El pollo con dumplings. Su madre y su abuela se pusieron a cocinar, una vez más recomponiendo el mundo. ¿Cuántas veces?, se preguntó Galen. ¿Cuántas veces habían tenido que recomponerlo? Y ¿por qué? ¿Por qué no apartarse y dejar que se desmoronara?, ¿por qué no dar paso a la verdad? Con lo fácil que sería. Así todos podrían relajarse un poco. Todo el mundo podría decir que detestaba a los demás y dejarse de tonterías. Pero por lo visto no era posible, y allí estaban madre e hija, despiezando dos pollos en el fregadero.

Galen bajaba de vez en cuando para espiar desde la esquina de la escalera. Ni su madre ni su abuela se apercibieron de su presencia. Se había convertido en un espectro.

Su madre picando cebolla en el fregadero, su abuela sentada a la mesa pelando patatas amarillas. Estaban bebiendo otra vez, vino blanco, un estudio en amarillo, pues hasta varias de sus prendas eran de ese color. El jersey de su abuela, la cenefa del delantal de su madre.

El ruido muelle del cuchillo hundiéndose en la cebolla, el sonido casi líquido del pelapatatas. Por lo demás, silencio, y eso era en parte lo que hacía el mundo tan insoportable, la amplificación de pequeños sonidos en un vacío. Era una de las señales. Solo un mundo puesto en escena podía ser tan sumamente endeble, tan fastidioso.

Tal vez eran una misma persona, su madre y su abuela, una imagen partida que él debía resolver y enfocar correctamente. Habían sido creadas las dos a un tiempo, en los primeros recuerdos de cuando Galen tenía tres o cuatro años, y jugaban un papel similar. Habían ido separándose durante los últimos años a medida que la abuela perdía la cabeza. Se había quedado anclada en una idea positiva de su nieto, mientras que la relación de él con su madre iba empeorando paulatinamente. Pero ¿eran iguales, por debajo de todo eso?

Si no estás haciendo nada, podrías ir a partir un poco de leña, dijo su madre. Ahora estaba cortando zanahorias junto al fregadero, no se volvió para mirarle. Él no tuvo claro cómo demonios sabía que estaba allí.

Bueno, dijo Galen. Le dolía la cabeza, pero le gustó la posibilidad de alejarse de la cocina y de su madre. Y partir leña le gustaba.

Salió por delante y rodeó el porche hasta el cobertizo de las herramientas. Era del tamaño de un excusado y, quizá, más viejo que la propia cabaña. No había luz dentro y tuvo que dejar que sus ojos se adaptaran. Palas, picos, varias hachas, como si fuera un campamento minero. Todas las herramientas viejas, los mangos de madera oscuros y pulidos por el mucho uso. También estaban allí los aparejos de pesca, viejas canastas de mimbre y cañas vetustas. Galen no sabía cómo utilizar nada de todo aquello. Siempre que habían ido a la cabaña en vida del abuelo, este se quedaba en Carmichael a trabajar. No llegó a jubilarse. Al final sufrió un ataque, lo llevaron a la residencia y allí se murió. Había sido ingeniero de caminos, diseñaba carreteras, e incluso aquel puente en Sacramento del que la abuela hablaba tantas veces, pero ¿qué significaba eso en realidad?

Galen cogió el hacha más pequeña y agarró una cuña del suelo. Acero frío y pesado, los bordes mellados de tantos años de golpes. Luego cerró la puerta con el pie y fue hasta el tocón que había en la parte de atrás de la cabaña. Dejó la cuña en el suelo, levantó el hacha y la clavó en el tocón. Le encantaba ese movimiento, el peso del arco exterior, el tacto del mango liso en su mano derecha.

Sí, señor, dijo.

La leña estaba apilada junto a la pared de atrás, al pie de un alero que la mantenía seca. De un tono grisáceo porque estaba allí desde hacía muchos años. Las visitas de la familia solían ser breves. Galen agarró un leño temiendo que hubiera arañas. No disponía de guantes. Lo puso vertical encima del tocón y descargó un golpe seco con el hacha. La hoja rebotó en el canto de la madera y fue a hincarse en el suelo, a pocos centímetros de su pie izquierdo.

Uf, dijo Galen. Dio un paso atrás, el mango en vilo, y miró a su espalda, como si alguien hubiera podido verle. Tuvo la extraña y mareante sensación de estar al borde de un precipicio, sintiendo el tirón de aire hacia abajo. La madre que me parió, dijo. Se miró las viejas zapatillas Converse, la lona sucia, tan fina, sin dar crédito a lo cerca que había estado de quedarse sin pie. Con la espantosa sensación de que todavía podía perderlo. Agitó los brazos para sacudirse el escalofrío y volvió a empuñar el hacha.

En cualquier momento podía pasar algo, cualquier cosa. Así ocurría en esta vida. Uno podía perder un pie y convertirse de un día para otro en alguien a quien le faltaba un pie. Imposible saberlo de antemano, y eso valía para todas las cosas, incluidas las más nimias. Uno no podía saber qué pensaría dentro de un momento, o qué diría otra persona en una conversación, o cómo se sentiría uno al cabo de un par de horas, y con su madre todo esto se multiplicaba por cien. Hablando con ella, se podía pasar de cero a la locura absoluta en cuestión de segundos. En un momento dado le llamaba su amorcito y al siguiente le estaba amenazando con echarlo de casa. Y cuando se sentía furioso por ella, era algo que tenía un origen terrible, remoto e insospechado, y luego, de repente, sin saber cómo, eso le ahogaba.

