Tumbado en su cama, Galen contemplaba las negras cavernas del techo. Como cráteres, su propio paisaje lunar y él sin darse cuenta en todo este tiempo. Manchas flotando aún en sus ojos, erupciones solares. Su madre otro planeta, girando y girando en la lejanía. Vinculados el uno al otro por algún tipo de órbita.
El aire más fresco, incluso sin aire acondicionado. Casa vieja, paredes gruesas, tejado grueso, buen aislamiento y buenas cortinas. Como una fortaleza para defenderse del valle.
Galen cerró los ojos y las manchas solares no se ensamblaron para formar ningún dibujo. Sombras redondeadas que flotaban y se desvanecían, se desplazaban súbitamente hacia nuevas regiones, como ovnis. Susceptibles de aparecer y desaparecer en un abrir y cerrar de ojos.
Le gustó la idea de estar en la luna. La luz sería siempre oblicua, como al atardecer en la tierra, momentos antes de ponerse el sol, excepto que el sol nunca llegaría a ponerse del todo. Largas sombras proyectadas por las rocas, incluso por los granos de arena más grandes. Todo dotado de una presencia, luminoso, y ningún otro ser humano. Sin huellas. Sabría en todo momento que estaba pisando la superficie de una esfera. Sería capaz de sentirlo, sentir cómo se curvaba a su alrededor en todas direcciones. Y cuando caminara, sus pies tocarían algo que jamás había sido tocado. Iría descalzo, sentiría el ligero frescor de la superficie lunar, uniforme e inalterable, cada roca, piedra y grano de arena igualado durante miles de millones de años bajo el sol inalterable. Cada paso que diera sería más antiguo que los de un dinosaurio, removería arena de una era anterior, fragmentada y cribada y dispuesta en la época de formación de los planetas, cuando la luna se desgajó de la tierra.
Volver atrás. Ese sería el mejor de los regalos. Si pudiera retroceder unos cuantos días, ahora su madre no estaría en el galpón.
Intentó buscar una salida a aquella situación. Su madre estaba en lo cierto. Cada minuto las cosas se ponían peor para él. Estaba más atrapado aún que ella.
La mente de Galen vacía por dentro. No podía ir en ninguna dirección, de modo que se incorporó, fue abajo y salió al jardín. Ella estaba chillando. Desde el interior de la casa Galen no había oído nada.
¡Auxilio!, gritaba su madre. ¡Socorro! ¡Que alguien me ayude! Todo ello como en sordina. Estaba metida en una caja. Ahora aporreaba las paredes.
Galen se acercó al galpón e intentó ubicarla y adivinar con qué golpeaba la pared. No estaba en la parte de atrás, junto a la higuera, y tampoco junto a la pared lateral. Desde los nogales vio que la puerta colgante se movía un poco conforme ella la zarandeaba.
¿Qué haces?, preguntó.
Te van a colgar por esto, dijo su madre, y continuó chillando. ¡Socorro! ¡Estoy en el galpón!
No te oye nadie.
Alguien tiene que oírme. Y a ti te llevarán a rastras como a un perro y te cargarán de cadenas.
Vaya, qué bien. Gracias, mamá. Y, dime, ¿quién va a venir? Yo ni siquiera te oía gritar desde dentro de la casa. Piensa en lo lejos que está el vecino más cercano. Y encima con el aparato del aire funcionando a tope, hasta dentro de dos meses por lo menos.
Pagarás por esto.
Yo no tengo que pagar por nada. Todo te lo has montado tú. El espectáculo es tuyo.
Esto no va a quedar así.
Yo no he hecho nada malo.
Has intentado asesinar a tu madre. Ya sabes qué cara va a poner el jurado. Un hijo que mata a su propia madre.
¡Tú!, gritó Galen. ¡Has sido tú quien se he encerrado en el galpón! ¡Tú te has metido en el puto galpón! La emprendió a manotazos con la puerta, sin parar. ¡Me cago en ti!
Si llego a saber cómo ibas a ser de mayor, antes te mato. Habría bastado con taparte la boca y la nariz cuando eras bebé. La mar de fácil.
Tú no entiendes que tienes que ayudarme a pensar la manera de dejarte salir de ahí dentro. Eso es lo que no comprendes. Y si dices cosas como lo de las cadenas, no me das precisamente un buen motivo para dejarte salir.
No pienso hacer ningún trato contigo.
Lo harás.
Te pongas como te pongas, tú vas a la cárcel.
Maldita sea. No voy a quedarme aquí de plantón si sigues insistiendo en eso. Hace demasiado calor. Mira, quédate ahí metida hasta mañana y ya seguiremos hablando.
