Galen leyó El profeta, de Kahlil Gibran, que era su libro más querido, al que volvía siempre que su apego al mundo era demasiado grande.
Tus hijos no son realmente tus hijos. Son hijos del anhelo que la Vida siente por sí misma. Vienen al mundo a través de ti pero no de ti, y aunque están contigo no es a ti a quien pertenecen.
Galen sabía que esto era verdad. Él era más grande que su madre, su destino más elevado. Ella tenía que comprender que él no le pertenecía. Mejor dicho, la ilusión que ella era necesitaba comprenderlo, o bien él necesitaba comprender que la ilusión que ella era no ejercía ningún dominio sobre él, o algo así. Todo era muy confuso. En cualquier caso, era necesario romper el vínculo que ella tenía con él, porque su madre lo estaba frenando. Y su tía tenía que entender que no estaba sometida a sus padres, que era libre y tenía una vida propia. Ojalá todo el mundo entendiera a Gibran, pensó. La gente sufriría muchísimo menos.
Era difícil estar en una familia de almas jóvenes. Galen era un alma vieja, a un paso de la trascendencia, aprendiendo sus últimas y más complejas lecciones, su definitiva desconexión respecto de la familia. Pero los demás estaban solo en el principio. Ni siquiera sabían que estaban ya en camino. No sabían que el camino existía, era agotador tratar de despertarlos y tirar de ellos. Era una tarea que a Galen le tocaba hacer, una actitud desinteresada que formaba parte de esas últimas lecciones a aprender. Pero, por el momento, no creía estar a la altura de su misión.
Dejó El profeta apoyado en el pecho y paseó la vista por la pequeña habitación a la luz de la lámpara. El techo inclinado, la madera vista, los tablones verticales en las paredes, pintados de marrón oscuro. Se preguntó si no sería él también un profeta. Quizá fuera ese su papel.
Jesús había sido profeta. Un hombre común y corriente, un carpintero, pero también un alma vieja dispuesta a ayudar a otras a ver.
Le encantaba aquella habitación, era un sitio donde recordar cuál era su verdadera identidad. Durante el resto del año, con samsara haciendo de las suyas, era fácil olvidarse de ello. Ahora, sin embargo, el cuarto se le antojaba demasiado pequeño. Galen se sintió al borde de una revelación, sintió expandirse su alma.
Se levantó de la cama, se puso unos vaqueros, una sudadera y unas botas, pues fuera haría frío, siempre hacía frío de noche en las montañas. Intentó bajar sin hacer ruido, pero los escalones crujían de mala manera y no sabía por dónde tirar. Si iba hacia la izquierda, tendría que pasar por delante de su tía y de Jennifer para salir por la puerta de delante; si iba hacia la derecha, tendría que pasar por delante de su madre y su abuela, sentadas a la mesa de la cocina. No le gustó ninguna de las dos opciones. Necesitaba una tercera puerta, pero eso era justamente lo que la vida no le daba a uno, y quizá fuese mejor así. Esos retos, al fin y al cabo, eran los que nos obligaban a aprender lecciones.
Galen torció a la izquierda porque la idea de estar en aquella cocina con su madre y su abuela le resultó insoportable.
Jennifer y Helen en el sofá cama, extrañamente inclinadas hacia atrás. Había una brecha grande entre el colchón y la parte de atrás, por lo que resultaba imposible recostarse en almohadas. Por la mañana tendrían tortícolis.
A ver si lo adivino, dijo Helen. ¿Te ha convocado el padre Granito para que con tus cánticos conviertas las piedrecitas en rocas grandes?
Galen hizo oídos sordos y salió. Bajando rápidamente por la escalera hacia el camino de tierra y las agujas de pino. Un aire diáfano, frío, olor a humo de leña, todo bañado por el claro de luna.
«Le verás en la sonrisa de las flores; le verás alzar y agitar sus manos en las ramas de los árboles». Gibran tenía razón. Galen no necesitaba más que aprender a mirar, aprender a sentir. La geometría de la luz de la luna entre los árboles. Todo cuanto le rodeaba una presencia, un signo. El bodhisattva en todas las cosas. El Buda en cada roca y cada árbol. Cada aguja de pino mejor que una catedral.
