Galen volvió cojeando por el camino, empapado, aterido y sucio, los vaqueros mojados y la sudadera pesada, y cuando llegó a la cabaña se preguntó por dónde entrar. La puerta de delante estaba descartada. Ni borracho le iba a dar a su tía esa satisfacción.

Tampoco podría bañarse. Era demasiado tarde. Su única esperanza era el hornillo.

Subió con sumo cuidado al porche, agachó la cabeza al pasar frente a la ventana grande de la cocina, fue hasta el ventanuco que quedaba encima del fregadero y se asomó. Vio a su madre y a su abuela sentadas todavía a la amarilla mesa, bebiendo vino de color amarillo. La segunda botella, casi vacía ya. Todo distorsionado por el cristal viejo de la ventana, alabeado, la parte superior de una botella ampliada, la inferior encogida. La cabeza de su abuela demasiado pequeña. Todo de color amarillo, al parecer; hasta las paredes pintadas de blanco tenían un matiz amarillo debido a la luz.

Tendría que esperar. Ellas no bebían casi nunca, pero cuando lo hacían era como volver al pasado. Las cajas de botellas vacías del abuelo junto a la puerta de la despensa. Galen no guardaba un solo recuerdo de él sin el aditamento del vino, sin el aroma del Riesling, el único vino que bebía, un recuerdo de su país de origen. Galen no sabía de qué parte de Alemania era su abuelo, no tenía la menor idea de cómo había sido su niñez. Todo eso se había perdido. Sí, era una ilusión, pero eso no quitaba que Galen deseara saber, aunque solo fuera para darle algún sentido a la figura de su abuelo. Había venido al mundo, su abuelo, con un dedo grueso que daba vueltas en el aire, dirigido hacia el vientre de Galen, y un sonido zumbante, su abuelo diciendo bzz, bzz, bzz, y Galen aterrorizado por aquel dedo. El primer recuerdo de todos y, por supuesto, empapado en el olor a Riesling. Su abuelo con aliento a vino, los dientes oscuros, los pelos del interior de la nariz oscuros, intentando jugar, intentando mostrar algo parecido al afecto, pero el hombre solo inspiraba miedo, y aquel dedo hundiéndose con fuerza excesiva en el vientre de Galen, todo cuanto hacía era brusco. Ninguno de los recuerdos que Galen tenía de su abuelo excluía el temor.

Pero Galen no conservaba más que un único recuerdo de verdadera violencia. Su abuelo arrastrando a su abuela por el suelo de la cocina, agarrada del pelo. Galen al principio se había reído al entrar y encontrárselos allí. Como si fuera un juego, algo que hacían por diversión, pero los sonidos no encajaban. Su madre lo sacó rápidamente de la cocina, de la casa, y cualquier otro recuerdo de violencia que pudiera haber habido se redujo a sonidos y a salir de la casa.

Helen estaba en lo cierto: el problema eran los hombres. El abuelo de Galen el origen de todo cuanto funcionaba mal en la familia. Pero ella no podía decir lo mismo de Galen. Era injusto.

Galen se estaba dejando atrapar demasiado por las ilusiones. Necesitaba recordarse a sí mismo que nada de esto era real. Su abuelo simplemente una piedra de toque, un mojón, como el viejo hornillo o la roca grande. La desesperación, el dejarse abatir por la familia, era solo un ejemplo de falta de decisión. Era una negativa a seguir moviéndose, una distracción, una falta de valentía para afrontar las lecciones. Aunque pareciese real, no lo era. Uno podía pasarse toda la vida atrapado ahí, como le había ocurrido a su tía, pero eso era caer en un error fácil, echar a perder una encarnación.

La pared de detrás del hornillo despedía un poco de calor y Galen se pegó a ella, la mejilla contra la madera. La ropa tan pesada y tiesa que su cuerpo podría tal vez calentar la capa interior, como un traje de baño. Pero estaba temblando. Carecía de reservas. No tenía grasa. El frío se le daba mal. Tenía que entrar y librarse cuanto antes de esta encarnación. Aprender las últimas lecciones y partir. Su cuerpo no estaba hecho para durar. Comer, mear y cagar eran solo distracciones, y ya estaba harto, su alma vieja frustrada teniendo que pasar una y otra vez por lo mismo.

Se abrazó a la pared de la cabaña e intentó imaginar que sus brazos rodeaban el edificio entero. Esperó y esperó, horriblemente yerto, hasta que por fin apagaron la luz y la ventana quedó oscura. Su quijada como una máquina de coser. Esperó unos minutos más y luego fue a la parte de atrás y entró con sigilo.

El aire de la cocina más cálido pero no tan caliente como él esperaba, el fuego del hornillo extinguido hacía rato. Se quitó la ropa mojada en el rincón de detrás de la puerta y fue a tientas hasta los cajones que había bajo el fregadero. Buscó y encontró cerillas, prendió una y la aplicó al hornillo para tener luz. Encendería fuego. Levantó uno de los fogones por el asa cromada y la cerilla se apagó. De nuevo a oscuras. Pero pudo notar el aire caliente que salía de la abertura en el hornillo. Apartó el fogón y puso allí las manos. El hierro caliente en la superficie, más caliente todavía en el interior. Se inclinó hasta colocar el pecho sobre el agujero y abrazó el hornillo. Con eso se apañaría. No haría falta encender fuego. Notó cómo el aliento del hornillo calentaba su pecho y su vientre, siguió apretando con los brazos aquella piel seca y cálida hasta que dejó de tiritar, y luego subió a su cuarto y se metió en la cama tapado con una pila de mantas. Le encantaba el peso de aquellas mantas, cuatro capas de lana, algo que solo podía disfrutar en la cabaña. Se enroscó en posición fetal, la cabeza metida dentro de las mantas, y se sintió finalmente a salvo en su nido.