Galen quería estar en paz con su madre. Necesitaba paz. Pero no bien la tenía a un paso, le entraban ganas de matarla.

Procuró separar más los pies, distanciarse un poco del tocón y concentrarse en la parte superior del leño al descargar el hacha. Esta vez el filo produjo un satisfactorio choc. Metió la cuña en la abertura, levantó el hacha otra vez y partió el leño de un golpe. La carne de dentro más subida de color, madera amarilla y no gris.

Muy bien, dijo. Y se puso a trabajar a buen ritmo, leño tras leño, concentrándose en el blanco, disfrutando del movimiento oscilante del hacha, de arriba abajo, su ingravidez, la sensación de los músculos en brazos y espalda, el sudor en su piel, el ruido de los hachazos amortiguado por los árboles.

Una faena terrenal. Probablemente era el camino más rápido, pues uno podía olvidarse de sí mismo, de todo el mundo, y no vivir más que para el hachazo. La clave para entender el mundo era encontrar la manera de olvidar que ese mundo existía. Una sombra en el reino de las sombras, a la espera del momento oportuno.

Galen lanzó el hacha cuesta arriba. Un mero impulso. El hacha dando vueltas de campana en el aire para clavarse después con un zomp en la tierra. Subió hasta donde había caído y la volvió a lanzar, la hoja y el mango girando entre el ramaje y rebotando en la tierra, produciendo una lluvia enana de partículas de granito. Nubecillas de polvo, como humo. El lanzahachas. No sabía qué podía significar, pero le gustó. Le hizo sentir bien. Lanzó el hacha, ahora con ambas manos, lo más fuerte que pudo. Era como Thor, hendiendo el aire mismo. Cargándose las apariencias, desgarrando el tejido de la ilusión.

Galen trató de avistar la estela dejada en el aire, algún posible remolino en los márgenes de donde el hacha había pasado, pero sus ojos no estaban entrenados para ver a esa velocidad. Baches, corrientes de retorno, todo ello imposible de distinguir a simple vista. Pero el hacha sí podría rasgar el aire lo bastante rápido. Si se concentraba en seguir su vuelo después de lanzarla, quizá podría ver algo.

En el siguiente lanzamiento todo ocurrió demasiado deprisa. Incluso las vueltas del mango girando a mayor velocidad de la que él era capaz de aislar una imagen. Tenía que aprender a ralentizar el mundo a fin de percibirlo. La sangre le latía con fuerza después de correr detrás del hacha. Polvo en las ventanas de la nariz. Los pies hundiéndose en el suelo almohadillado, empantanándolo.

Si conseguía lanzar el hacha y que la hoja se clavara en un tronco, tal vez el súbito frenazo revelaría algo. Tal vez detectaría la corriente turbulenta detrás del astil en el momento en que se produjera. La brusquedad del hecho en sí podía facilitar la visión.

Galen sostuvo el hacha con el brazo hacia atrás, la movió un poco para calibrar su peso, su equilibrio, dio un paso al frente y la lanzó contra un árbol a seis metros de distancia. Pero el hacha pasó de largo y aterrizó dando vueltas de campana en la tierra.

Galen fue a buscarla, esta vez andando, estaba cansado. Pero oyó que se levantaba viento entre los pinos, vio moverse unas nubes y oscurecerse el cielo de repente, y tuvo la sensación de estar al borde de algo. Más adelante un árbol tenía ramas bajas, secas, cubiertas de un musgo color verde lima. Brazos brillantes a la luz mortecina del cielo encapotado. Ramas que emanaban, luminosas. Parecían irreales.

Galen se detuvo con el hacha frente a aquel árbol e intentó conocer el tronco, intentó emplazarlo en un punto fijo y sentir su atracción, y cuando lanzó, pudo sentir las vueltas de campana hasta el momento en que el mango del hacha rebotó y fue a parar a unos helechos.

Por poco, dijo. Me voy acercando.

Recuperó la herramienta, volvió a la posición anterior y se abrió mentalmente a un universo compuesto casi por entero de espacio vacío. Neutrones y protones, o lo que fueran, girando en torbellino, lo que nos mantenía de una pieza no eran sino conexiones eléctricas y magnéticas, razón de más para pensar que eso se pudiera hender, que pudiera salir a la luz. Lanzó con todas sus fuerzas y el hacha giró y giró en el vacío, aminorando su marcha, y la hoja tocó madera, se detuvo con brusquedad, el mango paralizado de repente, el remolino de aire cubriendo el mango, la costura en el tronco recién hendido, pero ya era mero recuerdo, había pasado de largo. Galen no era lo bastante rápido. Necesitaba ser capaz de parar en un momento así y viajar por su interior, flotar durante unos instantes, pero eso no ocurría nunca. El hacha suspendida del tronco, un poco más arriba los brazos color verde lima, todo ello un momento perfecto y todo ello acaecido ya, simple historia, como si nunca hubiera sucedido.