La mafia no regresó hasta media tarde. La madre y la abuela de Galen estaban de paseo en Camp Sacramento, la cazuela en el horno, olor a pollo y cebolla en el ambiente, y Galen arriba leyendo Juan Salvador Gaviota.
¿Hay alguien?, dijo en voz alta su tía.
Sí, dijo él. Estoy leyendo. Mamá y la abuela han ido a caminar.
Silencio después. Madre e hija se instalaron abajo y él se quedó arriba, qué mejor que eso.
A Juan Salvador Gaviota no le gustaba pelearse por unas sobras con las otras gaviotas. Estaban todas obsesionadas con la comida, pero él no. Él estaba poniendo a prueba los límites de la gravedad y de la física, trataba de atrapar la irrealidad de ambas cosas, lo mismo que Galen. Juan tenía sus frustraciones y sus volteretas aéreas, como Galen había tenido su zambullida en el agua. Lo más asombroso era que Galen había precedido al libro. Él ya hacía todas aquellas cosas antes de leer la novela. De ahí que el libro fuera como un reconocimiento para Galen.
Lo que más le sorprendió fue que, aun cuando todo el libro se podía interpretar como una especie de metáfora —al fin y al cabo, iba de gaviotas—, él lo estaba viviendo en la vida real. La época en que vivía se preparaba para reconocerle. Era una de las cosas importantes de ser profeta. Si uno tenía la visión y nadie podía entenderla, no servía de nada. Pero libros como aquel estaban preparando a la gente para comprender a Galen.
Dejó el libro abierto sobre su pecho. Tenía puestos los auriculares y estaba escuchando una cinta de olas en la costa. Siempre escuchaba esa cinta cuando se ponía a leer Juan Salvador Gaviota, y en el sonido del oleaje podía oír lo efímero de las cosas. El formarse y desmoronarse del mundo, su renovación y su desintegración. El yo se recomponía de la misma endeble manera. La clave estaba en sentir el flujo y el tirón cuando todo retrocedía antes de cobrar fuerza otra vez y embestir. Porque en ese reflujo, en el momento preciso en que terminaba el tirón, estaba el vacío de la verdad. Samsara, el sufrimiento, era la incapacidad de permanecer en ese momento. Samsara era la siguiente ola creciendo.
Una mano le agarró el paquete y Galen se incorporó de golpe, los ojos abiertos. Jennifer riéndose a carcajadas. Parecías un santito, dijo. Se acercó un paso y desconectó los auriculares. Sonido de olas en los altavoces malos del magnetofón, como interferencias. Es muy bonito, dijo Jennifer.
Galen apretó el stop y la palanquita de reproducir subió con un clic.
Lees un libro sobre gaviotas, dijo ella, y escuchas el oleaje. ¿Cómo es eso, si ahora estás en las montañas?
Tenía todo el pelo mojado y olía a coco. Los ojos brillantes y azules. Se sentó en el borde de la cama y él le miró los pechos bajo la camiseta.
Estaba meditando, dijo Galen.
Sí, en esto, dijo ella, llevándose las manos a los pechos. Se echó encima de él, se levantó la camiseta y le puso los pechos encima de la cara.
Calientes todavía del baño, húmedos, pero los pezones endureciéndose ya con el aire fresco. Jennifer empezó a moverse de forma que sus pechos le golpearan las mejillas. Suaves, tan suaves. Él le atrapó un pezón con la boca, sin saber muy bien qué hacer con él, pero como sabía que podía hacerle daño con los dientes, empezó a chuparlo.
Mmm, dijo ella. Un poco raro, pero da gustito. Y me gusta que me rasques con la barba. Prueba a lamer solo.
Y él lamió.
Eso también me gusta. Pasa la lengua alrededor del pezón, dijo ella. Y se agarró un pecho y lo sostuvo a la altura de la boca de Galen.
Mmm…, dijo.
A él le gustaron los bultitos de la aréola, pero luego apartó la cara. Calla, susurró. Tu madre nos puede oír.
Se ha ido de excursión. Tenemos la casa para nosotros solos.
Qué bien.
Sí, con un poco de suerte igual mojas.
Eso espero, dijo Galen. Eso espero. Y su boca volvió a alojar un seno.
Enseguida vuelvo, dijo ella. Se bajó de la cama y salió de la habitación.
¿Qué pasa?
Volvió con un casete. Los Cars, dijo. Me gusta escuchar a los Cars cuando hago el amor.
Cuando haces el amor, repitió él.
Es tu día de suerte. El fin de tu larga virginidad. No hay otra polla disponible y resulta que estoy de buen humor. Soy rica. Acabamos de ingresar doscientos mil dólares.
¿Doscientos mil?
Lo que oyes.
Hostia.
