Estaban las cuatro en el porche delantero, sentadas en mecedoras.

Es un camaleón, dijo Jennifer. Ahora está todo blanco. Antes estaba todo rojo.

¿Qué has hecho, Galen?, preguntó su madre.

Pescar, dijo él, pero la voz le salió hueca y quebradiza. Le castañeteaban los dientes. Subió con cuidado al porche y dejó el arpón junto a la puerta. Se sentía todo él hueso.

Oh, dijo su tía, entonces supongo que esta noche habrá banquete de truchas. Jennifer se rio.

Hoy solo era para ver dónde están, dijo Galen.

En el arroyo, dónde van a estar.

Basta, dijo la madre de Galen.

No pasa nada, dijo él. Hoy he visto ese arroyo como tú no lo has visto jamás, Helen. No tienes la menor idea de lo que es el arroyo.

Bueno, llevo viniendo aquí toda la vida.

Ahí está el problema: que toda la vida te la has pasado despierta solo a medias.

Francamente, dijo su tía. ¿Qué piensas hacer cuando tengas que incorporarte al mundo real?

¿Como has hecho tú? ¿No vives en una mierda de apartamento que te paga la abuela? Galen seguía teniendo dificultad para articular las palabras. Sentía el pecho hueco y necesitaba urgentemente entrar en calor. Voy a darme un baño, dijo.

Tendrás que enchufar el calentador, dijo la madre de Galen. Tarda unos veinte minutos en calentarse.

Mierda. Estoy muerto de frío.

Galen, dijo su abuela.

Lo siento.

¿Nos marchamos hoy?, preguntó la abuela. De pronto parecía muy preocupada.

No, mamá, respondió la madre de Galen. Acabamos de llegar. Tenemos tiempo de sobra.

Ah, dijo la abuela. Esto de no acordarse es una gaita.

Galen entró en la cabaña y tropezó con el sofá cama. ¿No podríais esperar a la noche para sacar esta maldita cama?, chilló.

¿Quién te has creído que eres, el rey del mambo?, contestó su tía, también a grito pelado.

Helen. Al unísono la madre y la abuela de Galen.

Galen pasó por encima del sofá cama, fue al cuarto de baño, conectó el calentador, cerró la puerta y se recostó en ella invadido de una repentina tristeza. Nunca había reñido con su tía, nunca en la vida. De hecho, sus primeros recuerdos gratos tenían que ver con ella. Una piscina hinchable en el jardín de sus abuelos, ella corriendo alrededor del perímetro cogiéndolo a él por los brazos, un tiovivo. La risa de su tía, que entonces era generosa y auténtica. Galen no acaba de entender lo sucedido. Una equivocación, algo que había ajustado mal en los dos o tres últimos días. Su tía había hecho comentarios otras veces, pero hasta entonces él siempre se los había tomado a broma.

¿Cómo deben traslaparse unas vidas con otras?, se preguntó Galen. Había convocado a cada una de aquellas cuatro personas para que le enseñaran una lección concreta en su presente encarnación. Pero, suponiendo que su tía poseyera también un espíritu, un alma, entonces tendría sus propias lecciones que aprender. ¿Cómo se organizaba todo esto? ¿De qué manera se podía sincronizar?

Quizá a las personas se las podía poner en pausa. Su tía enojada aún por cosas de la infancia, no había comprendido que los recuerdos eran tan solo una ilusión. Negarse a aprender una lección determinada quizá lo dejaba a uno paralizado de por vida. Pero ella antes no estaba tan crispada. Tal vez era porque Jennifer se hacía mayor. Quizá era eso, en el fondo. Ahora peleaba por Jennifer. En los primeros recuerdos que Galen guardaba de su tía Helen, Jennifer aún no existía.

Tenía la camiseta y el pantalón empapados. Había ido al arroyo sin toalla. La carne de gallina, tiritando.

Su abuela, incapaz de acordarse de nada, estaba definitivamente en pausa. Como en la media parte de un partido. Claro que la gran pregunta era qué clase de partido y en base a qué reglas. ¿Por qué intentábamos aprender lecciones? Galen sabía que el objetivo era desprenderse de todo apego, pero, veamos, ¿por qué demonios tenía que existir el apego?

