Galen intentó incorporarse apoyando los brazos. No hubo manera. Qué mierda, dijo. Se quedó tumbado boca abajo. La tierra le arañaba dolorosamente los muslos quemados, eso no se lo esperaba. El jersey era un horno, un capullo de seda. Debajo una película de sudor, y qué sed tenía. La cara como en llamas.
Los músculos de su trasero empezaban a reaccionar, la sangre volvía lentamente a sus muslos, sentía las piernas como dos tubos huecos, el músculo independiente del hueso. Se puso de rodillas e intentó levantarse, las piernas como dos pajitas. Punzadas de dolor a todo lo largo, los músculos sin enterarse de nada, inalcanzables. Pero fue capaz de dar un paso, y luego otro. Había tenido demasiado tiempo la espalda doblada, la sensación era como de ir inclinado.
Casi te pillo, dijo. Un poco más y te ves obligado a reconocer que no eres un verdadero cuerpo, sino una falsificación, una entelequia. Y ahora estoy mirando cómo te ensamblas otra vez, todos esos crujidos que haces para recomponer el sueño.
Rodeó el galpón a trancas y barrancas y se encaminó hacia la higuera, donde las otras entelequias estaban terminando ya el té.
Se te ve un poco tieso, le dijo su tía, sonriendo. Y de pronto lo entendió. Su tía le odiaba. Más claro que el agua. A él ella le caía muy bien y siempre había creído que el sentimiento era mutuo, pero ahora entendía que ella odiaba a su hermana, y a él también porque formaba parte del lote. La sonrisa de su tía era pura malicia.
No veas, dijo Galen. ¡Joder!
¿Qué pasa?, preguntó Jennifer.
Nada.
Ya hemos terminado, dijo la madre de Galen. Dentro de un ratito nos vamos a ver a la abuela.
Galen avanzó con cuidado hacia la silla desocupada y tomó asiento. Hierro colado, sin cojín. El culo se le quedaría dormido otra vez. Pero le fue bien sentarse, y aquella sombra era el paraíso. Cerró los ojos al olor de los higos, un aroma tan intenso que solidificaba el aire. Caray, dijo. Los higos.
Casi están maduros, dijo su madre. Como mucho una semana más. Y le sirvió zumo de naranja. Toma, dijo. Aunque ella le tuviera manía, seguía velando por él. Ahí estaba la diferencia. Su tía lo tiraría de cabeza al precipicio si se le presentara la oportunidad, mientras que su madre jamás haría tal cosa.
Galen juntó las manos alrededor del fresco vaso de zumo y se preguntó si beber o no. Estaba sediento, se moría de sed. Y el zumo estaría delicioso, fresco y ácido, con su poquito de pulpa, a él le encantaba la pulpa. Pero estaba medio mareado, como si flotara, y no quería renunciar a esa sensación. Le parecía estar viendo las cosas con mucha más claridad. El zumo de naranja podía poner fin a todo eso. Demasiado frío, demasiado ácido, un sobresalto que centraría toda su atención en el estómago, y ya no se sentiría flotar.
Chiflado, dijo Jennifer.
Galen cerró los ojos e intentó centrarse. ¿Qué quería realmente? Sostuvo el vaso de zumo con las dos manos y lo acercó, lo suficiente como para meter la nariz en el vaso y oler. Respiró el zumo de naranja, inspirar, espirar, inspirar, espirar.
No puedo seguir mirando, dijo su madre. Nos vamos dentro de cinco minutos.
A Galen no le gustaba que le metieran prisa. Su experiencia cambiaba con la presión. Ahora había un plazo límite, y eso lo iba a joder todo. Maldita sea, dijo.
Vaya, dijo Jennifer.
Él no quería verla. A su tía tampoco. Que se fueran de una vez y lo dejaran a solas con el zumo de naranja.
Pero entonces decidió lanzarse. Inclinó el vaso y probó el zumo, que era dulce y amargo y energético. Lo mantuvo en la boca, sin tragar.
¿Al nene le gusta?, preguntó Jennifer.
Galen intentó olvidarse de ella, concentrarse únicamente en el zumo dulce dentro de su boca. Fue imposible. Tragó el líquido y ocurrió justo lo que él se temía. Pista libre hasta su estómago, y enseguida sintió el peso del estómago, la cáustica necesidad, toda su conciencia atraída hacia aquel punto bajo. Adiós a la sensación de flotar. Una piedra que se hundía, que tocaba el fondo y allí se quedaba.
