Galen probó la cirugía astral. Sentado en su cama, imaginando que de su mano derecha colgaba un pequeño garfio dorado, pasó la mano sobre su polla herida y dejó que el garfio sanador le sacara del apuro y sanara. Para ir bien, debería haber tenido la mano izquierda debajo, a fin de crear un campo electromagnético idóneo para la sanación, pero no acabó de convencerle eso de sentarse encima de la mano. Para que funcionara, era preciso un poco de espacio aéreo, de modo que giró de costado y puso la mano izquierda detrás, no debajo, del trasero y movió la derecha por delante del pene. Sin embargo, ahora el garfio pendía recto. Era preciso liberar la mente de la gravedad. ¿Por qué no podía el garfio dorado colgar oblicuamente? Al fin y al cabo era astral, etérico. Pero su mente se empeñaba en ver el garfio pendiendo verticalmente. Tampoco conseguía Galen relajar la respiración. Y le dolía el miembro. Lo tenía rojo, con una hinchazón en un lado, a pesar de que estaba laxo. Y en la base un moretón, como si le hubieran arrancado la cosa de cuajo. Temió que si se le ponía tiesa le doliera aún más.
No le cabía en la cabeza cómo podía Jennifer haberle hecho aquello. Y los huevos también eran una cosa delicada…
Galen cerró los ojos e intentó visualizar el garfio. Pendiendo en diagonal de una cadenita dorada. Entonces cayó en la cuenta de que no había imaginado previamente la cadenita. ¿Se suponía que debía de haber una, o era solo un garfio que sobresalía? Y ya puestos, ¿necesitaba realmente espacio aéreo? ¿Cómo funcionaba el éter?
Intentó sentir la sanación, dejar que ocurriera, pero allí no ocurría nada. Se acordó entonces de que en el libro sobre cirugía astral había un capítulo sobre corrección de fallos, no sé qué de restablecer un campo. Con las palmas de las manos inmóviles, la una unos centímetros detrás del trasero y la otra unos centímetros delante de la ingle, trató de sentir el campo de fuerzas entre ambas. Las acercó ligeramente, como si mullera algodón de azúcar, sintió la energía en el centro mismo de las dos manos y cómo se empujaban ahora la una a la otra.
Muy bien, dijo.
Acto seguido trató de sentir la energía en sus genitales, intentó sentir el itinerario de esa energía entre una mano y la otra mientras seguía empujando y mullendo. Una especie de calor, el éter algo que siempre estaba encendido y caliente, un poco crepitante por la electricidad, pero no, no era así, no crepitaba. Solo calor y luz estables. Y esta vez sí pudo bajar la mano derecha y hacer pasar el garfio por ese calor. Notó el tirón, mas no donde él se esperaba, no en el pene propiamente dicho, sino más adentro de la ingle. Eso era lo bonito de la cirugía astral, que podía encontrar los sitios adecuados, las fuentes adecuadas, y rellenar dichas fuentes. No se dejaba engañar por las apariencias. Y el garfio no necesitaba cadena. Se balanceaba por su propia cuenta.
Galen espiró al compás de la sanación. Cada vez más y más profundamente, hundiéndose, el garfio dorado una suerte de mariposa que aleteaba en su interior, y cuando despertó su madre estaba aporreando la puerta y él tenía la mejilla en un charquito de baba.
Eh, dijo. Eh. Aún no estaba como para hablar. Se secó la mejilla en un trocito de funda de almohada y se puso boca arriba.
Y haz el favor de no cerrar con llave, gritó ella.
Eh, dijo Galen, oyendo que su madre empezaba a bajar la escalera.
Tenía la sensación de estar saliendo de un pozo muy hondo. Las siestas a media tarde lo dejaban totalmente grogui.
Se sentó en el borde de la cama, medio mareado aún. Recomponiéndose, dejando que la fisonomía volviera a ensamblarse. Separó las manos con las palmas hacia arriba e intentó levitar unos centímetros, al instante, aprovechando que el mundo estaba desprevenido, antes de que fuera otra vez completamente sólido.
Venga, dijo. Trató de que el éter le levantara el culo, pero la gravedad lo tenía pegado a la cama, era demasiado tarde. El mundo se había recompuesto. Joder, dijo. Tengo que ser más rápido. No me he dado suficiente prisa.
