Los higos maduros. El aire, cálido y quieto, saturado de su aroma. Galen en el árbol apretando un higo con ambas manos hasta que la morada pulpa asomó por una costura, y luego chupando la carne de aquel fruto delicioso. Pringadas las manos, pringada la cara.

Era consciente de que comía para ahogar su pena. Nunca volvería a ver a Jennifer. Era como si le hubiesen arrancado un trozo del pecho y en su lugar hubiera un agujero negro, cada vez más denso, con un peso inverosímil.

Se agarró fuerte a una rama con las piernas, se colgó de ella y avanzó desplazando alternativamente las manos y estirándose hasta que pudo alcanzar dos enormes higos, gruesos, calientes y fofos por el sol. Debajo de la piel, la pulpa tan madura que era casi translúcida.

Galen. Su madre le estaba llamando.

Pensó en no contestar. Si no le contestaba nunca más, ¿qué podía pasar?

Galen, repitió ella. Había salido al jardín por la puerta de atrás y llevaba una bandeja de emparedados.

Oh, no, otra vez saladitos de salchicha, dijo él.

Ah, estás ahí, dijo su madre. Pero en un tono carente de alegría, no como antes de la excursión a la cabaña. Sonó más bien como si hubiera localizado a su blanco.

Hoy almuerzo higos, dijo él.

Tengo que hablar contigo.

Bueno, pues te escucho desde aquí arriba.

Ella dejó la bandeja sobre la mesa de hierro forjado. Galen podía ver el dibujo floral de la mesa, y por primera vez le pareció un mueble bonito. Un viejo armatoste, pero bonito.

He tomado una decisión, dijo su madre.

A ver, a ver.

Hace años tú fuiste toda mi vida, dijo ella. Es verdad. Quería tener un bebé. No sé por qué razón. Y si pudiera volver atrás y hacer que no hubiera pasado, no lo dudaría ni un momento. Pero durante un tiempo, tener un bebé fue una cosa mágica.

Gracias, dijo. Por eso que has dicho de volver atrás.

Calla y escucha. Te estoy haciendo un regalo. Vas a saber toda la historia.

Galen tuvo ganas de gritar, pero al mismo tiempo estaba asustado, de modo que solo se desplazó en la rama hasta acomodarse en un horcajo con uno de los troncos principales. Sin soltar los dos higos que tenía en una mano.

Vi abrírseme el mundo. No sé muy bien lo que vi ni cómo fui capaz de creerme todo aquello, pero quizá me imaginé a los dos jugando en el nogueral al corre que te pillo, entre los árboles. Mostaza y flores silvestres, muchas risas. Algo de eso hubo, rememorar los mejores momentos de mi niñez.

Su madre no le estaba mirando. Miraba hacia el nogueral, y tenía la taza de té entre las manos, pero como flotando allí, sin beber de ella.

Esto parece una clase de extraescolar.

Tú siempre quieres minimizarlo todo. Te has pasado la vida intentando minimizar las cosas. Pero esto es importante para mí, así que voy a continuar. Y para mí es importante hacértelo saber. Una vez y no más.

Vale, dijo él.

Había una sensación especial, en relación contigo. Como la mañana de Navidad, sabes, una cosa tan inocente y tan pura como eso. Lo que yo me imaginaba era alegría. Y, en el fondo, creo que lo que quería era reconstruir mi infancia. Volver atrás y arreglarlo todo, vivirla como hubiera tenido que ser.

Su madre seguía sin dirigirle la mirada. Galen estaba desconcertado.

Se suponía que tenía que haber un hombre. Y creí que lo había encontrado, pero cuando le dije que estaba embarazada, vi cómo todo se desvanecía. En menos de un minuto. Fue así de rápido. Todo lo que él había sentido por mí se evaporó sin más.

¿Quién era?

Esa oportunidad la perdió. No se le va a nombrar ni se va a contar nada de él salvo la única parte que importa, es decir, que permitió que todo terminara en menos de un minuto. Es cuanto necesitas saber de él.

Vaya. Muchas gracias. El «minuto papá». Como si eso explicara gran cosa.

Lo explica todo. Explica cómo son en verdad los hombres, unos seres que solo se preocupan de sí mismos. Y tú eres igual, Galen. Quise pensar que serías diferente. Esa era mi esperanza.

Me estás largando un puto rollo egoísta. Deberías oírte, coño.

Eso, estupendo. Directo a los tacos. Todo violencia. Así son los hombres.

Que te jodan.

Oh, sí. Uno de los insultos favoritos de los hombres. Pero no dejaré que me interrumpas. He venido a contarte una cosa.

Había una vez.

Sí, exacto. Había una vez, porque fue un cuento de hadas. Yo estaba convencida de que podías ser bueno.

