Granito por todas partes, paredes inmensas. En un tremendo desfiladero la cascada de la Cola de Caballo. La roca viva del Salto de la Amante, pirámides de granito y crestas rematadas por pinos, abetos, álamos temblones. El aire ahora más fresco. Pasada una curva siguieron el río y luego dejaron la carretera y cruzaron un puentecito sobre una charca grande y poco profunda donde Galen iba a pescar truchas desde que tenía memoria.

Una parcela del servicio forestal con pequeñas cabañas idénticas en caminos de tierra sembrados de agujas de pino. Oscuro y umbrío, los árboles más gruesos. Galen experimentó la misma excitación de siempre. La cabaña pequeña, de dos plantas, con un tejado muy empinado. Las paredes de tablillas verticales de madera gruesa pintadas de verde claro, las contraventanas de un burdeos apagado. El amplio porche y la baranda gruesa del mismo color, todo cubierto de piñas y agujas.

Lo conseguimos, mamá, dijo la madre de Galen. Ya estamos en la cabaña.

Tenemos que dar el agua, dijo la abuela de Galen. Estaba abriendo ya la portezuela para bajar del coche.

Tienes razón. Te has acordado, mamá.

Pues claro que me he acordado.

Bajaron todos y se desperezaron. Galen puso la cesta de picnic sobre el techo del Buick y dejó el arpón apoyado en el tronco de un pino. La abuela iba ya colina arriba.

Acompáñala, dijo la madre de Galen. Y él echó a andar, tratando de darle alcance. Rodeó el porche, dejó atrás el pequeño cobertizo para las herramientas. La abuela llevaba puesto un pantalón verde del mismo tono que la cabaña, una blusa marrón, andaba a paso vivo. Se detuvo y se agachó exactamente en el sitio justo, rebuscó entre las matas, retiró un trozo suelto de corteza y giró la llave del agua que había debajo.

Sabías dónde estaba, dijo Galen, admirado.

Naturalmente. Ve a la parte de delante y abre el grifo. Deja correr el agua hasta que salga transparente.

Bueno, bueno, dijo él, y volvió abajo.

¿Dónde está mamá?, le preguntó su madre.

Me ha pedido que abriera el grifo.

No la dejes sola.

Voy a abrir el grifo. Pasó junto al coche y fue al pino donde había dejado apoyado el arpón. Detrás había una espita, la abrió del todo y el agua salió a chorro, al principio un poco oscura y luego más clara. Ahuecó la palma de la mano para coger un poco. Estaba helada. Bebió. Buena, dijo. Y cerró el grifo.

Su madre abriendo ya las contraventanas, su abuela dando instrucciones. La mafia sentada en el porche, observando con los brazos cruzados. Por un momento Galen casi sintió lástima de aquel par, siempre entre bambalinas. Pero así estaban las cosas. Galen y su madre en primer lugar y ellas dos en segundo, ese era el orden. Y no se podía cambiar.

Sacó su talego del maletero. La cabaña ahora abierta, su madre soltando pestillos de contraventanas, pero la abuela se había metido dentro. Galen la siguió hacia lo oscuro.

Olor a cerrado, todo un invierno. A humo, más que nada, del viejo hornillo de la cocina. Pero también otros olores, a madera vieja y mantas viejas, a periódico y astillas para la lumbre. Le encantaba aquel lugar, era su preferido de cuantos conocía.

Su abuela siempre iba primero a la cocina. Galen la siguió y justo cuando entraba se hizo la luz, su madre abriendo las contraventanas desde el exterior, y vio a la abuela frente al hornillo con las manos apoyadas en él, mirando hacia abajo. ¿Recordando algo, quizá? La vio nacer a la pálida luz, creada por vez primera.

El rostro más avejentado de lo que él creía, arrugas curvilíneas en sus mejillas. Los ojos semiescondidos entre los párpados. Estaba inclinada sobre el hornillo como si fuera a caerse de un momento a otro, pero entonces se enderezó y pasó las palmas de las manos por los fogones de hierro. Apartó la cara.

Galen creyó estar de más, de modo que fue hacia la estrecha escalera arrastrando el talego. Otra vez oscuridad. Extendió la mano y encontró primero una cama y después la otra, jergones más que camas, avanzó entre ambas y descargó la bolsa sobre la cama de la izquierda. Hecho esto se tumbó en el viejo y nudoso colchón. Era donde solía ponerse a pensar. Se pasaba horas allí tumbado, cada verano desde que tenía memoria, soñando con esto y con lo otro. Desde la cama pasaba repaso a todo, trataba de saber quién era. En aquel sitio y en ningún otro.

Lo malo, claro está, era que tenía que compartir el cuarto con su madre. Galen las oyó discutir abajo, a ella y a su tía, precisamente sobre el asunto de dormir, de modo que buscó a tientas el magnetofón y los auriculares que llevaba en el talego y se puso a escuchar «Silk Road», de Kitaro.

Sintió que se le calmaba la respiración, que toda la tensión del trayecto abandonaba su cuerpo. Siempre notaba que, hasta el momento de ser abrazado por la música de Kitaro, la tensión era mucho mayor de lo que pensaba. Ahora podía extender los brazos y volar.

