Gritarle de aquella manera lo dejó sin fuerzas. Como si dentro no tuviera nada, solo un hueco. Ni siquiera podía llamarlo ira o rabia. Era algo mucho más desesperado, como si el mundo entero hubiera roto las amarras. Caminó hacia la casa hecho un pingajo. No le quedaba otra cosa.

La manta tenía que estar por alguna parte, la encontraría. Aunque tampoco iba a cambiar mucho las cosas, encontrarla.

El cuarto de su madre una habitación de niños todavía. Juguetes alemanes de madera en los estantes. Carretas, cascanueces, muñequitas. Un caballito de balancín, enorme, también de madera. Todo colocado en su sitio, las reminiscencias más preciadas de la infancia de su madre.

En realidad no la entendía, no sabía quién era su madre. Él no estaba presente cuando la crearon ni había vivido en los años de su reconstrucción. No sabía por dónde empezar. Y lo que ella estaba haciendo era inconcebible. E inconcebible lo que se estaban diciendo el uno al otro.

¿Qué ha pasado?, preguntó en voz alta.

Encontró la maleta pequeña en el armario, pero vacía, su madre había deshecho ya el equipaje. Apartó vestidos y prendas de abrigo, encontró bolsas con jerséis y calcetines. De la manta, ni rastro.

La cama menuda, una colcha azul cielo. Se arrodilló para mirar debajo y allí estaba. Una vieja manta marrón de la cabaña, con las huellas del delito.

Galen se tumbó en el suelo con la manta bajo la cabeza, a modo de almohada. Porque no sabía qué otra cosa hacer. Necesitaba dar marcha atrás, que no ocurrieran ciertas cosas que habían ocurrido. ¿Cuál había sido el primer encontronazo con su madre?

La manta era de lana áspera, muy vieja. Y el problema quizá estaba ahí. Galen y su madre habían topado antes incluso de nacer él. Esa era la verdad. Y nada más injusto que tener que cargar él ahora con las culpas.

No soy yo, dijo. Ni siquiera se trata de mí.

Se puso de pie, salió al patio de atrás y tiró la manta a la hierba. Luego fue a buscar cerillas a la cocina y prendió fuego a la manta, con todo lo que significaba. Vio alzarse una primera llama, casi invisible al sol. Indicios de azul y naranja. Percibió el calor a medida que el poderoso fuego consumía el tejido, y pudo ver cómo la lana se volvía negra y se reducía. Fuego que se manifestaba por lo que dejaba a su paso.

La manta se encogió formando una pelota, prieta y renegrida, para finalmente reintegrarse a la tierra y al aire en forma de ceniza y vapor de agua, un mero tizne gris sobre la alfombra verde. Era esto lo que Galen necesitaba hacer con su vida. Buscar un incendio, una regeneración, un vislumbre de que podía empezar de nuevo.

Se limpió a fondo en la ducha, frotándose salvajemente el miembro. No quería dejar el menor rastro de Jennifer. Seguro que ella ya se habría duchado tres o cuatro veces.

Llevó los calzoncillos a la parte de atrás y los quemó también. Hecho esto, fue hasta el galpón y se detuvo frente a la puerta y su herrumbroso candado.

Me muero de sed, dijo su madre. Aquí dentro te asfixias. Tienes que abrir esta puerta y marcharte. Te doy una hora de margen.

Lo he quemado todo.

¿El qué?

He quemado la manta. He quemado los calzoncillos. Me he duchado. Y ya sabes que Jennifer lo habrá hecho nada más llegar a su casa. O sea que no quedan pruebas.

Da lo mismo. Soy la testigo ocular, y eso es lo que importa. ¿Cuántas veces has visto que una madre testifique contra su hijo? Seguro que me creerán.

¿Por qué lo haces?

¿Por qué cambiaste tú?

Dudo que hubiera podido evitarlo.

Pues lo mismo pasa ahora. Dudo que a mí me quede otra elección.

Tenemos que hablar. No puedes seguir diciéndome estas cosas.

Yo no tengo que hacer nada.

Esto ni siquiera es por mí.

Me lo imaginaba. Sabía que tú ibas a pensar que no era por ti. Sabía que pensarías que era un problema mío, además de una deslealtad y una injusticia por mi parte. Pero tienes que entender que es por ti, se trata de tu persona. Eres un animal, y mereces pasarte el resto de tu vida encerrado.

Mamá. Galen no supo qué más decir. Yo no soy un animal.

Sí que lo eres.