Vamos a comprar una casa, y yo empiezo en la universidad. Ya no tendremos que aguantar a la pelma de tu madre. Y la bruja de la abuela, que se muera. No nos verá el pelo nunca más. Y tú tampoco. O sea que hoy es tu día de suerte, pero el único. No probarás un coño mejor que el mío. Hasta el mismísimo Buda se lo querría follar.
Galen se limitó a asentir. No quería decir nada que pudiera estropearlo. Estaba seguro, además, de que habría Helen y Jennifer para rato en cuanto les devolvieran el talón. La avaricia rompía el saco.
Jennifer puso a los Cars y pulsó el botón de reproducir. Sonó «Drive», de Heartbeat City, y aun con aquella mierda de altavoces la música transformó el aire de la habitación, cambió el estado de ánimo del entorno. «Quién te va a llevar a casa… esta noche».
Bájate de la cama, dijo ella. Él obedeció. Ella se quitó el pantalón de chándal y las bragas, se dejó la camiseta subida a los pechos y se tumbó de través en la cama.
Arrodíllate en el suelo y chúpame, dijo. Y después me puedes follar, pero nada de ponerte encima. Me das bastante asco. Solo me puedes tocar con la polla y con la lengua, nada más. No quiero ni mirarte. Cerró los ojos.
Gracias, dijo Galen, poniéndose de rodillas.
Intuyó que era lo más cerca que iba a estar nunca de un santuario. Lo sagrado, entre aquellas piernas separadas. Se las levantó, apartándolas lo más posible para dejar a la vista el tesoro rosa, y empezó a pasar los labios y la lengua por todas partes. El momento más hermoso de su vida. Los Cars cantando, aquella carne ardiente y húmeda en su boca. Todo cuanto había leído en Hustler, Playboy y Penthouse se hacía realidad. El clítoris estaba allí donde decían, nudoso y altivo, como una erección en miniatura, se lo chupaba y ella empezaba a contorsionarse, y el ano se le ponía más prieto cuando se lo lamía.
Fóllame, dijo su prima, la más bella palabra jamás pronunciada, y él se bajó los calzoncillos y le apartó las piernas con rudeza y la penetró, y no podía creer lo sedoso que era aquello por dentro, tan perfecto y cálido y suave. Se la metió hasta el fondo y se quedó allí quieto.
Continúa, dijo ella.
Tengo que sentir esto, dijo él. Solo será un momento.
No seas moñas, dijo ella. Y no te vayas a correr, ¿eh? Venga, empieza a follarme.
Había en todo ello una geometría especial, el modo en que ella tenía las piernas levantadas en un ángulo de cuarenta y cinco grados, el hecho de estar expuesta y plana, mirando al techo, y que él la estuviera penetrando en aquella posición. Mirar le daba casi tanto gusto como sentir.
Fóllame de una puta vez.
Él empezó a salir despacio, gozando del suave túnel, pero ella le sujetó desde dentro, con fuerza, y entonces él volvió a empujar, entró todo lo que aquello daba de sí, sintiendo cómo la punta chocaba con la pared del fondo.
Aaah, dijo ella. Sí. Él se retiró de nuevo, por completo, y como le dio gusto entrar otra vez, hizo eso, meter solo la punta un par de centímetros, para luego volver a salir.
Oh, sí, dijo ella.
Ya no noto los pies, dijo él. Casi no noto las piernas.
Cállate.
Entonces volvió a hundirse en el interior, presionó las caderas contra las de ella, empezó a moverse en círculos. Mi chakra corona está completamente abierto. Oh, Dios. Lo estoy notando en toda la columna.
Cállate. En serio. Odio el sonido de tu voz.
Y él intentó callarse, pero no podía. Me siento tan alineado…, dijo. Embistió con fuerza y empezó a moverse más deprisa, todo su cuerpo en tensión, cordeles dorados tirando de sus extremidades, de su coronilla, de su espina dorsal, un tirón asimismo en los testículos.
Te estoy follando, dijo. Ahora estoy follando a tope.
Oh, oh, oh, decía ella.
Galen volvió la cabeza y vio a su madre en la escalera. Mirándole.
Dejó de moverse y eso hizo que todo se acelerara. Su polla empezó a latir y supo que iba a correrse de un momento a otro. Ya no podía parar. Salió y eyaculó a sacudidas encima de Jennifer mientras miraba a su madre. No pudo impedir que su boca se abriera en una mueca sexual, no pudo reprimir los gemidos. Y su madre viendo la cara que ponía.
Uf, dijo Jennifer. Yo no estoy, mierda. Ponte de rodillas y lame. No he terminado.
