La cena no fue pollo con dumplings. Eso vendría más adelante, porque el guiso necesitaba un día entero. Hoy cenaban estofado de atún. Un tarro de mayonesa, varias latas grandes de atún, una bolsa de patatas fritas —tamaño familiar— y taquitos de queso amarillo.

Te has pasado, dijo Galen.

La madre de Galen estaba colocando la cazuela sobre un salvamanteles en el centro de la pequeña mesa. La cocina era estrecha y se tocaban entre sí con los codos.

Has metido una bolsa entera de patatas fritas, dijo él. ¿Tienes idea de cuánta sal lleva eso?

Estaba empezando a sudar. El hornillo de hierro despedía un calor increíble. Habían abierto las ventanas y la puerta de atrás, pero no era suficiente.

Podríamos ir tirando a la basura el libro de recetas del proletariado blanco, dijo Galen.

Su madre le agarró un brazo, pellizcándole la piel, y le hizo levantarse a la fuerza.

Suzie-Q, dijo la abuela de Galen. Su madre le soltó. Galen se sentó de nuevo.

¿Somos proletarios blancos?, preguntó. Yo no voy a la universidad ni a tiros, ninguno de nosotros tiene trabajo, estamos en medio del bosque. Lo siguiente imagino que será dormir con mi prima.

Basta, dijo Helen.

Jennifer entornó los ojos y luego bajó la vista a su plato. Tal vez fuera por esa vía por donde él podría manipularla. Tal vez ella necesitaba, mucho más que él mismo, mantenerlo todo en secreto.

Eso no está bien, Galen, dijo la abuela. Tu abuelo diseñó un puente en Sacramento. Eres un Schumacher, y de eso siempre podrás sentirte orgulloso.

Perdona, abuela.

El papeo en cada plato, las patatas fritas doradas y aceitosas, aparte de mustias.

El problema son los hombres, dijo Helen. Primero papá y ahora tú.

No le hables de ese modo a mi hijo, la cortó la madre de Galen.

¿No has estado tú a punto de arrancarle el brazo?

Él no es como papá.

Yo creía que papá era perfecto. Pensaba que solo bebía limonada y que comía tan tranquilo a la sombra de la higuera. ¿No estaba bien ser como papá? ¿Qué ha pasado con todo eso?

Tu padre era un buen hombre, dijo la abuela de Galen. Trabajó duro toda su vida.

Sí, ya lo sabemos, dijo Helen.

Tú no lo sabes. Parece que no lo entiendes. Él nos mantenía a todos.

Preferiría no haber nacido, dijo Helen. Va en serio. Preferiría haberme ahorrado esta puta vida que me ha tocado en suerte.

Helen, por favor.

Hablo en serio. Y no pienso seguir tragándome tus mentiras. ¿Por qué se lo dejas todo a Suzie? ¿Por qué a mí no me dejas nada, ni a Jennifer tampoco? Quiero saberlo, mamá.

Uau, dijo Galen. Cuando te embalas no hay quien te pare.

Su tía le atizó con el puño en el hombro. Le pegó otra vez, mirándole fijo a los ojos, con puro odio, y le atizó una tercera vez. Él intentó parar los golpes, pero ella era rápida. Y pegaba fuerte.

A continuación sucedió la cosa más extraña. Todo el mundo apartó la vista. Nadie dijo o hizo nada en respuesta al hecho de que su tía le hubiera pegado. Su abuela tarareaba por lo bajo, mirándose el regazo, y su madre simplemente comía. Jennifer, por su parte, había cruzado los brazos y estaba también cabizbaja. La tía Helen había cogido otra vez los cubiertos y estaba comiendo. Galen cayó en la cuenta de que esta era la primera vez que le pegaban, mientras que el resto de los presentes debía de haber recibido golpes muchas veces. O, en el caso de su madre, quizá solo había sido testigo de los golpes, pero con mucha frecuencia.

Aunque le dolía el hombro, Galen se sirvió comida e intentó dar un par de bocados. El murmullo del fuego en el hornillo, crepitar de carbón. El murmullo de humanos masticando y deglutiendo, amplificado y húmedo. El sabor de la sal.