El sol achicharrante. Caminó hasta el pequeño cobertizo anexo a una pared del galpón, en busca de sombra. Al abrir la puerta se acordó de su abuelo. Las herramientas apenas usadas, y sin embargo su abuelo se pasaba allí todo el tiempo, trabajando en el nogueral o en el seto o construyendo algo cuando no estaba haciendo de ingeniero. Su vida entera dedicada al trabajo. Lo cual debería haber hecho de él un hombre bueno, pero pegaba a su mujer, y en consecuencia nunca sería bueno. El abuelo era un maltratador. Y por culpa de eso todos los miembros de la familia salieron tarados. A él sí que habrían tenido que encerrarlo. En cambio Galen no había hecho nada malo. Su madre le echaba las culpas de su propio padre. Quería mandar a su padre a la cárcel.

Yo no soy tu padre, dijo, en voz lo bastante alta para que ella le oyera a través de la pared.

¿Dónde estás?

En el cobertizo. Y yo no soy tu padre.

¿Qué haces en el cobertizo?

Aquí dentro hay sombra. Fuera hace calor y no hay donde sentarse, pero al menos no estoy al sol.

Pues aquí dentro también hace mucho calor. Ábreme la puerta y luego te vas. Estoy cansada de esperar. Tengo que salir de aquí, necesito tomar algún líquido.

Tratas de meter a tu padre en la cárcel. Eso es lo que pasa.

No. Se trata de ti.

Galen agarró una pala y golpeó la pared. Era una pala grande y pesada, con una hoja ancha y recta, sin bordes redondeados.

¿Qué estás haciendo?

Galen repitió el golpe, varias veces, al compás.

Basta ya.

No pararé hasta que reconozcas que todo esto es por tu padre y no por mí.

Para ahora mismo.

Galen siguió machacando la madera con la pala a un ritmo constante, procurando golpear lo más plano posible para hacer el máximo ruido. Inclinado sobre las herramientas pequeñas para alcanzar la pared. Diversas tijeras de podar, pequeñas palas de jardín, herramientas acumuladas durante decenios. La pala enseguida muy pesada, un ardor en los hombros, la respiración jadeante. Pero nada de eso le detuvo.

Ella había dejado de hablar, menos mal.

Galen deseó haber cogido una pala más pequeña. No quería interrumpir el ritmo, pero al final no podía sostenerla apenas.

Vete ya, dijo ella.

Galen salió al sol y se puso a andar por el nogueral, la cabeza descubierta, atontado por el calor, sintiendo a su alrededor oleadas de aire sofocante. Los surcos irregulares y salpicados de terrones, hacía años que nadie removía la tierra. Los aspersores funcionaban todavía, finas manchas oscuras a lo largo de las hileras de troncos, evaporándose. Se descalzó y chapoteó en el fango, al menos así se le enfriarían los pies. Bajo los nogales también calor, los rayos del sol se colaban por entre las ramas, no era verdadera sombra. El nogal un árbol despiadado.

Al calor y la luminosidad del mediodía daba la impresión de que los troncos estaban separados entre sí, el nogueral expandiéndose, como el metal.

Caminó sin rumbo por la tierra entre gemidos y gruñidos. Cuando los pies se le calentaban más de la cuenta, se metía en el barro y continuaba su errancia. Mala hierba y espinos, ni una sola planta amable. Aparentemente secas, la mayoría, pero se mantenían en pie, finos tallos pardos o amarillos de puto arbusto y hierbajo de mierda. Capas y capas de hojarasca putrefacta. Y donde todavía asomaba tierra, hasta su color marrón aparecía desleído. Era más blanca que marrón. Qué lugar tan desolado. Paraíso para saltamontes, abejas y mariposas, lo peor los saltamontes, oírlos aterrizar a su alrededor. Persiguió a unos cuantos, los pisoteó recién posados en tierra, los aplastó con las manos, crujientes cuerpecillos pardos, cabezotas de grandes ojos negros que le miraban, patas demasiado delgadas como para estar hechas de algo. Deseó que se murieran todos y que se llevaran consigo las malas hierbas, que desaparecieran del nogueral. Y que después lloviera un poco. Quería que la tierra volviera a ser marrón, y que el sol dejara de apretar.

No tengo padre, dijo. Solo madre. Esto es lo que me ha tocado en suerte. Caminó hasta la cerca, una valla alta que la nueva parcela había obligado a levantar, el doble de alta que él, hecha de bloques de hormigón ligero pintados de un marrón anaranjado para armonizar con el entorno. Las casas de ese mismo color, se veía la parte superior del piso de arriba. El ruido de los aires acondicionados, todo el día en marcha. Otra especie de prisión, aquella parcela, pero nada que ver con la que le esperaba a él.

No podía ni pensarlo. No se veía en la cárcel. Era algo que su cerebro no estaba dispuesto a procesar, una imagen totalmente estrafalaria. Como estar en la luna vestido con camiseta y pantalón corto, o repantigado en una silla en Marte tomando el té.