Galen aborrecía aquella conversación.

Me pasaba todo el día contigo. Y así durante años. Te enseñé a aprender cada palabra. Piénsalo detenidamente. Yo te ayudé a aprender hasta la última palabra que conoces.

Galen intentó concentrarse en sus espiraciones, necesitaba calmarse.

Te ayudé a aprender los sonidos. La s, la z. La diferencia entre la p y la b.

Pues gracias, dijo él. Si es eso lo que estás buscando, gracias por enseñarme tantas cosas.

Cállate. Tienes que escuchar. Hoy te toca escuchar y nada más.

Vete a la mierda.

Hoy me vas a tener que escuchar porque he tomado una decisión, y es preciso que sepas en qué consiste esa decisión. Y deseo que la entiendas. Quiero que sepas por qué la he tomado.

Pues entonces ve al grano. ¿Cuál es la decisión?

No. Primero quiero que lo entiendas.

Joder.

Me da igual cómo te pongas, haz el favor de callar y escucha.

Está bien. Habla.

¿Por dónde iba? Dejó la taza, puso las manos planas sobre la mesa, se las miró. Ah, sí. Vi cómo se iba desarrollando tu carácter. Cómo reías y cómo luego te olvidabas de reír. Cómo sonreías y cómo esa sonrisa se torció y cambió, cómo el mal humor y los lloros se convirtieron en rabia, aunque debo reconocer que no comprendo esa rabia. Tu rabia es algo externo, raro, soy incapaz de verla venir. Tu rabia es una manifestación de que ya no eres mi hijo.

O sea que tú solo te atribuyes lo bueno, ¿eh?

Lo único que hago es analizar las cosas. Y hay una brecha. Y son esas brechas las que te han convertido en alguien con quien no puedo convivir.

¿Esa es la decisión?

No. Tiene que ver. Bueno, puede que sea la decisión, sí. Puede que en el fondo se trate de eso, que ya no te quiero más en mi vida, pero de lo que necesito hablarte ahora no es de la decisión.

A ver si te aclaras, joder.

Tengo que explicar más cosas. Si es que ni siquiera he empezado. Tú te vas a poner furioso, te vas a sentir traicionado, vas a pensar que es injusto, y que se trata de mí y no de ti. Pero quiero que lo entiendas. Y necesito que sepas que en realidad se trata de ti.

Me estoy volviendo loco. Bueno, tú sí que estás loca.

No lo estoy. Y no vuelvas a decirme eso.

Loquilandia, dijo Galen. Ese es tu hábitat desde hace una temporada. Cada tarde el puto té y los putos emparedados. ¿Qué clase de gente vive a diario en un mundo de fantasía? A ver, di.

No voy a dejar que me distraigas.

Piénsalo. Los niños, vale, pero ¿quién más vive siempre en un mundo de fantasía? ¿Qué clase de adultos, y en qué sitio viven todos juntos?

Por fin, su madre levantó la vista y le miró.

Ese es el regalo que me haces, dijo. Llamarme loca.

La granja de los chiflados. Tú te criaste en una granja de chiflados, pero estás a un paso de acabar en otra. A Galen le gustó esa idea, pero calló, en el fondo no quería herir a su madre. Ese había sido siempre el problema. Su madre se merecía un trato peor, pero a él le faltaban agallas.

No pienso moverme de aquí, dijo ella. Pero tú te vas.

Entonces, ¿es esa la decisión?

No.

¿Me pones de patitas en la calle, como me amenazabas el otro día en la cabaña?, ¿a pesar de que no has dado un palo al agua toda tu vida?

Déjame continuar, dijo ella. Estoy tratando de decir que yo te quería. Te quise siempre, lo hice lo mejor que pude.

Eras mi madre. Se supone que tu obligación era esa.

No entiendes nada de nada.

Nadie te obligó a tenerme.

Ella meneó la cabeza. No voy a permitir que me hagas esto.

Oh, claro, te estoy haciendo cosas espantosas, ¿verdad? Soy yo el que profiere amenazas, diciendo que ha tomado una decisión radical.

Hice lo que pude incluso cuando empezaste a volverte como eres ahora, incluso cuando todo lo que hacías era horrible. Intenté seguir queriéndote, intenté perdonar. Intenté dejar que fueras lo que te hiciera falta ser, aunque eso significara tenerte viviendo en casa toda la vida.

Que es lo que has hecho.

Déjame terminar.

No, si todo lo que dices son majaderías. Solo te escucharé si hablas con una cierta lógica. Si son chifladuras, no tengo por qué escucharte.

Te odio. No sabes cuánto.

Muy bien, dijo Galen. Tiró los dos higos y se bajó del árbol. Estupendo. Eres una madre cojonuda. Has superado cosas del pasado, que es lo que tú querías.