La madre de Galen se marchó escaleras abajo, el crujir de los peldaños tapado por los Cars, y Galen hizo lo que Jennifer le pedía. Su esperma por todo el bajo vientre de ella, el olor a semen, y todavía tenía pequeños espasmos. Jennifer que le agarraba la cabeza y la hacía bailar. Difícil poner la lengua en el sitio justo, pero Galen hacía lo que podía. Ella juntó los muslos y le aplastó las orejas, y él ya no pudo oír nada. Se aplicó en su intento de mantener la lengua donde debía y al final ella corcoveó y le tiró de la cabeza mientras se corría.
Él le separó los muslos para sacar la cabeza. Jennifer tenía los ojos cerrados, el pelo apelotonado sobre un hombro, las manos en la ingle. Aquellos pechos tan hermosos y perfectos, las suaves curvas de su cuerpo, y él se sintió muy triste porque sabía que eso no iba a repetirse jamás. Su madre lo impediría. Él no sabía cómo, pero seguro que algo haría para impedirlo. Así pues, echó un último vistazo y acarició la suave piel de aquellos muslos.
Aah, decía Jennifer. Aah. Se estaba acariciando por su cuenta con las dos manos, prolongándolo, y no precisamente en voz baja. Galen se preguntó si su abuela podría oír sus gemidos entre la música.
Allí de pie, se miró la polla, que estaba todavía dura. Le entraron ganas de meterla, de sentir aquello otra vez. Y entró.
Oh, sí, dijo ella. Sí.
No había otra palabra: sedoso. Empezó a moverse despacio, sintiendo cada instante. Puso las manos sobre sus pechos, la última vez que podría tocarlos, y le invadió la tristeza. Ella le hacía putadas, pero él la quería. Amaba su inconsciencia y su brusquedad, amaba su egoísmo. Y estaba fuera de su alcance, desde luego. De no haber sido primos, él jamás habría tenido la menor oportunidad. Era lo mejor que iba a tener en la vida.
Se acostó encima de ella y ella le dejó, rodeándole la espalda con sus brazos, y la sensación fue increíblemente bonita. Se sintió amado. Él la besó en el cuello y le sujetó las caderas mientras empujaba hasta el fondo, y enseguida notó que ella se ponía en forma otra vez, empezaba a jadear un poco, a tensar la espalda y los muslos, aferrándose a él. Y quiso que aquello no terminara nunca, que ella se le agarrara como estaba haciendo en ese momento, pero entonces ella se corrió, ciñéndolo con las piernas, vibrando, sacudiéndose, gimiendo desde el fondo de su garganta.
Oh, dijo Jennifer. Oh. Y entonces lo apartó de sí, le empujó con ambas manos. No me dejas respirar, dijo. Sal de una vez.
Y él salió y se puso en un lado de la cama, con los pies en el suelo. Fin. Cerró los ojos tratando de grabarlo todo en su memoria, de no olvidar ni un solo momento. Tan reciente, ya quería revivirlo. Quería conservarlo todo, desde el principio hasta el final.
Jennifer se incorporó, alarmada. Me parece que oigo algo, dijo en susurros. Quizá ha vuelto alguien. Cogió el rollo de papel higiénico de encima de la mesita y se limpió el semen. Qué asco, dijo.
Se bajó de un tirón la camiseta, se puso las bragas y el pantalón a velocidad de vértigo y luego preguntó a Galen si tenía algo en la cara.
No, dijo él. Se tumbó de nuevo y ella salió del cuarto.
Samsara. Y sin embargo anheló pasar así todos los días de su vida, hasta el final. Mejor esto que la trascendencia. La trascendencia era un premio de consolación para aquellos que no encontraban un samsara lo bastante poderoso.
A todo esto los Cars seguían cantando, pero era demasiado triste. Galen no pudo soportarlo. Apagó el aparato, y fue entonces cuando oyó ruido de platos en la cocina.
Permaneció en la cama, pensando que quizá estaba a un paso de convertirse en el profeta, el profeta que libraría a todos de la religión y los haría volver a la cama para copular más. El profeta que pondría al descubierto la farsa de la trascendencia. Pero sabía que quien pensaba estas cosas era su miembro erecto. Allí estaba, como una piedra todavía, triste recordatorio de lo que Galen acababa de gozar y ya nunca volvería a probar.
Lo que más le sorprendió fue que la amaba de verdad. Jennifer era la persona más antipática del mundo y sin embargo él la quería. No acababa de entender cómo había sucedido. Su primer amor, la pérdida de la virginidad. ¿Y no podría haberse enamorado de alguien que no fuese su prima, o de una que fuera amable con él? ¿Y qué tenía el sexo, que hacía que la quisiera más? Se sentía demasiado vulnerable, todos sus chakras abiertos, a la vista. Fue tan duro pensar que no volvería a compartir con ella momentos así, que rompió a llorar. Hundió la cara en la almohada para ahogar sus sollozos. Qué injusto era el mundo con quienes amaban de verdad.