A la mañana siguiente, la madre de Galen dijo que hacían el equipaje y se marchaban.

Pero con lo bien que lo estamos pasando, dijo Helen. Estoy disfrutando de la cabaña. ¿Por qué no nos quedamos un par de días más?

¿Por qué nos marchamos?, preguntó la abuela de Galen.

Yo me ocuparé de la cocina, dijo la madre de Galen. Si quieres, échame una mano, mamá.

Yo quiero más beicon, dijo Jennifer.

Ya hemos terminado de desayunar.

No, señora. Mi hija quiere más beicon, así que fríele un par de lonchas, Suzie-Q.

He dicho que hemos terminado.

Pues que lo haga mamá. Mamá, prepárale unas lonchas a tu nieta.

A mí no me hables en ese tono.

Deja que te cuente un cuento, mamá. Érase una vez un gato. ¿Te acuerdas del gato? ¿De la gata, para ser exactos?

¿Se puede saber de qué hablas?

Mamá, no le hagas caso. Vamos a vaciar los armarios. Iré al coche a por las cajas.

Era una gata ciega y sorda. En Gatolandia se sucedían las putadas, pero la gata ni enterarse.

Nos vamos, Helen, y si quieres volver en mi coche, tendrás que callarte.

Cómo eres, hermanita, si solo intento hablar de mis sentimientos.

Ya he oído bastante. No aguanto ni un momento más. Dentro de diez minutos me marcho. Diez minutos. Que se quede la cocina como está. Tenéis diez minutos para recoger vuestras cosas y subir al coche. Coge tu bolso, mamá, que Galen te ayudará con lo demás.

Y se fue escaleras arriba.

Bueno, dijo Helen. Parece que nos marchamos. El coche es suyo y las llaves las tiene ella, qué se le va a hacer.

No entiendo qué está pasando.

Que tu hija intenta rescatarte de mis garras. Pero resulta que yo también soy hija tuya. Qué gracioso, ¿verdad? Bueno, y un poquitín injusto, si nos atenemos al pasado.

No te comprendo.

Oh, bueno, mejor para ti. Yo creo que has perdido la memoria adrede, porque si no recuerdas nada, nadie te puede hacer responsable, ¿verdad?

Vamos, abuela, dijo Galen. Te ayudaré a hacer el equipaje en tu cuarto.

Ah, la nueva Suzie-Q al rescate.

Tenemos que irnos, abuela.

Lo que yo quiero, dijo Helen, puesto que tanto os interesa saberlo, lo que quiero es dar marcha atrás a todo. He aquí el nivel de responsabilidad que ando buscando.

Galen tomó a su abuela del brazo y ella se levantó por fin. Perdona, Helen, dijo. Sea lo que sea, lo siento, ¿de acuerdo?

No te pongas estirada conmigo, mamá. Me daré por satisfecha cuando puedas desandar el camino y hacer que lo ocurrido no haya ocurrido. Entonces sí que podrás pedirme disculpas.

Galen tiró de su abuela hasta el dormitorio de la parte delantera y la ayudó a meter las pocas prendas de ropa en una bolsa pequeña.

No me encuentro bien, dijo ella.

¿Qué te pasa?, preguntó Galen. ¿Estás enferma?

No, enferma no. Me parece. Pero me siento mal. Fatal.

Lo siento, abuela. Cerró la cremallera de la bolsa y le pasó el monedero de color ante. Ya está todo, dijo. Ahora iremos al coche. Ven.

Estaba dispuesto a enfrentarse a Helen en caso necesario, pero ella aún no había entrado en la sala de delante. Galen y la abuela pasaron por el estrecho espacio entre sofá cama y pared y salieron de la cabaña. Él dejó la bolsa en el maletero y abrió la portezuela del lado del acompañante.

¿Nos vamos ya?, preguntó ella.

Sí. Dentro de nada. Vuelvo enseguida.

Bueno, dijo ella, y se sentó con el bolso sobre el regazo. Él cerró la puerta y volvió a la cabaña.

Estaban en la sala, recogiendo sus cosas, no le hicieron el menor caso. Galen subió a su cuarto y se topó con su madre en el rellano, dispuesta a bajar con su maleta.

Lo siento, dijo él, pero ella no dijo nada. Esperó a que pasara él y luego empezó a bajar. Galen metió sus cosas en el talego y después se tumbó un momento en la cama. Cuántas cosas habían sucedido en un par de días. Pero lo que seguro no iba a olvidar era el polvo con Jennifer. El punto álgido de su vida. Ella abierta de piernas en la cama donde él se encontraba ahora.

