarlo todo en su memoria.

Mamá, dijo. Mamá. Estaba probando cómo sonaba la palabra, era por acumulación de ese tipo de cosas como se iba desarrollando la ilusión de realidad. El cuarto formaba parte de ello, un cuarto con ínfulas de pasado, un cuarto que enlazaba directamente con la niñez de su madre. Era todo ilusión, pero tenía un peso convincente. Todo del período adecuado: los viejos juguetes de madera, la ropa, incluso dibujos en la pared hechos por ella, un dibujo de una casa y personas, ellos cuatro cogidos de la mano bajo un sol enorme. Aquel sol distorsionado debería haber sido la pista.

En la estantería estaban los álbumes de fotos. Cogió dos de los antiguos, las tapas blancas como linóleo descolorido, y salió otra vez.

Traigo aquí un par de álbumes, dijo. El baúl de los recuerdos.

No me los toques.

Cabras, dijo Galen. Cantidad de cabras, aquí mismo en el nogueral, y tú con tu vestido de tirantes.

No tengo más copia de esas fotos, Galen.

Las cabras miraban a la cámara, posando al lado de la madre y la tía de Galen. Su tía la mayor, mucho más alta, sin moño. Ya entonces con el gesto avinagrado. Su madre luciendo la mejor de sus sonrisas, la cabeza un poquito ladeada. Te parecías a Shirley Temple, dijo.

Guarda esos álbumes, Galen.

¿Intentabas ser como ella? ¿Eres Shirley Temple ahora que te has vuelto falsa y rara?

Galen esperó, pero no obtuvo respuesta. Da lo mismo, dijo. Ya sé que no respondes cuando se trata de algo real. Los momentos bonitos son algo sagrado de lo que no se puede hablar. Arrancó la página del álbum y la arrugó, el cartón y las fotos y la fina lámina de plástico.

¡No!, gritó su madre. Deja eso ahora mismo.

Tiene gracia. Me gusta, esto del galpón. Puedo hacer lo que quiera. Espero que tengas el ojo pegado a uno de esos resquicios en la pared para verlo todo. Me sabría mal que te lo perdieras.

Eres peor de lo que me imaginaba, eres lo peor del mundo. Ni siquiera sé qué nombre ponerte.

Prueba con «hijo». Esa podría ser una posibilidad. Mira, una foto de los nogales. Los putos nogales, y todos los bastidores fuera.

Deja ese álbum.

En esta los abuelos no son muy mayores. Casi me los imagino viviendo de verdad, que no nacieron ya viejos.

Ellos vivieron de verdad.

Tal vez, dijo él. Desde luego, en esta foto lo parece. El problema es que no existe respuesta para nada. ¿Por qué la pegaba él? ¿Por qué trabajaba a todas horas? ¿Cómo fue que la abuela perdió la memoria?

Hablas de muchos años. Nadie puede explicar una vida entera.

Uau. Me estás hablando de tus padres, más o menos. Esto es una novedad.

Yo siempre te he hablado de ellos.

No es verdad. Jamás has dicho algo real sobre cosas importantes.

Galen.

Es cierto. ¿Por qué la pegaba, el abuelo?

Él no la pegaba.

¿Lo ves?

Nada fue como tú crees.

Vale, pues acláramelo.

Éramos una familia.

No. Por ahí sí que no paso. La palabra «familia» significa algo muy especial para ti, y tu familia nunca ha encajado en ese concepto. ¿Sabes lo que encuentro raro en esta foto?

Sin respuesta de su madre. Que ellos no paran de trabajar. Simplemente levantan un momento la cabeza, pero siguen inclinados sobre los bastidores. Y hay una hilera interminable de ellos. Así creo yo que fue la vida de tu padre. Trabajo y trabajo hasta donde alcanzaba la vista, trabajo por el placer de trabajar, nada más. ¿Familia? Cero.

Yo estaba allí, o sea que lo sé mejor que tú. Éramos una familia, hacíamos algo más que trabajar. Papá tocaba el acordeón y mamá el piano, cantábamos canciones todos juntos.

¿La abuela toca el piano?

Sí. Es que tú no sabes casi nada.

Vale. Muy bien, supongamos que quiero creerme lo de esa familia. Hay cosas que siguen sin encajar. Por ejemplo, ¿por qué la pegaba?

Te odio. Papá nunca pegó a la abuela.

Galen arrancó la foto y la arrugó.

¡No! La voz rota, desgarrada, ardiente.

No te exaltes, dijo él. Qué más da. Al fin y al cabo, nada de todo esto ocurrió de verdad. Él no la pegaba, no formabais ninguna familia, y no había bastidores ni nogales.

Galen oyó sollozar a su madre pero no hizo caso. Continuó mirando fotos y las fue arrancando, página por página.

Aquí sales con una bici nueva, dijo, y arrancó la página. Y aquí con un perro. ¿Cómo era que se llamaba?

Schatze, dijo su madre, y prorrumpió en sollozos más sonoros.

Era solo un perro, dijo él. Bueno, medio perro. No levanta ni diez centímetros del suelo. Oye, ¿de qué raza dices que era?

Dachshund.

Ah, sí. Qué error de chucho.

Me encantaba Schatze.

Ya no recuerdo qué significaba ese nombre.

«Mein Schatz» quiere decir «mi tesoro, mi amor».

Galen arrancó la página. Pues hay un montón de fotos de mi tesoro, pero después de hoy no quedará ninguna.

Te odio.

Sí, ya lo sabía. No hablemos de eso otra vez. Pasemos a otro tema.

Soy tu madre.

De eso también hemos hablado.

Tienes que dejarme salir.

Vaya, otro tema conocido. Yo confiaba en terminar con los álbumes antes de ir a por tapones para los oídos, pero parece que tendré que cambiar de plan.

Eres un monstruo.

Que sí, que sí.

Tú no eres hijo mío.

Vale. Galen contempló otra foto de Schatze, junto al árbol de Navidad. Su madre con un vestido cuya tela parecía gruesa, tal vez de pana. Y el árbol enorme, en la sala principal cuyo techo tenía dos pisos. Espumillones y todo tipo de adornos y una estrella en lo alto. Al pie del árbol un fieltro grande y encima todos los regalos, montañas de regalos. Schatze erguido sobre las patas traseras, tratando de lamerle la cara, y ella abrazándolo y riendo, mientras intenta evitar la lengua del perro. Una imagen casi convincente. Galen casi pudo imaginarse a la familia que su madre afirmaba haber tenido. Tal vez sí pasaron buenos momentos. Tal vez hubo tantos buenos momentos que acabaron por convertirse en la norma. Tal vez las palizas y el favoritismo y el fingimiento solo fueron ocasionales, la excepción a la regla. Imposible saberlo. Su madre se empeñaba en negar y proteger. Su tía se empeñaba en destruir. Ninguna de las dos era de fiar. Y su abuela no se acordaba. Las fotos eran simples momentos, material demasiado efímero. No podían explicar cómo era un día cualquiera, cómo transcurrían las horas una detrás de otra. Además, todo esto era una distracción, la forma más profunda de samsara, creer que uno pertenecía a algo, que estaba ligado a una familia, a un lugar, a un tiempo concreto. El vínculo definitivo, los cimientos para la ilusión del yo.