Galen se sentía tan mareado de calor que fue a sentarse al pie de un árbol, la espalda apoyada en el tronco. Una penitencia, aquel engendro de sombra. No era sombra de verdad. El sol atravesaba las hojas del nogal. Antes eran árboles más frondosos, cuando los podaban y demás. En cambio ahora tenían ramas secas, daban menos nueces, su aspecto era deplorable.

Limonada, dijo en voz alta. Necesito un poco de limonada. Se puso de pie y atravesó todo el nogueral, otra misión lunar, sin decir nada a su madre al pasar por el galpón. Cruzó el césped, entró en la casa y se preparó una jarra de limonada. Era una jarra de cristal, con su removedor, un vástago largo de cristal transparente con una perilla transparente en el extremo, que producía un sonido agradable al remover. Añadió mucho hielo para que no chocara con la parte interior de la jarra. Estaba utilizando un preparado y no añadió limones frescos como solía hacer su madre, pero de sabor no estaba mal.

Llevó una bandeja con la limonada y dos vasos a la mesa de la higuera.

¿Galen?, dijo su madre.

Qué.

Haz el favor de abrirme ahora mismo.

Lo siento, dijo él. Estoy ocupado. Arrimó una silla a la pared del galpón, trasladó allí la mesa. La sombra de la higuera, en aquel punto, era ideal. Grandes hojas, un árbol viejo y enorme, y gozando de perfecta salud vegetal. Galen se sirvió un vaso. ¿Tú también quieres?, le preguntó a su madre.

¿Qué?

Acabo de servirme limonada. ¿Quieres un vaso?

Sí.

Bueno. Le sirvió un vaso. Toma, dijo.

Eso es crueldad.

¿Ah, sí? Eres tú la que se ha escondido ahí dentro. A salvo en tu santuario. Si quieres limonada, sal y ven a por ella.

Tomó un sorbo. Mmm, dijo. Qué rica. Con la sed que tenía. Hoy hace un calor infernal.

Oyó cómo su madre sacudía y golpeaba la puerta, los sonidos amortiguados porque estaba al otro lado del galpón.

¡Galen!, gritó.

Eso se llama maltrato, dijo él. Procura frenar esa furia. Si vienes a sentarte y a tomar un vaso de limonada tranquilamente, hablaremos. Somos dos personas razonables.

Les voy a decir que has intentado matarme. Les voy a decir que me has encerrado aquí.

Te has encerrado tú por dentro.

En el candado estarán tus huellas dactilares.

Bueno, dijo él, empinando el codo. Cerró los ojos e intentó concentrarse en la limonada. Fría y dulce y también amarga. No sabía cómo habían llegado a aquella situación, él sentado bajo la higuera y su madre encerrada en el galpón, empeñada en mandarle a la cárcel. Esto no podía ser real. No entiendo por qué ha pasado todo esto, dijo.

Violaste a tu prima. Es así de simple.

Si continúas diciendo eso, ¿cómo voy a dejar que salgas?

Déjame salir ahora mismo.

¿Sabes lo que me imagino cuando me imagino la cárcel?

Haz el favor de venir hasta la puerta y abrirme.

Me imagino en la luna en camiseta y pantalón corto. Es lo que me ha venido a la cabeza hace un momento, ahí en el nogueral.

Como no abras esta puerta, te caerá algo más que la cárcel. Te condenarán a muerte.

Aunque sea la luna, el aire es respirable. La temperatura agradable. Hay mucho silencio, sabes, no hace viento. Todo es roca y arena oscura hasta donde alcanza la vista, y sé que eso es lo que hay. Para mí. No veré a ningún otro ser humano. No veré ningún otro color aparte del de la roca y la arena…

La cárcel no es la luna.

Ya. Lo que trato de decirte es que no me imagino la cárcel. Ni siquiera me la imagino. No puedo ir.

Pues irás.

No, si lo que te digo es que no pienso ir.

Que te crees tú eso.

Muy bien, dijo él. Se levantó y cogió la jarra. Luego se arrimó a la pared del galpón y vertió la limonada por encima de uno de los tablones. Ahí tienes, dijo. Que aproveche.

Les voy a contar todo esto. Se van a enterar hasta del último detalle de cómo me torturaste.

Tortura, dijo. Vaya, ahora soy un torturador. ¿Qué más serás capaz de llamarme?

Cualquier cosa menos mi hijo.

Galen rio. Estupendo. Fantástico. Gracias, mamá. Eres una madre cojonuda. Muchas gracias por estar ahí para ayudarme.

Galen. Métetelo en la cabeza. Cada minuto que me tienes aquí encerrada solo empeora las cosas.

Mamá. Métetelo en la cabeza. Estás encerrada en un puto cobertizo.