Tuvo una erección repentina. No parecía el momento para hacerse una paja, pero aun así empezó a tocarse, deprisa, rememorando imágenes de Jennifer en la cama. Preservando sus recuerdos, manteniendo viva la memoria. Quería acordarse de todo ello cuando fuera viejo. Quería cascársela en su lecho de muerte recordando a la Jennifer de diecisiete años.

Se limpió con el papel higiénico pero luego no supo dónde tirarlo. Habían vaciado ya la basura y el hornillo estaba apagado. Si lo dejaba allí olería, y si lo llevaba consigo al coche, lo olerían también.

Bajó por la escalera con el talego en una mano y la pelota de papel higiénico en la otra, detrás de la espalda. Al llegar abajo, miró en ambas direcciones y al no ver a nadie se coló en la cocina y de un salto se acercó al cobertizo y tiró la pelota de papel al suelo, para las ardillas. Tal vez serviría como aislante para alguna madriguera, o nido, o lo que tuvieran las ardillas. Después fue a cerrar la llave del agua y bajó de nuevo al porche, donde se topó con su madre.

Ya he cerrado el agua, dijo.

Ella no abrió la boca. Parecía otra, como si no fuera su madre. No dio la menor señal de reconocerlo ni de haberle oído. Dio media vuelta, caminó hasta la espita para dejar que saliera toda el agua y luego montó en el coche. Galen subió también, se acomodó detrás con Helen y Jennifer y arrancaron.

Adiós, cabaña, dijo él, como hacían siempre. Esta vez no sonó con la alegría acostumbrada.

Recorrieron el camino de tierra y cruzaron el puente. Galen intentó ver alguna trucha en el arroyo. El arpón, dijo de repente. Me he olvidado el arpón.

Su madre como si nada.

Tenemos que volver, dijo él, pero ella no se detuvo, y poco después se incorporaban a la autopista y el aire entraba a raudales. Todavía no he pescado ninguna trucha, gritó él entre el estruendo. Maldita sea.

Doblaron la curva desde la que se divisaba el Salto de la Amante, donde una joven india se había tirado desde las rocas afligida por la pérdida de su enamorado, pero Galen estaba en el lado malo y la mafia no le permitía ver por la otra ventanilla. Sacó la cabeza por la suya, como los perros, dejando que se le hincharan de aire los carrillos, y alcanzó a ver la Cola de Caballo, un momento apenas.

Volvió a meter la cabeza. Este año quería ir de excursión a la Cola de Caballo, gritó. ¿Por qué tenemos que irnos tan pronto?

Su familia, al parecer, se había convertido en piedra, nadie era capaz de articular palabra. Pues muy bien, dijo.

Bajaron de las montañas, y ahora los pinos eran de un verde pálido, como si un acuarelista los hubiera pintado en la ladera boscosa. Se acercaban al restaurante de Sam, que contaba con todos los videojuegos imaginables, entre ellos varios que no se encontraban en ninguna otra parte. Por ejemplo, uno de fuego antiaéreo que utilizaba películas reales de aviones. Si uno afinaba la puntería y daba en el blanco, la película cambiaba a imágenes de una bola de fuego, el avión explotando. ¿Podemos parar en Sam’s?

No hubo respuesta. Nadie había dicho nada en todo el trayecto. Cada cual pensando en sus cosas, o sin pensar en nada. Espectros en pausa. La pierna de Jennifer contra la suya propia, y Galen creía ya haberla perdido para siempre, sentía una inquietud y una desesperación que lo tenían a punto de gritar. Pero intentó contenerse. Ignoraba qué podía suceder, ignoraba qué se proponía hacer su madre.

Al coronar la última colina pudieron ver a sus pies el Central Valley, interminable extensión llana de seca hierba amarilla con algunos trechos regados. Era un desierto, más que un valle. El aire tórrido machacando las ventanillas. Una versión del infierno. Entonces, ¿por qué se había instalado nadie en semejante lugar? ¿Solo porque era más fácil plantar en terreno llano que en una ladera? Galen no lo entendía. El valle entero un voluntario campo de internamiento para estúpidos y pobres. Pero sus abuelos tenían dinero y cultura y acabaron allí. Quizá porque ambos eran inmigrantes y no sabían dónde se metían. Lo que Galen no entendía era por qué él se había manifestado en tal lugar y tal historia. ¿Qué se podía aprender de todo ello? ¿Por qué venir a semejante sitio? ¿Por qué obligarse a sufrir?