Quiero que me dejes salir ahora.
Oh, sí, enseguida me ocupo de eso. Se alejó en dirección a la higuera. Ella se puso a golpear paredes otra vez. Parecía que estaba lanzando bastidores.
Galen se sentó a la mesa, bajo la sombra. Tenía sed. Daba la impresión de que la tarde se eternizaba y que el aire no iba a refrescar nunca. Se volvería más denso, más compacto al paso de las horas. Al calor de aquel horno, lo que antes eran diez metros de aire se había convertido en cinco palmos de aire asfixiante.
Necesitaba más limonada, de modo que entró en la casa, preparó otra jarra, ya no tenía hielo pero el agua estaba bastante fría. El aire mucho más respirable en el interior. Fue a la despensa a por unas galletas de chocolate, un capricho, vio que había galletitas saladas y cogió un paquete. Una inspiración.
He hecho más limonada, dijo. Y te traigo algo de comer.
Ella estaba aporreando la pared lateral.
Galen tenía las galletas de chocolate en la mano, derritiéndose, la palma teñida ya de marrón. Las tiró al suelo, se inclinó para limpiarse la mano en la hierba crecida. Demasiado dulces.
Digo que tengo limonada, repitió, en voz más alta. Y te traigo comida.
Ella dejó de dar golpes. Galen, dijo. Parecía que le faltaba el resuello. Esto no puede ser. Tienes que abrirme la puerta. La voz sonaba amortiguada, y él no supo decir dónde se encontraba exactamente. Su madre dentro, a oscuras, y él a plena luz, fuera.
Me encantaría abrirte.
Pues hazlo ya.
Pero dime que no iré a la cárcel.
Vas a ir a la cárcel.
Galen abrió el paquete blanco de galletas saladas, se acercó a la pared y deslizó unas cuantas entre dos tablones. Aquí tienes, dijo. Es todo lo que podrás comer en las próximas veinticuatro horas, o sea que ten cuidado.
Será perfecto. Cuando les diga que me estaba muriendo de sed y tú me trajiste galletas saladas.
Bueno, pero todavía no ha llegado ese momento. No estás en el tribunal. Todavía lo estás viviendo. Y eso es lo que vas a comer en las próximas veinticuatro horas.
Deslizó una docena de galletas entre los tablones y oyó que su madre se acercaba y se ponía a dar golpes contra la pared. Luego empujó las galletas por el resquicio entre el suelo y la pared. Era de menos de tres centímetros, pero Galen lo vio enseguida. El galpón estaba construido sobre estacas hundidas en el suelo, y los tablones bajaban casi a ras pero no estaban enterrados. Su madre podía salir fácilmente si cavaba un poco a lo largo de la pared.
Mierda, dijo él.
¿Qué pasa?
Nada. Fue hasta el cobertizo de las herramientas, cogió una de las palas pequeñas, de bordes redondeados, y se preguntó por dónde debía empezar. Mejor esperar a que ella hiciese algo. Si se ponía a cavar, él volvería a rellenar el hueco con tierra. Pero eso implicaba estar despierto todo el rato. Si se dormía aunque fueran una o dos horas, su madre podía salir. Así pues, decidió empezar a echar paladas de tierra por todo el perímetro.
Solo que, en cuanto se pusiera a hacerlo, su madre se daría cuenta. Y ella no había empezado aún a cavar. A lo mejor ni se le ocurría. Galen no daba crédito a sus propios pensamientos.
Tenemos que hacer algo, mamá, dijo. Esto no puede seguir así. Busquemos una solución. Todo esto es espantoso. Ya ni me reconozco.
Eres el que eres. Siempre has sido el mismo. A pesar de esa basura new age, lo del alma vieja y todo eso. Pero lo que eres es un asesino.
Galen rodeó todo el perímetro del galpón y comprobó que los maderos no llegaban a tocar el suelo. Tierra dura, sin labrar, y su madre no tenía herramientas, no tenía ninguna pala, de modo que difícilmente podía llegar muy lejos, pero no lo veía muy claro. Se había convertido en un carcelero.
Los resquicios más grandes los encontró al pie de la puerta corredera, de modo que empezó por allí. La tierra estaba más dura de lo que él se imaginaba. Cada palada suponía un esfuerzo. Galen había pensado que la corteza terrestre era tan delgada que sería fácil romperla y caer hasta el otro lado del planeta, pero ya no estaba tan seguro. El mundo una ilusión, sí, pero lo que en un momento parecía fino como el papel podía volverse sólido un momento después. Cambiaba constantemente. El hecho de que Galen estuviera cavando podía haber aumentado el espesor de la tierra en aquel punto. La ilusión poniéndolo a prueba, respondiendo a su conciencia. El mundo se hacía y se rehacía a sí mismo según caminábamos por él.
