Le despertó un olor a beicon. Un olor intenso y bello, y entonces notó el hambre, como un hueco en sus entrañas. Beicon. Habría panqueques también, y huevos revueltos. Cuando le llegara el olor a tostadas, sería el momento. Su madre ajetreada en la cocina, la voz contenta. Charlando con la abuela, e incluso pudo oír la voz de su tía. Un momento de paz. Un nuevo día.
Galen se acurrucó al calor de las mantas pese a que el hornillo había caldeado el aire. Cuando olió a tostada, retiró por fin las mantas y buscó en el talego un pantalón corto y una camisa. Por desgracia no tenía otros pantalones, solo los vaqueros mojados.
Galen, le llamó su madre. Con voz cantarina, acentuando la primera sílaba, declinando en la segunda. Gaa-len. Un momento de felicidad. Y se sintió dispuesto a seguir la corriente. Bajó las escaleras y se las encontró a todas sentadas a la mesa, juntitas, y vio que le ponían en el plato dos panqueques, huevo revuelto, tiras de beicon y tostadas. Un tazón de humeante chocolate.
Uau, dijo.
El desayuno, dijo su madre. Desayuno al puro estilo Schumacher.
Galen se inclinó sobre el plato y olfateó el beicon, inhalando profundamente, los ojos cerrados. Su primera comida desde hacía siglos, le parecía. Comió directamente con las manos, no quería distanciarse por medio de un tenedor. La cara pegada al plato, rozando con la nariz los panqueques calientes y el pegajoso sirope. Probó el beicon —humo, sal, grasa, carne—, estaba increíblemente delicioso. Se puso a tararear mientras sus entrañas volvían a la vida.
Los huevos en su punto, no sobrecocidos, pimienta negra, ajo y cebolla. Meneó la lengua en el montoncito y luego los chupó, se metió también un trozo de tostada en la boca. Grandes combinaciones. Tostada y huevo. Beicon y sirope de arce.
Parece que a mi amorcito le gusta el desayuno, dijo su madre.
Mmm…, dijo él. Está de muerte. Gracias, mamá.
Necesitas alimentarte bien, dijo su abuela. Pronto empezarás los estudios. Él abrió los ojos y la miró. Se la veía tan orgullosa de él, risueña, refulgentes los ojos.
Sí, dijo Galen.
¿Qué vas a estudiar?
Poesía francesa, dijo él. Porque el año que pase fuera quiero ir a París.
Oh la la, dijo su abuela, dando un codazo de aprobación a la madre de Galen. Se la veía más feliz que nunca. Me parece de fábula. Y te lo mereces. Has trabajado de firme.
Gracias, abuela.
¿Y dónde te hospedarás?
Galen tomó un bocado de beicon, aquel manjar ahumado y grasiento en su boca, mientras pensaba qué responder. En la Sorbona, dijo.
Oh, dijo su abuela.
Es una universidad hermanada con mi escuela. Y los dormitorios colectivos están en la planta superior, en esos enormes tejados que se ven en París. Las contraventanas de madera tienen siglos de antigüedad, y cuando te despiertas las puedes abrir y contemplar toda la ciudad.
Cuánto me alegro. Mi guapo jovencito. La de gente que vas a conocer.
Falta mucho para ese año en el extranjero, dijo su madre.
Pero no tiene nada de malo ir haciendo planes, dijo su tía. La idea es realmente estupenda. Y una nunca sabe lo que puede pasar. A lo mejor Galen podría acabar de profesor en la Sorbona, si París le gusta tanto como para quedarse. Seguro que les encantaría contar con él.
Desde luego, dijo la abuela.
Bien, dijo la madre de Galen. Hoy hace un día precioso, ha salido el sol. Cuando terminemos de desayunar, ¿qué tal si vamos a pie hasta Camp Sacramento?
Yo quiero saber más cosas de París, dijo Jennifer.
Y yo, dijo Helen.
El año en el extranjero incluye una clase individual con un poeta francés. Para entonces he de dominar el idioma, o sea que los dos próximos años voy a tener que trabajar duro. Estudiar lenguas es algo que requiere esfuerzo diario.
Bueno, para ti no va a ser un problema, dijo su tía.