La madre de Galen estaba llorando en silencio, con grandes hipidos. Apenas podía hablar. Ya sé que no debería odiar a mi propio hijo, dijo entre sollozos. Pero te odio.

Tranquila, no tendrás que verme más. Me traslado al cuarto de encima del galpón.

La madre de Galen esbozó una sonrisa. Fue de lo más extraño. No había dejado de llorar, pero estaba sonriendo. Luego tomó aire por la boca y lo que hizo fue echarse a reír. En vez de soltar lágrimas, ahora se reía de él.

¿Qué pasa?, preguntó Galen.

No lo entiendes, dijo ella. No tienes ni idea.

Vale, soy un imbécil. Tú te has explicado muy bien.

Su madre sonreía. Crees que puedes mudarte al galpón y todo arreglado.

Sí, señora. Me mudo al galpón. No me verás el pelo, pero a cambio me darás pasta para estudiar, comer y algunas cosas más. Vas a dejar de joderme la vida.

No es al galpón adonde vas a ir, dijo ella.

Ahora mismo traslado mis cosas. Galen echó a andar hacia la casa.

Vas a ir a la cárcel.

Paró en seco. Tuvo una repentina sensación de calor en todo el cuerpo. ¿Has dicho la cárcel?, ¿he oído bien?

Sí.

¿Y por qué tengo que ir a la cárcel?

Por haber abusado de una menor.

No digas bobadas.

Tu prima tiene diecisiete años. Tú veintidós. Aunque no fueseis primos, eso sería abusar de una menor. Pero dado que es tu prima, puede que haya incesto también. Ya se verá.

Esto es el colmo. Mira, no pienso seguir hablando contigo. A eso me refería con lo de loquilandia.

La distancia hasta la casa le pareció mucho mayor que antes. Como si el jardín se extendiera interminable a ambos lados y solo le quedara para caminar una especie de angosto puente de hierba hasta la puerta de la despensa. Una vez dentro por fin, se sintió a salvo. Cruzó a paso vivo la cocina, fue hacia la escalera y subió a su cuarto. Cogió el talego, que aún no había vaciado desde la llegada, y se lo echó al hombro.

Su madre estaba en la escalera. Yo actuaré de testigo, dijo. Ah, y he traído la manta de arriba, la manta donde estabais los dos acostados. Como prueba.

¿Has recogido pruebas, encima?

Así es. Da igual que tú y ella lo neguéis: tengo pruebas. Y tú no te has duchado, o sea que también eres una prueba del delito. Y Jennifer no se ha duchado tampoco.

Estás majara.

Quiero que sepas que te he querido toda la vida, pero esto se acabó. Debo hacer lo que me dicta la conciencia. Y que sepas también que no podré ir a verte a prisión. No pienso poner el pie allí. No dejaré que eso forme parte de mi vida.

Vaya, lo has pensado a fondo.

Sí.

Lo tienes todo calculado. Mandas a tu hijo a la cárcel y pasas de visitarlo.

Después de dejar a la abuela en la residencia, he estado a punto de ir derecha a la policía. Pero antes quería explicarte el motivo. Quiero que lo entiendas. Es el regalo que te hago.

La casa se le antojó a Galen una caverna. Las luces apagadas, las persianas bajadas. Grandes huecos arriba en el techo. Una cárcel. Y era su vida, la de él, no la de otra persona. Él viviendo en la cárcel. Sin haber hecho nada malo.

No entiendo nada, dijo. Te juro que no sé cómo hemos llegado a esto. Tenía que medir mucho sus palabras. Ella estaba loca de verdad. No puedo ir a la cárcel, dijo. Eres mi madre.

Soy tu madre, sí. Y por eso mismo debo hacerlo. La responsabilidad es mía.

Por favor, piénsalo bien. Estás hablando de la cárcel.

Sí.

Estás hablando de mandar a tu propio hijo a la cárcel.

Sí.

Ella estaba extrañamente atenta y despierta. Al principio, Galen no supo identificar la causa, pero luego sí. Estaba nerviosa, exaltada. Estás exaltada, dijo.

Supongo que sí. Ha durado tanto, dijo ella. Te he tenido miedo durante mucho tiempo. Pero ya no tendré que verte más. Voy a rehacer mi vida.

No puedes echar a la gente así como así.

Te has echado tú mismo.

Por favor. Soy tu hijo, mamá.

Ella dio media vuelta, acabó de bajar la escalera y se metió en la cocina.

¿Adónde vas?

No respondió, pero en la cocina había un teléfono. Galen dejó el talego en el suelo y bajó a toda prisa. La luz de la cocina estaba encendida y su madre tenía ya una mano en el teléfono.

¡No!, gritó él.