Pero de repente se encendió la luz. Su madre, echándolo todo a perder.

Estoy escuchando música, dijo él entre dientes.

No puedo discutir con todo el mundo, dijo ella. No tengo fuerzas.

Galen alargó el brazo y apagó la lámpara, pero ella la volvió a encender. Había dejado en el suelo una maleta pequeña y estaba colocando su ropa en los cajones de la pequeña cómoda que había entre las dos camas.

Vamos a ir de picnic ahora, dijo. A la roca grande.

No tengo hambre.

Bueno, pues miras cómo comemos nosotras.

Galen pulsó rebobinar y el vetusto aparato gimió. Necesitaba un walkman. Pero, claro, no había dinero para un walkman. Pulsó reproducir y al momento estaba de vuelta en Silk Road, cerrados los ojos.

Se relajó otra vez, esperó a que la luz se apagara de nuevo y su madre saliera del cuarto, y tumbado encima de aquel viejo colchón a oscuras tuvo la clara sensación de que estaba destinado para algo. Tal vez habría algo grande en el itinerario de su vida, aunque era demasiado pronto para decir de qué podía tratarse. Notó que su espíritu se expandía, que emanaba de su pecho llenando por completo la habitación. Pero no conseguía concentrarse del todo, porque iban ya las cuatro camino de la roca grande y eso lo estaba fastidiando. Debería quedarse, pero al mismo tiempo era imposible no ir. Su madre un trastorno constante, un desgarro en el tejido del espacio y el tiempo.

Galen pulsó de mal talante el botón de stop y se quitó los auriculares. Luego bajó por la empinada escalera.

La gran cacerola de metal sobre el hornillo. Era algo que Galen esperaba ilusionado, el pollo con dumplings. Un guiso que se avenía a comer, una pausa anual en su vegetarianismo.

Se situó frente al hornillo como había hecho su abuela, colocó las manos donde habían estado las de ella, preguntándose qué habría estado pensando, o recordando. Su propio espacio psíquico, en el que se congregaban todos los diferentes momentos. Sus hijas entonces pequeñas, su marido aún con vida, su cabeza todavía intacta. ¿Podía su abuela recordar todo eso? ¿Puede una mente dañada acordarse de cuando todo estaba bien?

Volvió la cabeza, tal como había hecho su abuela, y pasó las manos sobre los fogones de hierro colado, que se podían levantar para remover el carbón. Hierro negro con los bordes cromados, estos estropeados ya pero todavía bonitos, con sus dibujos de volutas y hojas. Un respaldo negro, alto, para el tubo negro. El peso y la solidez del objeto. Su presencia en la pequeña cocina y en la vida de todos ellos. Manifestada por nosotros, dijo Galen en voz baja. Encarnada a modo de poste indicador, punto de reunión. Yo te honro, viejo hornillo. Cerró los ojos y, bajando un poco la cabeza, haciendo una venia, espiró largamente.

La roca grande otro punto de reunión. No quería ver a su familia pero sí ver otra vez la roca, así pues salió por la puerta de atrás, cruzó el porche y empezó a subir por el sendero que iba al prado. Una escueta capa de hierba, brotes de un verde brillante en un calvero, día soleado. Una interrupción en la sombra de los árboles. Y hacia la mitad del prado, remetida en su lado izquierdo, una roca de perfil redondeado más alta que una persona, muy ancha y hundida en el terreno. Como un tosco panqueque entre capas de granito. Cubierta de musgo en la parte inferior sombreada, en los resquicios y los salientes. Unos helechos pequeños. En su parte superior algunas flores amarillas. Piel vieja de la roca. Jennifer instalada en el sitio donde a él le gustaba sentarse. Ella lo sabía.

Su tía, su madre y su abuela sentadas en el suelo, recostadas en la roca. Madre y abuela a un lado de la cesta de picnic, la tía al otro. Mantel de cuadros rojos dispuesto con emparedados de mantequilla de cacahuete y confitura, huevos duros, encurtidos, patatas fritas.

El guapo de mi nieto.

Galen trató de sonreír pero comprobó que el rostro no le reaccionaba.

Toma un huevo duro, dijo la abuela, como si los hubiera hecho ella.

Gracias, dijo Galen. Cogió un huevo y trepó a la roca para sentarse al lado de Jennifer. Ella había ocupado el único sitio liso, un asiento natural. Tenía la mirada fija al frente y masticaba patatas fritas.

Galen cerró los ojos e intentó calmarse, pero las oía a todas masticar. Su madre hincando el diente a un pepinillo en vinagre, un sonido increíblemente fuerte, su tía zampándose una naranjada, su abuela masticando como podía un emparedado y produciendo una especie de chupeteo. Jennifer con sus patatas, que sonaban como ramas al partirse. Galen odiaba la masticación y la deglución humanas. Trató de concentrarse en unas abejas que rondaban las flores silvestres, en el murmullo del arroyo cercano, en la ligera brisa que mecía las copas de los árboles colina arriba, incluso en los coches que pasaban por la autopista un poco más lejos, el ruido amortiguado por el bosque. Pero lo único que oía era aquel alboroto de lenguas, encías y gargantas.