Gracias, dijo. Gracias por joderme eso.
¿Qué, exactamente?, preguntó su tía.
Nada, dijo él.
Exacto, dijo ella.
Galen abrió los ojos, tragó el resto del zumo y dejó el vaso en la mesa.
Bienvenido a casa, dijo su tía. Somos los seres humanos.
Sois como conchas vacías, dijo él. Hollejos y nada más. Se puso de pie y entró en la casa. Tuvo que apoyar una mano en la barandilla para subir por la escalera.
Sentado en el borde de la cama, se dobló con cuidado para quitarse el jersey empapado en sudor. Ay, exclamó. Cómo duele. Casi no podía respirar. Se quitó las botas, se bajó el calzoncillo y entró en la ducha con mucho tiento. Abrió el agua fría, especialmente para las piernas. Fría y todo, le dolió. Después se secó con cuidado y se untó las piernas, la cara y el cuello con aloe vera. El espejo le devolvió una imagen artificialmente luminosa. La piel morena de su cara se había vuelto de un rosa fuerte debajo, como si fuera un halo secundario.
Galen, chilló su madre. Te estamos esperando.
Ya voy, chilló él. Se puso un calzoncillo limpio, una camiseta, calcetines, zapatillas de deporte. Bajó con mucho cuidado.
Será posible, dijo su madre. Ponte unos pantalones. Estaba en el vestíbulo, con una mano en el pomo de la puerta. La tía y la prima arrellanadas en la sala de estar.
Tengo las piernas quemadas.
Naturalmente, qué esperabas. Ponte un pantalón.
Bueno, dijo él. Volvió arriba y buscó un bañador viejo que le venía pequeño y no le tapaba más que unos centímetros de muslo.
Qué mono, dijo Jennifer. Me gustas así. Sería lo máximo si además te subieras esos calcetines hasta las rodillas.
Cállate, Jennifer, dijo la madre de Galen.
Te lo advierto, dijo la tía.
Un momento después su madre salía por la puerta y el resto de la comitiva detrás. Él montó en el asiento de atrás del coche. Jennifer se sentó a su lado, la tía Helen delante. Nada más salir a la calle, ya tenía una erección. Zona residencial, urbanizaciones. Las suyas eran las únicas tierras sin urbanizar en varios kilómetros a la redonda. Casi cinco hectáreas de nogales, unas cuantas para la casa y el jardín, un par más para el camino pavimentado. El resto de la gente vivía apretujada en solares de cuatrocientos metros cuadrados a lo sumo.
Calles recién asfaltadas, curvas a cada momento, escuálidos arbolillos a todo lo largo. Sin embargo, poco rato después llegaban al barrio antiguo, casas de los años cincuenta. Y el viejo centro comercial.
En Bel-Air tienen unas tartas de calabaza estupendas, dijo.
Galen, dijo su madre.
En serio, las hacen riquísimas.
Qué tal si nos das un respiro, Galen, dijo su tía.
Hace tanto que no pruebo la tarta de calabaza…
A partir de ahí solo el ruido del coche. Un motor ruidoso, un 350 o algo así, le había dicho una vez su madre. Ella intentaba involucrarlo, pensando tal vez que se animaría a cambiar el aceite y esas cosas, un pequeño ahorro en gastos de mecánico. Pero a Galen le importaban una higa los coches. Le importaba una higa lo que al resto de la gente le importaba. No estaba ahí para ser esclavo de casas, coches, empleos, un matrimonio, hijos, la tele y toda esa mierda.
Se llevó la mano al pene erecto, apretó un poquito, tirante bajo el pantalón corto. Jennifer mirando por la ventanilla de su lado. Y luego estaban saliendo del coche y él intentando esconder la erección metiéndosela bajo la cinturilla y tirando de la camiseta hacia delante. Probablemente cantaba mucho y no se le ocurrió una manera de hacer que la postura pareciese natural, pero tampoco se le ocurría otra cosa, y de todas formas su madre y su tía no le estaban mirando.
Suzie-Q, dijo la abuela cuando entraron todos. No parecía tan mayor. No tenía ningún sentido que estuviera en la residencia. Todos estaban esperando a que se muriera, pero la cosa podía alargarse mucho. Solo tenía setenta y un años.