El verdadero sentido era la lucha. La tierra más espesa en aquel punto para que él tuviera que esforzarse. La herramienta pesada para que él pudiera sentir físicamente que estaba haciendo algo. El mundo oponía resistencia, y era a través de la lucha como aprendíamos las últimas lecciones.
El sonido de la pala penetrando en la tierra. Era un sonido complejo y hermoso, engañosamente fugaz y no del todo compacto. Y el ligero ruido sordo de piedras y terrones y granos de arena en movimiento cuando él levantaba la pala, recordándonos de qué estamos hechos. Nuestro conocimiento era fragmentario. Hebras unidas entre sí para dar una apariencia sólida. La naturaleza fundamental de todas las cosas. Lo más emocionante era el lanzamiento, cuando arrojaba la palada contra la vieja madera gris, tapando el resquicio, y oía mil y un impactos diferentes disfrazados de un solo sonido, de un solo acto.
Galen tuvo repentina conciencia de que lo que estaba pasando era importante. Su madre encerrada en el galpón era ante todo un regalo. La última lección a aprender. Estaba a un paso de sentir y conocer lo efímero de todas las cosas. No solo ya pensarlo y sospecharlo, sino saberlo de primera mano. Aquel era su río. Galen siempre había mirado el agua pensando que su meditación sería la misma que la de Siddharta, agua donde vería formarse y disiparse las cosas, pero había tenido todo el tiempo bajo los pies su propia y legítima meditación, una meditación sobre la tierra. Había crecido junto a ella, la conocía desde siempre pero no la había reconocido. Levantó otra palada. Al lanzarla, los innumerables granitos se dispersaron en abanico para caer desperdigados después. Sintió una inconmensurable alegría, una emoción que lo traspasó de arriba abajo.
Santo Dios, dijo. Pero si estaba aquí todo el tiempo.
¿Qué estás haciendo?, preguntó su madre, pero él la ignoró. Su madre era el catalizador, nada más. Se había encerrado allí dentro para abrirle los ojos, para hacerle meditar sobre esto. Esa era la finalidad de todas sus discusiones, de todas las riñas. Pero su madre no podía saberlo. Ella no comprendería el papel que jugaba. Solo intentaría distraerle.
Gracias, dijo Galen. Acepto el regalo.
¿De qué estás hablando?
No pasa nada por que no lo sepas, dijo él. Sigues encerrada en el samsara. Eres un alma joven.
No. Estoy encerrada en el galpón porque me has encerrado tú.
Galen levantó otra palada, más liviana la pala ahora, el movimiento más fluido. Arrojó la carga, atento al dibujo que la tierra inventaba en su trayectoria ascendente a través del tiempo y el espacio.
Galen.
Era él quien estaba siendo lanzado. Ahora lo comprendía. Él era la tierra. Se estaba mirando a sí mismo.
¿Qué haces con la pala?
Calla, dijo él. Esto es importante. No dejaré que me distraigas. Estoy cada vez más cerca.
¡Eh!, chilló su madre.
Pero él hizo caso omiso, hundió la pala en la tierra, impulsado ahora por una fuerza que iba más allá de los músculos y los huesos. Se estaba convirtiendo en la acción misma. Él era la tierra, y también la pala, y el movimiento, pero algo más. Era millones de kilómetros excavados. Aquellas manos no eran sus manos. Aquel aliento no era el suyo. Aquella madre no era su madre. Este Galen no era Galen. Tenía que soltarlo todo, dejar que el movimiento acaeciera sin vínculo alguno.
Aparecieron los dedos de su madre entre la madera y el suelo, dedos blancos apartando la tierra que se iba acumulando, y más tierra paleada, a través del tiempo, sobre aquellos dedos, primero sepultados y luego asomando otra vez, una danza hermosa, un movimiento conocido desde el albor de los tiempos.
La montaña creciendo poco a poco, pegándose a la madera vieja, y los dedos de ella se desplazaron a lo largo del borde en busca de una brecha más grande, todo el dorso de una mano al descubierto, y más tierra paleada, los dedos inhumados otra vez, y una palada más, y su madre que gritaba, un sonido progresivamente amortiguado, transformado, un sonido mecido entre tierra y aire, como en una cuna, y sepultado una vez y otra.