Ella apartó rápidamente la mano al verlo acercarse. Lanzó un grito y salió corriendo por la puerta de la despensa.

Él la siguió hasta el jardín, pero su madre corría ya hacia el galpón.

Pero ¿qué cojones haces, mamá?, le chilló. Soy tu hijo. No soy un monstruo ni nada de eso.

Ella se perdió de vista al doblar una esquina y él se quedó allí parado en el jardín. La cárcel. No se lo podía creer. Todo aquello no podía ser real de ninguna manera. Pero lo parecía. La sensación era mucho más real que nada de lo que hubiera sucedido hasta entonces. El mundo no se le antojaba ya una ilusión. Su madre estaba a punto de llamar a la policía. Eso era una terrible y aterradora realidad.

Galen sintiéndose acorralado. El galpón, la casa, los árboles, el nogueral, todo se precipitaba lentamente hacia él. El fin del futuro. No tener futuro en absoluto.

No soy una basura, chilló. No soy algo que puedas tirar como te venga en gana.

Surcó aquel aire tan denso, tan caliente, rodeando el galpón por el lado del nogueral hasta la puerta corredera. Estaba cerrada. Se quedó allí de pie, bajo el tórrido sol, y suplicó. Por favor, dijo. Te lo ruego. Me marcharé. No tendrás que verme. Pero no me hagas ir a la cárcel. Ni siquiera sé qué es la cárcel.

Se dejó caer de rodillas en la tierra, en los surcos quebrados. Por favor, suplicó. Por favor.

Notó el calor que emanaba de la madera vieja y del suelo. El cuerpo empapado. Se acercó, de rodillas, y puso la mano en el picaporte. Solo entraré para hablar, dijo. Solo quiero hablar. Pero ella había atrancado la puerta de alguna manera. No corría.

Galen se levantó y tiró con fuerza. No había manera. El viejo picaporte oxidado, la vieja cerradura colgando. No había pestillo por dentro, pero ella debía de haber metido una cuña de madera o algo.

Por favor, dijo. Déjame entrar. Tenemos que hablar.

Te voy a dar ventaja. Si te marchas ahora mismo, esperaré una hora antes de llamar.

No. Yo no quiero una hora. No puedes hacerme esto, mamá. Se dejó ir contra la puerta, madera vieja y gris, áspera y curtida a la intemperie, caliente al tacto.

Todo aquello era demasiado injusto. Abusar de una menor. No había habido violación. No soy ningún violador, mamá, dijo.

Ella guardó silencio, esperando dentro del galpón, en aquel entorno de su niñez. Una infancia tan especial para ella que no permitía que nadie la tocara. Una mentira, de principio a fin.

No soy ningún violador.

Sí que lo eres. Abusaste de ella. Y nunca más volverás a abusar de mí.

¿Y ahora qué coño dices? Galen aporreó la puerta con la palma de la mano.

¿Lo ves?

Estás loca.

¿Lo ves?

Deja de decir eso, coño.

¿Lo ves?

De pura frustración, Galen se puso a chillar y a patear la puerta.

Eres una fiera, un animal, le gritó ella. Y los animales tienen que vivir en jaulas.

Galen se apartó unos pasos, dio media vuelta y descargó una patada con el pie plano. Pero la puerta resistió. Te voy a dar yo abusos, dijo. Si vas a seguir empleando esa palabra, más vale que aprendas lo que significa.

Me estás dando más argumentos de cara al juicio. Les diré que intentaste matarme.

Galen dejó de golpear la puerta. No se lo podía creer. Su madre continuaba tergiversando las cosas. Era preciso pensar un poco, buscar la manera de salir del embrollo.

Mira, dijo. Vamos a calmarnos y a analizar todo esto. Yo nunca te he hecho daño. Yo no he violado a nadie. ¿Estamos de acuerdo en eso, por lo menos?

Eres un violador.

Galen no podía continuar allí. Si se quedaba, se pondría a gritar. Necesitaba alejarse un rato, serenarse y pensar. Pero no podía permitir que, mientras tanto, ella llamara a la policía.

Había una barra para atrancar la puerta. La colocó en su sitio y luego intentó cerrar el candado. No era fácil porque estaba herrumbroso, pero levantó una pierna para apoyar en ella la base del candado y luego empujó con las dos manos hasta que consiguió cerrarlo.

¿Qué estás haciendo?

Cerrar el candado. Tengo que pensar un rato. Necesito aclararme y no puedo dejar que llames a la policía.

Ella se echó a reír. Oh, perfecto. Con esto ya tienes un pie en el cadalso.

Pero ¿tú eres mi madre?, gritó él. Con tanta fuerza que le dolió la garganta, como le pasaba al vomitar, boca y garganta completamente abiertas, ardiendo. ¿Eres mi madre?