Hogar, dulce hogar, chilló contra el viento.

Silencio en el coche, naturalmente.

La casa de la pradera, gritó. Nuestra casita bonita. Nuestro infierno particular.

Estaba visto que no iba a provocar ninguna reacción.

Soy un enano, gritó. Soy un conejito. Soy un celacanto.

Eres una cagarruta, gritó su tía.

Por fin, dijo él. Un poco de conversación. Muchas gracias.

El rey del mambo es una cagarruta, continuó su tía. Una cagarruta con ínfulas. Una caca seca con glándulas, que rima con ínfulas. Ya ves, aquí todos poetas.

Galen se preguntó qué se sentiría estrangulando a alguien, tener una garganta entre las manos y apretar con los pulgares hasta el final. Seguro que no era fácil. La garganta más rígida de lo que uno esperaba: no debía de ser fácil aplastar una tráquea. Pero de buena gana lo habría probado.

Miró de reojo a su tía, pero ella tenía la cabeza vuelta hacia el otro lado. Jennifer estaba sonriendo, seguramente riéndose de él. Y que este fuera el último momento que iban a pasar juntos…

Optó por contemplar los aburridos barrios periféricos hasta que pasaron a la altura de Bel-Air.

Aquí hacen las mejores tartas de calabaza, dijo.

Sí, dijo su abuela, es verdad. Tienen unas tartas riquísimas. Y creo que no llevamos ninguna. Deberíamos parar.

La madre de Galen siguió conduciendo.

Suzie-Q, tenemos que parar en Bel-Air.

Venimos conduciendo desde la cabaña, mamá. Hemos de dejarte en la residencia y luego ir a casa y deshacer el equipaje.

Hace tanto tiempo que no pruebo tarta de calabaza, dijo Galen.

Sí, dijo su abuela. Demasiado tiempo. Tuerce a la derecha, Suzie-Q.

La madre de Galen miró a este por el retrovisor. Fue una mirada comedida, no la que él se esperaba. El pollo con dumplings estaba muy rico, mamá, dijo ella por fin.

¿Qué?

Lo hemos pasado bien en la cabaña, y tu pollo con dumplings me ha encantado. Los dumplings estaban perfectos.

Ah, dijo la abuela. Vaya, muchas gracias.

Bel-Air había quedado atrás, y al poco rato llegaban a la residencia, hormigón y desesperación, un sitio donde renunciar a todo y que se olvidaran de uno. De hecho Galen no se acordaba de que tenían que pasar por la residencia, se había acostumbrado a tener a la abuela cerca.

¿Por qué la traemos aquí?, preguntó.

¿Qué sitio es este?, preguntó la abuela. Me suena. ¿Es un hospital?

La madre de Galen no dijo esta boca es mía. Aparcó enfrente del edificio y bajó del coche. Sacó la bolsa de su madre del maletero y luego le abrió la puerta.

¿Qué hacemos?, preguntó la abuela de Galen.

Estamos en casa, mamá.

Esto no es mi casa.

Sí lo es.

No me gusta este sitio. Llévame a casa ahora mismo, Suzie-Q.

Esta es tu casa, mamá.

Galen no pudo más. Su abuela estaba ya suplicando. Llevémosla a casa, dijo.

Pero su madre hizo oídos sordos. Cogió a la abuela del brazo con suavidad. Venga, mamá, dijo, y la ayudó a bajar del coche. Ya está. Ahora te dejaremos bien instalada.

La abuela volvió la cabeza y miró a Galen. No me gusta este sitio, dijo.

¿Por qué hemos de meterla ahí?, exigió saber Galen.

Porque mamá se fue al bosque de noche y podría haber seguido andando hasta morirse. Porque eso también le podría pasar en casa. Le busqué este sitio tan bonito porque quiero a mi madre y porque quiero que esté a salvo, que no le pase nada malo.

Galen la creyó, por una vez en la vida. Ella con la boca abierta, deshecha, agotada, y él se dio cuenta de lo preocupada que había estado la víspera. No lo había pensado hasta entonces. Su madre tuvo miedo de perder a la abuela. Galen se sintió muy incómodo. Aquello era un vislumbre de la bondad de su madre, y a él no le gustaba pensar en la bondad de su madre.

Entraron las dos, madre y abuela, en aquel lugar espantoso. Cárcel y hospital combinados. Un sitio poblado de voces, ninguna de las cuales hablaba a las otras. Su abuela encerrada tras una cortina en aquel semicírculo blanco de linóleo, esperando. Con diez o veinte años de espera a la vista.