Galen se detuvo y sintió su conexión con el suelo, se quitó las botas y los calcetines, concentrado en volverse más liviano. Dejar que la energía de la tierra le subiera a través de las plantas de los pies. Echó a andar otra vez pero intentando que todo fuera improvisado, que sus movimientos fueran auténticos, trató de caminar con suavidad sin pensar en que caminaba con suavidad. Estaba empezando a aprender lo que era el Movimiento Auténtico, no lo dominaba aún. Cerca de la casa de sus abuelos había una librería new age, pero le habían dicho que no volviera más, tildándolo de «acosador» solo porque había intentado alinear su aura con una chica que trabajaba allí. Era un alma joven, bella pero temerosa, incapaz de ver. Él había intentado ayudarla. El alineamiento funcionaba mejor cuando él se situaba detrás y extendía los brazos a los costados, pero eso a ella no le gustaba. Todo aquel asunto aún le ponía un poco furioso, era algo de lo que deseaba desprenderse. Ahora le dejaban pedir libros por correo, y el que hablaba del Movimiento Auténtico era su más reciente adquisición. Se trataba de dejar que el cuerpo encontrase su camino, dejar que el cuerpo hablara, aprender de él, liberar de toda atadura al yo, el pasado, la ira, y abrirse a toda posible conexión con la tierra y el aire.
Galen tenía la cabeza caída sobre el pecho y notaba los labios abultados, como de rana. Era algo que le ocurría siempre que intentaba concentrarse, y resultaba molesto. ¿Por qué tenía que ser consciente de sus labios? Él, lo que quería, era concentrarse en el movimiento.
Extendió los brazos con las palmas de las manos hacia arriba, abriéndose al universo. Intentó dejar que el movimiento sucediera, pero eso solo hizo que frenarlo, como si sus caderas se negaran a funcionar. Decidió cambiar de paso, andar como lo había hecho sobre ascuas, con más determinación, la zancada más larga. Solo fue un taller, una tarde, y se había perdido casi toda la charla porque había accedido a ocuparse de la lumbre a fin de pagar un poco menos por el cursillo. Siempre teniendo que implorarle dinero a su madre. Una hoguera de respetables dimensiones, el fuego le quemaba la cara mientras los demás hablaban del miedo y de utilizar el miedo como consejero. Le llegaban retazos de charla. Luego dispuso las ascuas formando un lecho de cinco metros de largo por uno de ancho, las brasas al rojo y la cara escociéndole.
Todo el mundo se congregó en el jardín alrededor de las ascuas, la hierba fresca y húmeda pero las ascuas al rojo vivo. Galen sintió miedo pero se dejó animar por los cánticos a su alrededor, todo el mundo con los brazos extendidos y las palmas boca arriba. Y entonces caminaron sobre el fuego, uno detrás de otro. Muchos de ellos daban saltitos tras unos cuantos pasos, se quemaban. Otros, sin embargo, lo atravesaron como si tal cosa.
Cuando le tocó el turno, ya hacia el final, Galen experimentó la más hermosa de las fes, la repentina certeza de que el universo cuidaría de él, la sensación de que su temor se había metamorfoseado en algo más potente, más puro, y echó a andar sin otra cosa que una cierta curiosidad. Las ascuas crujieron bajo sus pies y notó, incluso, su calor. Notaba cada fragmento de leña, su fragilidad, y sentía el fuego como una suerte de malla que hubiera desprovisto a la madera de su sustancia. No se quemó. Anduvo hasta el final sobre las brasas, y cuando volvió a pisar hierba lo hizo con la sensación de haber recibido un precioso don.
Después ayudó a recoger y limpiar y vio que la encargada del taller se curaba los pies. Él no la había visto dar saltos al cruzar el fuego, y sin embargo tenía las plantas de ambos pies muy quemadas, trechos de piel roja como salchichas. La mujer se aplicó una crema blanca, se vendó los pies y se puso unas zapatillas grandes. Luego se tomó un Vicodin.
¿Qué pasa?, preguntó, y él no supo qué decirle. Ella debía de ganar unos veinte mil dólares por noche, quizá era esa su motivación, y Galen se sintió estafado.