Galen dio un buen mordisco a un panqueque pensando en lo bonito que sería estudiar francés durante dos años y luego pasar un año en París estudiando con un poeta. Pero su madre le retenía.
La verdad es que debería mandar un cheque la semana que viene, dijo. ¿Tienes a mano tu talonario, abuela?
Oh, dijo su abuela. Sobresaltada. Sí, supongo que debo de tenerlo en alguna parte. Suzie-Q, ¿dónde está mi talonario?
La madre de Galen puso cara de haber recibido un puñetazo.
Precisamente la semana que viene es cuando debo pagar la matrícula de Jennifer, intervino Helen. Qué coincidencia. Ya que estás, rellena los dos talones a la vez.
Sí, dijo la abuela de Galen. Claro, desde luego. Parecía inquieta. Era consciente de que pasaba algo. A Galen le dio mucha pena. La cosa se había descontrolado.
Creo que nos lo hemos dejado en casa, mamá, dijo la madre de Galen. Tendremos que ocuparnos de los cheques a la vuelta.
Estoy segura de que lo trajiste, dijo Helen. Voy a buscar tu bolso y enseguida vuelvo. Se levantó rápidamente.
Helen, dijo la madre de Galen, pero Helen ya iba camino de la habitación de su madre. La madre de Galen se levantó y fue tras ella.
La abuela de Galen enarcó las cejas. Válgame Dios, dijo. No sé muy bien qué está pasando.
Tranquila, abuela, dijo Jennifer. Solo vas a firmar unos cheques para que Galen y yo podamos estudiar. El semestre de otoño en la facultad está a punto de empezar.
Ah. Miró a Jennifer, y Galen cayó en la cuenta de lo raro que era que la hubiese mirado. ¿Ya vas a la facultad? ¿Tan mayor eres?
Empiezo el mes que viene, dijo Jennifer.
Se te ve tan joven… ¿Y dónde estudiarás?
En Stanford.
Stanford. Válgame el cielo. ¿Y cómo lograste entrar en Stanford? Tú no eres tan lista como para meterte en Stanford, ¿verdad?
Hice bien los deberes. Tú me ayudabas. Nos pasamos horas y horas trabajando juntas, abuela. Jennifer estiró el brazo y le cogió una mano. Muchas gracias por ayudarme, abuelita.
Oh. ¿Y Galen adónde irá?
A la estatal de Chico.
¿Chico?
Es que a él no le gusta hacer los deberes, dijo Jennifer.
Corta el rollo, dijo Galen. Enseguida vuelvo. Oía a su madre y a su tía discutir en el cuarto de atrás y supo que debía ir a socorrer a su madre.
Había llegado al sofá cama cuando las vio salir en tromba del cuarto de la abuela. Cada cual sujetando con una mano un bolso enorme, recio y viejo, un bolso de color beige, con grandes asas. La madre de Galen dio un tirón, arrastrando a su tía. Él no la había visto nunca así, el gesto agresivo de la boca, extraño complemento para tan alegre y floreado delantal.
Entonces fue su tía la que tiró del bolso, y su madre chocó con la pared, resbaló y aterrizó en el estrecho espacio entre pared y cama, agitando los brazos en su caída. La tía estaba ahora a la altura del sofá cama. Galen embistió, y ya había puesto un pie sobre el colchón cuando ella se lanzó contra él con los brazos rectos al frente y el gesto siniestro y decidido. Galen cayó, demasiado inclinado hacia atrás, y su cabeza dio contra el suelo y rebotó, el cráneo demasiado pesado, como una bola de jugar a los bolos, y el golpe lo dejó ciego y sin respiración. La cabeza acelerando por dentro con un gemido agudo de motor a reacción, y la sensación de pánico: ¿se había partido la crisma?
No quiso moverse.
Jugando, divirtiéndonos, oyó decir a su tía. Una pelea aquí en el sofá cama, como cuando éramos jovencitas. Lo estamos pasando en grande.
Suzie-Q, llamó la abuela de Galen.
Tenía que hacer algo. Su madre no reaccionaba. Quizá se había lastimado también. Pero la cabeza le pesaba mucho, toda ella vibraba. Le llegó la voz de Jennifer diciendo algo sobre Stanford, sobre el precio de los estudios. Entre madre e hija se estaban trabajando a la abuela.
