A la mañana siguiente, Galen estaba obsesionado con la idea de que su madre era el enemigo. Tal vez desde siempre. Era difícil determinar desde cuándo. ¿En qué momento se había vuelto contra él y por qué?

No había pegado ojo. Había estado paseándose por el nogueral hasta eso de las cuatro. Levantarse a las siete había sido una tortura. Era como un fantasma, pero le faltaba energía para aprovecharse de ello. Hizo el equipaje mecánicamente. Unas prendas de ropa metidas al tuntún en un talego. Puso pilas nuevas en su magnetofón, se llevaba todas sus cintas. El viejo arpón de pescar que había acabado siendo suyo, heredado de uno de los novios de su madre. La navaja y los prismáticos y la brújula. Escondió unos Hustler entre la ropa y metió también Siddharta, El profeta y Juan Salvador Gaviota.

No puedes llevar eso, le dijo su madre cuando lo vio bajar con el arpón.

Pues pienso llevarlo.

No va a caber.

Lo sacaré por la ventanilla.

Su madre se había puesto un delantal. Sin duda había estado preparando emparedados; debía de llevar horas levantada. Las excursiones a la cabaña eran todo un acontecimiento para ella. No hay nada que arponear, dijo.

Truchas, dijo él.

Galen, las truchas de ese arroyo no miden más de quince centímetros. Como mucho. Y el agua apenas tiene un palmo de hondo.

Pero hay varias pozas más profundas.

El arpón se queda.

Entonces yo también.

Ella fue a la cocina y regresó momentos después con un emparedado de mantequilla de cacahuete y confitura. Vete a la mierda, dijo, y le lanzó el emparedado. Hizo un ruidito blando al chocar con el pecho de Galen y luego cayó al suelo, la cara de cacahuete boca abajo, la de mermelada de fresa boca arriba.

Tiras como las niñas, dijo él. Se agachó para recoger el emparedado, lo juntó y se puso a comer.

Su madre se quedó allí plantada y rompió a llorar. Hombros caídos, cabeza gacha, el pelo rizado, y con aquel delantal. Simplemente se quedó allí, llorando.

Normalmente él se habría sentido tremendamente culpable y la habría abrazado. Normalmente habría querido hacer las paces. Pero algo había cambiado. Ya no le gustaba su madre. No sé a qué público le estás dedicando este numerito, le dijo, y salió con el arpón camino del coche.

La mafia apareció cuando estaba acarreando sus cosas. Jennifer con una sudadera rosa y la capucha puesta, cara de sueño. Se la veía blanda, comestible. Qué poco encajaba con su perverso comportamiento.

Aún no hacía mucho calor, pero el sol estaba alto y deslumbraba. Galen entornando los ojos, una novedad estar levantado a esa hora del día. Todo era pálido, como blanqueado. Plano, sin profundidad. Un mundo bidimensional. Un recortable de cartón. El seto y los nogales en el mismo plano vertical aunque había treinta metros entre el uno y los otros. Galen alargó el brazo para ver si cabía la mano en la brecha.

¿Qué haces?, le preguntó su tía.

Por un momento me ha parecido que podía tocar el espacio entre el seto y los árboles.

Claro, dijo ella. Es lo que yo me pensaba. Bueno, pues sigue probando.

Galen bajó el brazo. Su tía le hacía sentir como un crío estúpido, y esa sensación le disgustaba.

¿Qué pasa?, dijo ella. Si ya casi estabas. Vamos, tócalo.

Galen entró en la casa, cruzó el comedor y fue a la cocina. Su madre estaba derrumbada en una silla. ¿Te echo una mano?, preguntó él.

Ella no levantó la vista, simplemente señaló una cesta de picnic que había sobre la mesa de la cocina. Una cesta de mimbre cubierta de una tela roja a cuadros, otra brillante idea, la cesta de picnic perfecta. Galen la cogió para llevarla al coche.

Mi hermanita, dijo tía Helen. Cómo me gustaría cagarme en esa cesta.

Galen sintió el deber de proteger la cesta de marras. Subió al coche y se sentó en el asiento de atrás con ella en el regazo y el arpón asomando por la ventanilla, todo un guardián medieval. A unos palmos de distancia Jennifer, arrumbada contra la portezuela de su lado, tratando de dormirse otra vez, y la tía en el asiento del acompañante. Todos esperando.

El coche calentándose al sol y la madre de Galen que se tomaba su tiempo. Finalmente salió despacio de la casa, montó sin decir palabra y arrancó hacia el sendero entre setos.

Hacen unas tartas de calabaza estupendas, murmuró Galen cuando pasaban por Bel-Air.

Nadie dijo esta boca es mía. En serio, están riquísimas, las tartas, dijo él. Sobre todo la de calabaza.

Cuando llegaron a la residencia, la abuela no estaba lista. Cosas que pasan cuando te falla la memoria. Nunca estás listo para nada.

¿Hoy?, preguntó. Con cara de susto.

Sí, mamá.

Pero si no he hecho la maleta.

La dejamos lista la semana pasada. Está todo a punto.

Tengo que ir a casa, dijo la abuela. Tengo que ir a recoger mis cosas.

Vamos a la cabaña, mamá.

Pero yo quiero ir a casa.

La cabaña te encanta. Allí siempre lo pasamos muy bien. Vamos todos los veranos. Utilizamos el viejo hornillo de hierro, y tú nos haces pollo con dumplings.

¿Por qué no me llevas a casa?

La madre de Galen se volvió, dándole la espalda a la abuela. No puedo, dijo en voz baja. Hoy sí que no. Acompañadla uno de vosotros al coche. La maleta está en el armario.

¿Qué haces?, preguntó la abuela de Galen.