Veinte minutos era muchísimo tiempo. Se quitó la camiseta y el pantalón corto, cogió una toalla seca y se frotó el cuerpo pensando que la fricción generaría calor. El techo del cuarto de baño estaba pandeado, largos tablones combados por el centro, la única luz una bombilla sin pantalla. El baño en realidad un apéndice de la cabaña original, lo cual quería decir que a los viejos no les hacía falta bañarse. Sería que se lavaban en el arroyo. Antes la gente era más fuerte. Claro que, en realidad, el pasado no existía. La Historia era otra ilusión. Solo tenía el sentido que nosotros le dábamos ahora.

Galen comprobó el agua del grifo varias veces, hasta que salió lo bastante caliente como para llenar la bañera. Se sentó en el borde y disfrutó del maravilloso calor que iba subiendo. Naturalmente, cabía la posibilidad de que él fuera la única persona real, el único con un espíritu, un alma. Cabía la posibilidad de que cada ser viviera en una tierra-espejo sin nadie más alrededor.

Galen se quedó adormilado en la bañera por efecto del calor, pero al rato llegó Jennifer y aporreó la puerta. Me toca, dijo. Date prisa. Quiero darme un baño antes de cenar.

Galen salió de la bañera y se secó, los muslos con especial cuidado pues le ardían, rojos otra vez, y salió envuelto en una toalla.

Se te ven las costillas, dijo Jennifer. Hasta en la espalda. Qué feo.

No es más que un caparazón, dijo Galen. No tiene la menor importancia.

Eso lo veremos, dijo ella. Se había recogido el pelo e iba ya envuelta en una toalla.

Mientras subía al piso de arriba Galen se preguntó qué habría querido decir. Su tía, su madre y su abuela estaban aún en el porche. No habían empezado a cenar, de modo que tenía un rato por delante. Se metió en la cama y sacó un Hustler del talego. Tenía que procurar no correrse, por si Jennifer pensaba hacerle una visita.

En el Hustler, el hombre iba vestido de mosquetero, con una gran pluma de ave en el sombrero. Se había tomado un descanso en su quehacer y estaba con varias mujeres ligeras de ropa. El montaje fotográfico era como una obra mala de colegio, pero daba igual. Galen se puso cachondo.

Tenía el oído alerta por si subía alguien, y al final le supuso demasiada tensión y optó por guardar la revista y esperar.

Samsara, apego al mundo. El deseo sexual era lo peor de todo. Una imperiosa necesidad que ahora notaba en la espalda, desde el coxis hasta la nuca, enlazando con la boca. Era absolutamente de locos, y hacía que el tiempo pasara muy despacio. Solo un eunuco gozaba de paz. Castración. Sí, ese era el mejor camino hacia la iluminación.

En el fondo no creía que Jennifer fuera a presentarse, pero lo hizo. Subió las escaleras y él encendió la lámpara de la mesilla de noche. Ella traía una baraja y se había puesto una falda y una camiseta.

Les he dicho que íbamos a jugar una partida antes de cenar, dijo.

Se sentó en la cama de la madre de Galen y repartió dos manos de pinacle dejando las cartas sobre la mesita. La falda era corta y a Galen se le fueron los ojos. Sintió vergüenza.

Tranquilo, dijo ella, separando las piernas. Puedes mirar.

No llevaba nada debajo.

Las reglas son las siguientes, dijo Jennifer. Que solo puedes hacer lo que yo te diga, y que no puedes hacer ningún ruido. Y, naturalmente, de esto ni una palabra a nadie.

Vale, dijo él.

Ella sonrió. ¿Te has visto bien? Estás desesperado. Con veintidós años y no haber probado un solo coño…

¿Tú lo has hecho? ¿Te has acostado con alguien?

Pues claro, dijo ella. Como todo el mundo. Menos tú. Venga, túmbate. Date prisa.

Él apartó la colcha.

No, dijo ella. No te destapes. Si oyes que sube alguien, te incorporas enseguida y coges las cartas.

De acuerdo, dijo él. Pero ¿qué vamos a hacer?

Ella se subió al colchón y puso una rodilla a cada lado de la cabeza de Galen. Después las separó y fue descendiendo sobre su cara.