Galen empezó a sentir los dedos de los pies, como un hormigueo. Podía mover los pies, y las manos. No se había quedado paralítico. Recuperó el resuello, abrió los ojos y estaba consciente, podía pensar. Le daba miedo tocarse la cabeza, miedo de encontrar sangre o incluso un pedazo de cráneo suelto, pero al final se decidió y lo único que sus dedos encontraron fue un chichón, considerable, pero sin humedad de ninguna clase. El pelo seco. Se pondría bien, a lo mejor.
Mamá, dijo en voz alta.
Qué, dijo ella.
¿Cómo es que no haces nada?
Me he dado en la rabadilla y me duele mucho, dijo ella. Además, ya no puedo seguir discutiendo. Conseguirán un poco de dinero, en realidad tampoco pasa nada. Si intentan sacar más de cincuenta mil, no podrán cobrar el talón. Yo ya no puedo pelearme más con ellas. Y contigo tampoco.
¿Tanto dinero hay como para que cincuenta mil dólares no sean un problema?
Basta, Galen.
No me lo puedo creer. ¿Y por qué no he ido a la universidad?
Podrías haberte pagado los estudios trabajando. Ya estarías allí. Pero preferiste seguir de mantenido.
Lo mismo que tú.
Muy bien. Me da igual lo que pienses de mí. Puedes pensar lo que quieras.
No hay quien te entienda. ¿Cómo voy a pensar nada de ti? Lo tuyo es pura Loquilandia. Todo ese dinero a mano y no lo utilizamos. ¿Se puede saber por qué vivimos de los fondos para asistenta y jardinero?
No hubo respuesta.
Habla, me cago en Dios, masculló Galen de forma que solo lo oyera su madre. No creas que te vas a quedar callada. Estamos hablando de mi vida. De mi futuro. Le entraron ganas de sacudirla. De sacudirla y de hacerla pedazos.
A mí no me hables de esa manera.
Te hablaré como me dé la gana hasta que dejes de portarte como una desequilibrada.
En la otra habitación se había hecho el silencio. Seguro que la estaban haciendo firmar, pensó Galen. Ojalá no hubiera mencionado el talonario. Nunca antes había pensado en él.
En cuanto lleguemos a casa, dijo su madre, te pones a hacer la maleta. Te buscarás un trabajo y un sitio donde vivir. Como si quieres dormir en la calle. Allá tú.
Galen reprimió las ganas de gritar. Ella no sería capaz de echarle de casa. La odiaba cuando se ponía en plan autoritario. Intentó sosegarse, contempló el techo, aquel engendro con las tablas pintadas de blanco todas en diagonal. ¿A santo de qué? Nunca se había fijado. Otra cosa demencial, pero él nunca había mirado hacia arriba como para poder fijarse.
Helen y Jennifer salieron muy decididas por la puerta de delante. Galen oyó cerrarse las puertas del coche y el ruido del motor al arrancar.
Bien, dijo. Creo que ya he tenido suficiente familia por hoy. Se puso de pie con cuidado. Su cabeza era como un balón que latía y latía.
Ayúdame a levantarme, dijo su madre.
Ayúdate tú misma, dijo él, y salió de la cabaña. Olor a polvo en el aire. La mafia debía de haberse largado a toda prisa. Rodeó la cabaña por el lado ciego, alejándose de la cocina, camino de los árboles. La tierra, sus pies hundiéndose en el terreno. Algo —hormigas o topos o lo que fuera— había hecho montoncitos y más que tierra era arena, fragmentos de granito formando una especie de espuma terrosa. Nada sólido a su alrededor. Pasó sobre troncos putrefactos y ramas que se desmenuzaban, estas convertidas en algo que le recordó a las brasas, de un naranja intenso. Insectos por todas partes, una plaga.
Encontró un pinar de ejemplares pequeños donde pasar desapercibido, se apoyó en uno que tenía el tronco ancho, se inclinó hacia delante, introdujo un dedo hasta el fondo de su garganta y dejó salir toda la grasa de cerdo y las babas de huevo y el panqueque con su sirope, se purgó hasta quedar limpio otra vez. Ojalá pudiera vomitar a toda la familia, pensó, y dejar de llevarla dentro.