La madre de Galen salió de la habitación y Galen miró a su tía.

Haz el favor de volver, Suzie-Q, dijo la abuela de Galen.

Yo como si no existiera, dijo la tía de Galen. Pregúntale si estoy aquí, ya verás. Y Jennifer igual. Somos las dos invisibles, o sea que te toca a ti.

Abuela, dijo Galen. Tenemos que ir a la cabaña. Tomaremos chocolate caliente.

¿Dónde está tu madre?

Galen fue hasta el armario y sacó la pequeña maleta. Parece que lo tienes todo a punto, dijo. Vamos, mamá está en el coche.

¿En el coche?

Sí, vamos a ir a la cabaña.

Bueno, dijo ella, y salieron sin más.

La abuela de Galen iba delante. Galen y la mafia detrás, con Jennifer en medio, su rollizo y prieto muslo pegado a la pierna huesuda de él. Deseó que ella se hubiera puesto un pantalón corto, pero llevaba uno de chándal. Ojalá desapareciera el resto del contingente femenino.

Mucho calor ahora, el aire que entraba por las ventanillas aumentando de temperatura mientras dejaban atrás campos de reseca hierba amarillenta. Galen sentía que le bajaba un reguero de sudor por el pecho, y a Jennifer le entró el pánico de repente y quiso quitarse la sudadera. Codazos aquí y allá, la tía de Galen quejándose, pero Galen tuvo ocasión de ver un brazo y una axila, la curva del pecho cubierto tan solo por un top, allí, a medio palmo de su boca. Apartó la vista y se puso a mirar por la ventanilla de su lado para que su tía no le pillara.

Con todo abierto y a velocidad de autopista, era imposible hablar, cosa que, aparentemente, fue un alivio para todos. Hasta su madre y su tía podían llevarse bien si se veían obligadas a vivir dentro de un horno rodante. Las palabras no causaban más que problemas. Galen disfrutó de aquella paz, contempló el paisaje en movimiento, todo hierba entreverada de robles, las colinas empezando a tomar forma, largas curvas de asfalto trepando hacia pinares, territorio de la fiebre del oro, lugar de nostalgia para su abuela, consumidora de tarjetas de felicitación Hallmark y adepta a la serie Bonanza. Su mundo ideal era un pueblo del Oeste donde todas las palabras fuesen amables y huecas.

Galen no veía claro cómo era posible su abuela. Él la había acogido en esta encarnación para que le ayudara a aprender algo, pero ¿le convencía la vida de ella? ¿Realmente podía importarle aquel rancho de televisión, con Hoss Cartwright y el resto del personal?

El olor a pino, la amplia carretera, el Buick flotando y cayendo en picado. Se encaramaban a las montañas, árboles más altos ahora, un poco más de sombra, y su madre aparcó en el arcén. Solo es para que se enfríe un poquito, dijo. No sea que hierva el agua del radiador.

Salieron todos a escape. Una pared de roca de diez metros a un lado de la carretera. Una ladera excavada y reventada. El aire todavía sofocante pese a la altitud y la sombra. Galen se acercó a la roca y trepó unos pocos metros para poder pegarse a ella y sentir el frescor en la cara y las manos.

El ecologista loco, dijo Jennifer.

Estoy tocando otra era, dijo Galen. Cuando mancillaron esta montaña, abrieron otra era. No sé cuándo sería.

En el Chiflazoico, dijo Jennifer. Todos los animales eran flacos y se pasaban el día haciendo caca por ahí.

Helen se rio. Muy buena, Jennifer.

Habláis demasiado, dijo Galen. Cerró los ojos y aspiró el olor viejo de la roca. Si todo el mundo fuera una ilusión, una quimera, solo un alma vieja podría haber soñado que existiera algo tan sólido. Pero ¿y si resultaba que el mundo era real y solo eran ilusiones las personas y la superficie de las cosas? La superficie mutable, pero no así el núcleo. Sus lecturas no le aclaraban este punto. Tal vez la roca fuera real, y en tal caso merecía un tipo distinto de reverencia. Galen emitió una nota grave desde lo más profundo de su garganta, una prehistórica tonada gutural dedicada a la roca.

Oh, no, dijo su tía, pero Galen hizo caso omiso. Repitió, una y otra vez, la nota grave y luego cantó una muy aguda, seguida de la grave otra vez, y aquello fue cobrando vida. Brazos y cara pegados a la roca fresca, y la roca le devolvía un eco, muy tenue, lo justo como para que Galen lo percibiera. Ahora estaba cantando con la roca.

Tiene tanto talento, mi nieto, oyó que decía su abuela. Y esto le hacía perder la concentración. ¿Por qué no se esfumaban las cuatro?

No lo soporto, dijo su madre. Nos vamos. Si se calienta el motor, me da igual. Galen, sube al coche.

Galen intentó aferrarse a la canción y a la roca, intentó sentir su espíritu, pero cuando su madre tomaba una decisión, no había modo de pararla. Visto que no podía concentrarse, renunció a ello. Dejó caer los brazos, soltó un suspiro y empezó a bajar con cuidado por el pedregal.

Trataba de ir a un sitio, dijo.

Vaya, qué pena habérmelo perdido, dijo su tía.

Aún te quedan muchas encarnaciones, dijo Galen. No has hecho más que empezar.

Su tía se rio, y no había terminado de hacerlo cuando subieron otra vez al coche. La cosa era contagiosa, pues a Jennifer se le escapó también alguna risita.

Bueno, ya basta, dijo la abuela de Galen, pero continuaron riendo. Su madre arrancó y el aire empezó a correr, y aquella risa era totalmente maliciosa, no era una risa de verdad, con regocijo. Galen se puso a mirar por la ventanilla procurando no hacerles caso.