Buscó con la mirada su ropa interior. Había prendas esparcidas por el suelo, como una docena, no recordaba cuál era la muda limpia de aquella tarde. Se decidió por la más cercana confiando en acertar.
Se puso la camiseta y el pantalón corto. Picor en la piel. Se dio aloe en los muslos, un frescor balsámico, maravilloso, se ató los cordones de las deportivas, pero estaba tan grogui todavía que volvió a la cama.
¡Galen!, chilló su madre.
Galen se incorporó, fue dando tumbos hasta la puerta y bajó al comedor. Ella había puesto la mesa, con velas aunque no era de noche todavía. Platos a cada extremo de la larga mesa, la vieja vajilla polaca con los bordes pintados de rojo y azul. En mitad de la mesa un enorme rosco de pan de masa fermentada, dentro una bola blanca.
He hecho salsita de cebolla, dijo su madre.
Él se acercó para verlo mejor. Color blanco con franjas marrones, la cebolla. Galletas saladas sobre una tabla de madera, hortalizas cortadas a trozos. Cachos de brócoli y de coliflor, zanahorias enteras, rodajas de pimiento.
Te he preparado una comida vegetariana, dijo ella. Verduras frescas, ni siquiera hervidas.
Gracias, mamá. Tiene muy buena pinta. Cogió el plato y se sirvió hortalizas, galletas y unos trozos de pan, y luego lo regó todo con una cucharada de salsa. Estaba hambriento. ¡Uau!, dijo.
Se sentó. Su madre parecía contenta. Gracias, mami, repitió él. Luego mojó un trozo de brócoli y se lo llevó a la boca. Cremoso, exquisito, y además crujiente. Cerró los ojos y se puso a tararear mientras masticaba. Solo tarareaba con los mejores ágapes.
La comida era una meditación, una oportunidad que no debía pasar por alto. Se sentó bien erguido en la silla, abierto el chakra de la corona, y dejó que los alimentos vibraran por todo su cuerpo. Sin abrir los ojos, palpando la comida con las manos, metió los dedos en la suculenta salsita y se los chupó, aspiró el aroma del pan antes de comerlo, masticó a placer las jugosas rodajas de pimiento fresco.
Me encanta, dijo.
¿Llevamos los platos a la chimenea?, propuso su madre.
Vale, dijo él. Hace tiempo que no lo hacemos. Se sirvió más comida y fueron a la habitación de delante, la del piano y el techo alto. Dentro, en el centro mismo de la casa, había un enorme hogar hecho con losas de granito procedentes de las sierras, y unas alfombras delante. Galen se tumbó acodado en un cojín y siguió comiendo. Su madre se tumbó de cara a él.
¿Dónde estamos?, preguntó. Era un juego que compartían desde que él era muy pequeño.
En las montañas, dijo Galen. Delante de unas montañas.
Mongolia, dijo ella. En Mongolia, quizá.
Y hemos venido atravesando una llanura.
Nieve e invierno, dijo ella. Los caballos con mantas.
En la llanura solo matojos de hierba seca, nada que pudieran comer los caballos.
Estamos huyendo de alguien.
O de todo el mundo.
Sí. Su madre empezaba a animarse, acodada ahora en la alfombra, más cerca de él. Sus ojos grises con motitas doradas, parecidos al granito. Huyendo de todo el mundo. Exacto. Nadie nos comprende, estamos solos. No podemos hablar con nadie.
Estaba demasiado cerca y Galen sentía su aliento en la cara. Se incorporó. Voy a buscar más salsa, dijo. Y se levantó para ir a la mesa. No habían jugado a eso desde hacía meses y a él se le hizo raro. A veces se tumbaban frente a la chimenea y se pasaban horas cuchicheando. Inventaban lugares y biografías, contaban secretos de personas inexistentes. Lo venían haciendo desde que él tenía memoria, pero ahora le daba repelús. No sabía la razón. Tal vez por el hecho de que Jennifer le hubiese llamado niño mimado. O tal vez haber visto a Jennifer de cerca. En fin, tenía que ver con Jennifer. Quizá porque su prima y su madre eran en cierto modo iguales, solo que con la diferencia de edad. No le gustó pensar estas cosas. Ahora sí se estaba asustando de verdad.
Galen se sirvió otra cucharada de salsa y volvió a la chimenea, pero esta vez se sentó en el amplio antepecho de piedra.