¡Uau!, dijo él. Estaba más buena que las tías de la revista, y era más joven. Es perfecto, dijo. Y tan bonito…

No hagas el menor ruido.

¿Puedo tocarlo?

Puedes.

Galen palpó el interior de los muslos con la mejilla, luego con la nariz. Todo tan suave, tan cálido.

Con la barba, dijo Jennifer. Y él pasó el mentón de un lado al otro, rozándole los muslos.

Me gusta, dijo ella. Pon la cabeza hacia un lado y quédate quieto.

Así lo hizo él. Notó sus labios húmedos en la mejilla.

Qué gusto, dijo ella. Como papel de lija.

Galen estaba un poco molesto porque con la cabeza vuelta hacia un lado no podía ver. Ella se lo estaba tirando, solo que se lo montaba con la barbilla. Intentó girar la cabeza, pero Jennifer lo impidió apoyándole una mano en la frente y siguió follándose su mentón. A Galen cada vez le gustaba menos. Tenía un lado de la cara completamente empapado.

Bueno, dijo ella por fin. Le puso la cara hacia arriba y se sentó encima. Ya puedes lamer.

Galen apenas si podía respirar. Meneó la lengua allí dentro, pero lo que él hiciera no parecía importar gran cosa. Ella se desplazó un poco y empezó a follarle la nariz. Ahora la lengua no estaba aparentemente dentro del coño, sino un poco más atrás.

Lámeme el culo, susurró ella, y él se dio cuenta de que eso era lo que estaba haciendo.

Qué gusto, gimió Jennifer. Qué gusto. Aceleró el ritmo de sus embestidas sobre la nariz de Galen, que había quedado encerrada en una especie de surco. Él se limitó a seguir lamiendo.

Galen no oía muy bien puesto que ella le hundía la cabeza en la almohada con sus envites, y le preocupó que alguien pudiera subir. Probablemente la cama debía de estar dando golpes en la pared.

Respiraba por la boca y tenía que tragar de vez en cuando. Sensación de estar ahogándose. Toda la cara, frente incluida, viscosa.

Qué gusto, seguía diciendo ella. Entonces le agarró la cabeza por detrás y lo atrajo hacia sí. Mueve la cabeza mientras lo haces, dijo. Y él la movió, adelante y atrás, sin interrumpir sus lametazos.

Ah, dijo ella. Oh. Sí. Lame, lame.

Él se dio cuenta de que el ritmo de sus lengüetazos había decrecido un poco. Le costaba hacerlo todo a la vez: respirar, lamer, mover la cabeza, tratar de rascárselo con la barbilla.

Los muslos se tensaron. Jennifer se incrustó aún más la cabeza de él y frenó un poco. Galen la notó temblar. Ella, apretando hacia dentro con fuerza suficiente como para romperle la nariz, empezó a sacudirse.

Aaah, dijo. Aaah. Se levantó un poco y tuvo varias sacudidas más. Los tendones de sus muslos, aquellos suaves contornos, el precioso color rosa. Galen no podía creer en lo que veía. Al principio había perdido la erección, pero ahora estaba en forma otra vez, muerto de ganas por meterla.

Ella dejó de montarlo y él se volvió a un lado para secarse la cara con la sábana. Hasta el pelo tenía mojado.

Uau, dijo.

Ella se bajó la falda y se sentó en la otra cama. Él volvió a taparse y ella se fijó en la erección. Lo siento, dijo. Yo ya estoy.

¿Qué?

No puedes tenerlo todo a la vez.

Pero si no he conseguido nada.

Te crees el rey del mambo. Mi madre lleva razón. Has tenido mi coño a tu disposición, y eso es más de lo que te mereces. ¿Sabes cuántos chicos del instituto matarían solo por verme el coño?

Bueno, pero ¿me dejas mirarlo mientras me la casco?

No. Se acabó. Coge las cartas.

Joder, dijo Galen.

No seas crío.

Sintió una furia repentina, pero no quiso arriesgarse a decir nada fuera de lugar. Se incorporó con la espalda contra la pared, recostado en la almohada, y cogió los naipes.

Juguemos, dijo ella. Ah, y quizá que te limpies la cara antes de cenar.