Bueno, dijo. Supongo que somos así y no hay nada que hacer.

¿Quieres un poco más de atún, mamá?, preguntó la madre de Galen.

Gracias, sí. Esto está riquísimo.

La madre de Galen sirvió con teatrales ademanes, alzando mucho el cucharón. Mañana comeremos tu pollo con dumplings, mamá. Será todo un banquete.

Galen vio que su madre asumía el papel de reconstructora. Cuando todo se venía abajo, llegaba ella y hacía que el tiempo volviera a correr.

Mañana podríamos ir a pie hasta Camp Sacramento, dijo.

Sí, buena idea, dijo la abuela de Galen.

Todavía estoy esperando una respuesta, mamá, dijo Helen.

¿Un poco de vino, mamá?, preguntó la madre de Galen.

Sí, por favor.

La madre de Galen se levantó y giró el cuerpo hacia la encimera. No había espacio en la cocina. Los cinco apretujados en tres lados de una vieja y pequeñísima mesa adosada a la pared, cubierta por un hule amarillo. Las paredes tablones desparejos pintados de blanco. Una bombilla pelada, con una cadena. El suelo de linóleo marrón ya descolorido. El hornillo como una caldera. Todos con la cara bañada en sudor.

La madre de Galen abrió una botella de vino blanco, Riesling, y el aroma devolvió a Galen a la realidad. La madre de Galen sirvió a su madre y a ella misma, no ofreció vino a nadie más. Bebieron las dos y siguieron comiendo, observadas por Galen y la mafia, mientras él se preguntaba qué hacían allí todos juntos.

¿Qué sentido tiene intentar ser una familia?, dijo. ¿Por qué lo hacemos?

Su madre soltó un suspiro y apuró la copa. La volvió a llenar. La abuela de Galen estaba mirando su propia copa como extasiada. La tenía, casi vacía, encima de la mesa, justo al lado de su plato. El pie sujeto entre dos de sus dedos, removía suavemente el vino, la palma de la mano mirando hacia abajo, como si estuviera saludando a algo, como si la mesa fuera un espejo y el vino una especie de llave dorada. Parecía hipnotizada, sus azules ojos húmedos y grandes, sus labios en movimiento como si recitara algún ensalmo, unas frases de antaño, algo que ninguno de los otros podía comprender. Parecía a punto de anunciar alguna cosa, y era por eso por lo que los demás guardaban silencio.

La bombilla con su luz cruda hacía pensar que si uno sacaba de allí a la abuela, tendría que arrancarla del tejido del mundo y en su lugar quedaría un agujero. Así las veía Galen a todas ellas, seres de dos dimensiones, achatados, fijos en sus puestos. Jennifer con los brazos cruzados todavía, la mirada baja, inmóvil, estática. La madre de Galen con unas arrugas en torno a la boca más marcadas de lo que él le había visto nunca, como si sus labios estuvieran separados del resto de la cara, como un añadido. Los ojos hundidos en cuencas demasiado grandes. Las ondas del pelo como esculpidas en su cabeza, no nacidas de ella. Un rostro fabricado, por piezas, inventado.

Galen sintió hasta qué punto ella era irreal, por primera vez experimentó esa sensación como algo inmediato e innegable. Ella levantó de nuevo la copa de vino, pero incluso el acto de llevársela a los labios tuvo algo de mecánico. El mundo armado a base de giros de trinquete, cada pieza encajada en su sitio mediante tensión, y todo ello amenazando partirse.

Galen no quería seguir allí. Quería alejarse de la mesa. La mesa le parecía extremadamente peligrosa. Comprendió en ese momento que era la violencia lo que mantenía unida a su familia. Pero él estaba allí encerrado, pegado con cola, incapaz de moverse. Estaba limitado a observar, y los únicos movimientos perceptibles eran la copa de vino de su madre y la copa y la mano de su abuela moviéndose en círculos pausados, y el titubeo de la luz.