Si os oyerais, dijo. Venga a masticar y tragar…

Ninguno de aquellos sonidos cesó ni se interrumpió siquiera. Estamos comiendo, qué quieres, dijo finalmente su madre.

Jennifer dio un mordisco a su emparedado y empezó a comerlo haciendo todo el ruido posible con la boca. Sonreía mientras le miraba a él. Después abrió la boca para que Galen viera lo que tenía dentro.

Galen bajó la vista. La clara de su huevo duro era como un cáliz para aquel pequeño amasijo amarillo espolvoreado de pimentón. Lo olisqueó y al instante sintió un vahído. Tenía el olor del corral, y él se estaba viendo obligado a escuchar a los animales que le rodeaban.

Animales, dijo. Hacéis ruido como unos animales.

Galen, dijo su abuela.

Perdón. Galen se bajó de la roca y caminó hasta el centro del claro. Buscó un palo e hizo un pequeño agujero en el suelo, metió el huevo duro dentro y lo cubrió de tierra. Crece, dijo. Reprodúcete y haz más huevos duros.

Extendió los brazos y trató de sentir el prado y el aire fresco, aquel entorno familiar. Soltó un gritito para ver si había eco, pero no obtuvo respuesta. Las seguía oyendo masticar pese a que estaban a casi diez metros.

Me voy al arroyo, dijo. Descendió entre los pequeños árboles que había a un lado de la cabaña, agarró el arpón del árbol cercano al grifo y al poco rato estaba en el punto de la orilla adonde iba todos los años. Sombras delgadas escabulléndose bajo piedras y salientes. Las truchas.

A saber cómo conocían ellas sus intenciones, pero el caso es que lo sabían. Cada vez que aparecía él, estaban en la parte ancha y poco profunda, en menos de un palmo de agua transparente sobre un lecho moteado de piedras color naranja, verde, azul oscuro, marrón. Una suerte de camuflaje, pero las truchas lo sabían. Sabían que ese camuflaje no era lo bastante bueno y al instante desaparecían en el agua más rápida, estrechos toboganes blancos entre piedras más grandes y hojarasca. Bolsones ocultos, cuevas, salientes. Lugares que Galen no podía ver, inalcanzables.

Durante años había probado con diversas tentaciones: huevos de salmón, beicon, maíz, señuelos, moscas artificiales. Nunca había capturado un solo pez. Pero este año iba a ser distinto. Este año había traído el arpón. Como no tenía una punta de lanza, había sujetado unos clavos al extremo con cinta adhesiva, una docena de puñales minúsculos. Y tenía pensado acecharlas aguas abajo, para que no le olieran.

Entre los árboles, una hoya más grande y un poco más profunda, casi dos palmos. Sería su punto de partida. Se aproximó con cuidado a la hoya pero, no bien llegó a la orilla, las pequeñas sombras se marcharon.

Corred cuanto queráis, dijo. Esta vez se os va a caer el pelo.

Se desnudó en la orilla y metió un pie en el agua, pero lo sacó de inmediato. Joder, dijo. El agua estaba increíblemente fría. Probó otra vez, ahora con ambos pies, los tobillos ya entumecidos, y luego se puso a cuatro patas en el agua.

Uf, dijo. Qué fría está. Pero avanzó, metiendo poco a poco el abdomen y el pecho, hasta zambullirse. Agitando frenéticamente los brazos debajo del agua, el arpón suelto. Tratando de entrar en calor, moviendo los muslos, ganando terreno sobre los brazos, golpeándose las rodillas, los pies y los codos con las piedras. La hoya era demasiado pequeña pero él necesitaba entrar en calor, tenía que moverse. Abrió los ojos y el frío se los irritó. Pudo sentir el contorno exacto de sus globos oculares, unos bultitos duros que se le congelaban. Debería haber traído equipo de bucear. Tuvo que subir para tomar aire. Se sumergió otra vez, cantos rodados a unos centímetros de su cara, luz moteada produciendo una confusión de colores. De repente todo más grande, como visto a través de una lupa.

Bajo el agua un mundo diferente. Las manos de Galen gigantescas, su piel un saco tirante que protegía su cogollo vital, su preciosa dosis de calor. Él un planeta girando en un vacío helado e ingrávido. Sin aire, impersonal, con una relación diferente respecto a la luz. Le mantenía con vida apenas una fina membrana.

Alcanzó el arpón, pudo oírlo arañar la roca, el sonido amplificado. La vida en tierra una vida inferior, todo mutado, menudo y opaco. A su alrededor piedra y arena, raíces y tierra oscura a lo largo de la ribera, todo ello ampliado y luminoso. La luz del sol filtrándose ondulante, peinando el agua a franjas.

Tuvo que salir a la superficie otra vez, el pecho tirante como un parche de tambor. Volvió a sumergirse e intentó relajarse un poco, consumir menos oxígeno. Las truchas le rodeaban. Si lograba calmarse lo suficiente, podría sentir sus movimientos. Hermanas truchas, pensó. Heme aquí con vosotras.