¿Te gusta la comida?, preguntó su madre. Tumbada boca arriba en la alfombra, mirándole.
Sí, dijo él. Cerró los ojos, concentrado en masticar. Ahora la salsa le supo más salada que al principio.
Me alegro, dijo ella. He pensado que nos merecíamos algo bueno ahora que no están esas dos.
Galen trató de concentrarse en una zanahoria y en cómo crujía entre sus dientes. La sintió romperse, aquella cosa sólida partida en un instante, una pista de cómo era posible hacer patinar el universo durante una fracción de segundo. Retirada del mundo. Distancia. Eso era lo que él necesitaba. ¿Cómo podía haberlo olvidado con tanta facilidad?
Ha sido un feo detalle por parte de Helen ponerse a discutir antes de la excursión. Típico de ella. Nunca está satisfecha. Es una persona infeliz, siempre lo ha sido.
¿Qué excursión?, preguntó Galen. Mantuvo los ojos cerrados e intentó seguir concentrándose en la masticación.
Mañana iremos a la cabaña.
¿Mañana?
Galen. Hace dos días que tengo las cosas metidas en el maletero del coche. Salimos a las ocho en punto.
¿A las ocho? Galen había abierto los ojos. No me gusta nada levantarme tan temprano.
Solo es un día. De eso no te vas a morir.
Pero ¿por qué? ¿No podemos salir a mediodía? Solo hay una hora y media de camino.
Galen.
Está bien. ¿Vendrá la abuela?
Pues claro.
¿Es verdad que te lo deja todo a ti en el testamento?
¿Quién ha dicho semejante cosa?
Helen.
La madre de Galen se incorporó, cogió el plato y se fue a la cocina. No tengo ganas de hablar de eso, dijo.
Pero Galen la siguió. Y la universidad, ¿qué? ¿Habrá dinero para eso? ¿Por qué tía Helen pedía dinero para Jennifer?
Su madre dejó el plato en el fregadero y abrió el grifo. Helen no se entera de nada. Siempre ha estado en babia.
Pero ¿hay alguna posibilidad de que la abuela o el fideicomiso pueda costear unos estudios?
Ella cerró el grifo y apoyó las manos en el borde del fregadero. Mira, dijo, el legado incluye ciertas cláusulas. Como que se puede emplear el dinero para gastos médicos o para estudios o incluso para comprar una casa. Helen lo está intentando con la casa. Ella siempre va a por todo. Pero no hay dinero suficiente. A mamá podrían quedarle aún diez años de vida, y esa residencia sale muy cara.
¿Cuánto dinero hay?
Galen.
En serio. ¿Cuánto dinero hay en el fideicomiso? Experimentó una oleada de ira, un sofoco. Qué curioso que algo así pudiera suceder tan de improviso. Se hallaba de pie detrás de su madre, mirándole el cogote. Estaba a solo unos centímetros.
Basta, dijo ella, y salió por la puerta de atrás, pero Galen la siguió al jardín. Déjame en paz, dijo su madre. Parecía atemorizada, y Galen vio con repentina claridad cuán pequeña era, cuán frágil. Ahora caminaba hacia atrás, rehuyéndole.
Yo podría haber ido a la universidad hace cuatro años, dijo él entre dientes. Para eso es el fideicomiso. Si ahí pone que el dinero se puede utilizar para estudios, no sé a qué viene tanto discutir. Pero tú no me lo habías dicho… porque querías todo el dinero para ti.
Basta, Galen. Tú no lo entiendes. Estaba retrocediendo hacia el galpón. Se protegía de él con los brazos extendidos al frente.
¿Cuánto dinero es?, gritó Galen. Dime de una puta vez cuánto dinero hay.
Me das miedo, Galen.
Él soltó un rugido, la agarró con fuerza por los hombros y la empujó contra la pared del galpón.
¡Socorro!, gritó ella. ¡Auxilio!
Galen la soltó. Pero qué coño te pasa, dijo. No voy a hacerte daño. ¿Qué cojones estás pensando?, ¿que te voy a pegar? Solo trato de averiguar una cosa: ¿cuánto dinero nos estás escondiendo?
Galen no soportaba mirarla. Volvió a entrar en la casa y subió a su cuarto. Todo él temblaba. No podía creer que su madre hubiera pensado que la pegaría. Como si él fuera una especie de monstruo.