Caminando ahora sobre agujas de pino, quiso recordar lo que había sentido al andar sobre aquellas ascuas, porque una parte de la experiencia había sido genuina. Algo ocurrió, y no había razón para que no pudiera acceder de nuevo a aquel espacio.
Intentó sentirse tenso como una hamaca entre la tierra y la luna. Balanceándose y captando la brisa etérea, el viento del mundo en sombras. Su cuerpo como un diapasón. Sus pies descalzos demasiado fijos en el suelo para su gusto, de modo que intentó liberarlos, no permitir que cargaran ellos con el peso. Notaba pinchazos de piedras y agujas e intentó hacer caso omiso también. Pasos ceremoniales, un movimiento fluido, y entonces se sintió atraído hacia las aguas someras próximas al puente, la charca. Sentía el arrastre, y aunque ignoraba el porqué de aquella atracción, se dejó llevar.
El camino de tierra un pasadizo entreverado de luz de luna y sombras. Un viaje. Mantuvo los párpados a media asta, procurando ver sin mirar. Notaba crecer la energía. Su chakra corona abierto de par en par.
Entonó un cántico: Eya ei ei, ya eh oh i, eya eya ei ei ei ei jau. Lo había aprendido en una cabaña de sudar, era una hermosa canción y supuestamente servía para algo. Una danza fantasma, una danza del sol, algo por el estilo. Eya nico-uei, eya nico-uei, eya nico-uei jong-i ei ei ei ei jau.
Iba dando pequeños brincos mientras cantaba, brazos en alto, pero luego retomó un paso más tranquilo. Así le parecía que era más auténtico, más propio del ritual.
De pronto llegó a un espacio abierto, a pleno claro de luna, el camino de tierra blanco y luminoso y la charca resplandeciendo ante sus ojos. La luna justo enfrente, llamándolo. Se sintió atraído hacia ella, reconocido y tenido en cuenta por la luna. El cántico se había convertido en una danza lunar, y la luna lo había escuchado.
La luna le ofrecía un regalo: el agua. Por eso se había sentido atraído hacia allí. La superficie del agua en perpetuo movimiento, la luz nunca quieta, siempre formando dibujos cambiantes. Como lo había visto Siddharta. En el pasar del agua estaba el pasar del yo, del apego, y en las formas de la superficie uno podía encontrar la faz de todas las cosas. Cada anhelo, cada dolor, todo ello cobraría forma fugazmente, un efecto óptico, para disolverse al momento. Era al mirar agua que soñábamos, nos hacía recordar el tirón de encarnaciones previas, y lo que anhelábamos era nuestra forma verdadera más allá del cuerpo, más allá de una encarnación concreta, más allá de este mundo de ilusiones.
Galen comprendió lo que debía hacer. La luz de la luna un sendero atravesando el agua, la prueba, por fin, de lo que él era. Caminó, o el universo lo condujo, hacia allí. El torrente de bellos sonidos, el borboteo y el murmullo, una voz tranquilizadora, la luz suave, y él había perdido los pies. Se habían hecho uno con la luz y recorrerían la superficie del mismo modo en que la luz peinaba el agua.
Galen estático, su alma entera henchida de amor. Un pie ya en la superficie, fría, el aliento del agua, eso estaba bien, estaba sucediendo, pero entonces el pie se hundió y eso le hizo inclinarse, tratando de mantener las palmas boca arriba, de salvar la experiencia, de no perder la fe. El siguiente paso fue firme, de modo que adelantó el otro pie, pero se hundió también y el tobillo hizo un mal gesto al contacto con una piedra y Galen cayó de bruces, el agua helada, una conmoción que lo dejó sin aliento. Aspiró agua, se impulsó hacia arriba contra roca y arena, batiendo los brazos. Tosía, tropezó y volvió a caer, el tobillo torcido, demasiado difícil mantenerse en pie, tuvo que valerse del trasero y de los brazos para retroceder hacia la orilla. Una vez fuera del agua se tumbó sin más sobre la tierra. La madre que me parió, dijo. ¿Cuándo va a pasar de verdad?