No debería estar ahí, dijo Galen. Casi es mejor perderse y morir que estar en esa cárcel esperando.

Eso sí es verdad, dijo Helen. Al fin y al cabo, sigue siendo mi madre.

Es una zorra, dijo Jennifer. Qué más da lo que le pase.

Sí, dijo Helen. Tal vez tengas razón.

¿Y si Jennifer algún día dice lo mismo de ti?

Bah, dijo Helen.

Yo nunca haría tal cosa, mamá.

Quién sabe. Es verdad. Quizá sí. Y no pasa nada.

El motor emitía ruidos metálicos al enfriarse, y parecía que todo el calor se transmitía al habitáculo del coche. Galen tenía todo el cuerpo empapado. Aun con las ventanillas bajadas, no entraba brisa, el aire de fuera casi tan caliente como el de dentro.

Galen abrió la puerta de su lado y se apeó, mareado. Jennifer hizo lo propio, la cara chorreando de sudor, el pelo recogido en una coleta. Compraremos una casa con aire acondicionado, dijo. Me da igual dónde esté o si es grande o pequeña, pero ha de tener aire acondicionado.

Galen empezó a caminar en círculo bajo el sol. No había sombra en ninguna parte. El asfalto irradiaba calor. Los humanos habían inventado maneras jodidas de vivir. Residencias para ancianos, coches, pavimentos, metidos en desiertos como aquel, lugares en los que uno no desearía vivir un día más. Habría sido mejor continuar andando desnudos y no inventar nada de nada. Así, uno simplemente buscaría un arroyo, un lago, unos árboles. Cualquier cosa salvo quedarse quieto en un horno de miles de kilómetros.

Es increíble que la abuela esté ahí dentro, dijo. Y este puto asfalto también es para no creérselo.

Caray, dijo Jennifer.

En serio. Cada metro cuadrado es poco menos que una tragedia. La prueba de lo absolutamente estúpidos que somos los humanos.

Abajo el asfalto.

Hablo en serio.

Ya. Por eso eres un bicho raro.

Galen siguió concentrándose en el asfalto, girando y girando en círculo con la sensación de que el centro empezaría a derretirse, un gran vórtice que finalmente lo engulliría. Es un crimen, dijo. Tenerla encerrada ahí dentro.

A lo mejor la convences para que te la chupe.

Que te folle un pez.

Un pez sí, pero tú ya no. Creo que a la abuela le enrollaría. Podríais encerraros detrás de esas cortinas y ella se sacaría la dentadura y te haría una mamada, y así se olvidaría de dónde está.

Joder. ¿Por qué eres así?

Podrías volver al cabo de una hora y repetir, porque ella no se acordaría de nada. Te podrías pasar el día entero. Jennifer se rio.

Galen se alejó hacia las puertas de cristal, pero no había llegado a la mitad del camino cuando vio salir a su madre.

La abuela no debería estar aquí, dijo. Aunque se escape y se muera, es mejor que estar ahí metida.

Su madre hizo caso omiso y fue hacia el coche. Montó y puso en marcha el motor. Galen sabía que se marcharía sin él, de modo que subió al asiento del acompañante, que estaba húmedo.

¿De qué cantidad era, ese talón?, preguntó su madre una vez en la carretera.

La suficiente, dijo Helen.

¿Cuánto?

No es asunto tuyo.

Bien, pues quiero que sepas una cosa, Helen. No quiero veros a ti ni a Jennifer nunca más.

Vale.

Lo digo en serio. Nunca más. Ni se te ocurra presentarte en casa.

No hay problema, ya te digo. De hecho, el plan era ese.

Sí, dijo Jennifer. Ya lo habíamos hablado.

Pero si te lo digo es por si resulta que no puedes cobrar el talón. Si la cosa no sale bien, vas a querer venir a casa.

No habrá ningún problema con el talón.

Por si lo hubiera, entérate bien: si te vuelvo a ver aunque sea una sola vez, no cobrarás ni un centavo. Pero si desapareces, haré que mamá extienda un cheque cada semestre para los estudios de Jennifer.

Galen aporreó el salpicadero con el puño. Tan furioso que no podía hablar, porque si hablaba acabaría pegando a su madre en vez de al salpicadero.

No un sitio de los caros. Una universidad estatal, pero haré que mamá desembolse ese dinero con tal de no verte más.

Galen empezó a golpearse los muslos. Tenía miedo de sí mismo. Se cruzó de brazos con furia, cerró los ojos e intentó atravesar el tiempo. Atrapado como estaba al lado de su madre.