Su abuela abrazó a la madre de Galen y luego a este. Un abrazo de oso.
El guapo de mi nieto, dijo la abuela. ¿A punto de empezar las clases?
Este año no, murmuró Galen. Lo aplazaré un año más.
Bueno, dijo ella. No me parece mala idea. Ya habíamos hablado de eso. Tomarte un año de vacaciones. Ver un poquito de mundo.
Galen fue incapaz de mirar a su tía o a su prima. La abuela le dio otro achuchón y finalmente lo soltó.
Venid a sentaros, dijo. Qué bien que hayáis venido todos.
No había dónde sentarse. Una silla en el rincón, las dos camas con sus cortinas, la vieja de los ojos húmedos en una de ellas, sonriendo ahora a Galen.
Sentaos en mi cama, dijo la abuela. Y así lo hicieron, con lo cual estaban todos mirando hacia fuera, separados entre sí como en una especie de círculo, espaldas tiesas como las rocas semienterradas de Stonehenge, a la espera. La abuela de Galen cogió la silla y la acercó para sentarse.
Mira qué bien, los cuatro ahí sentaditos, dijo.
¿Cómo te encuentras, mamá?, preguntó la tía de Galen.
Oh, estupendamente. ¿Cuánto hacía que no venías a verme? ¿Un año, quizá? Esa es Jennifer, ¿verdad?
Pues claro que es Jennifer, le espetó la tía. Y estuvimos aquí hace solo un mes. Menos de un mes.
Suzie-Q viene a verme todos los días. Y Galen también, aunque se está preparando para empezar las clases el otoño que viene. Ella le estaba sonriendo con aquella cara extraña producto de la nueva dentadura, no la cara que él había conocido de niño. Bueno, dijo la abuela. Qué alegría teneros aquí.
Mamá, dijo la tía de Galen, me gustaría hablar contigo. Es sobre el fideicomiso, y sobre los estudios de Jennifer. Este será su último año de instituto y luego irá a la universidad, o sea que habrá que hacer algunos arreglos.
Oh, hay tiempo de sobra.
Me gustaría hablarlo ahora, mamá.
Quizá es un poquito pronto, dijo la madre de Galen. ¿No podríamos esperar hasta mediados del otoño? O incluso hasta el invierno que viene.
Cállate, Suzie-Q.
Helen, no le hables así a tu hermana. Siempre estás igual.
La tía de Galen inspiró hondo y cerró los ojos.
Yo pensaba que no había fondos para lo de la universidad, dijo Galen. Entonces, ¿sí que hay dinero?
Bueno, yo no tengo ni un centavo, dijo su abuela.
Es verdad, terció la madre de Galen. Solo queda para ir pagando esta bonita residencia.
La tía de Galen tenía la mirada baja y negaba con la cabeza. No sabéis cómo odio esto, dijo. Lo odio más de lo que podría expresar con palabras. Tenía los puños apretados sobre el regazo. Toda la vida mentiras y más mentiras. Vosotras dos. Solo mentiras.
Basta, Helen.
Porque yo he sido mala. Helen ha dicho la verdad, y como en esta familia odiamos la verdad, pues odiamos a Helen.
Basta, dijo otra vez la abuela de Galen. Eres lo que no hay. No tienes arreglo.
Sí, claro, yo siempre la mala, la que no tiene arreglo. Soy la que recibe el palo después de que te lo dan a ti. Pero Suzie-Q nunca. No, ella no, pobrecilla. Suzie-Q se empeña en fingir que todos somos buenos.
Mamá, no tenemos por qué seguir escuchando. Te llevo al jardín. Se levantó de la cama, se acercó a su madre y un momento después se habían marchado las dos.
Galen oyó la agitada respiración de su tía. Estaba furiosa. Y encima a ella le cae todo en el testamento. Absolutamente todo.
¿A qué te refieres?, preguntó Galen.
¿No te lo ha dicho?
No.
Tu madre se queda con todo. A ti no te toca nada. A Jennifer tampoco. Y a mí menos. Todo va para tu madre. Pero luego tu madre te lo dará a ti cuando haga testamento. O sea que al final supongo que saldrás bien parado.
Se quedaron los tres allí sentados, cabizbajos, y por último la tía Helen se levantó. Esperaré en el coche, dijo.
Jennifer se puso de pie y corrió la cortina alrededor de la cama. Levanta, le susurró. Y Galen lo hizo. Ahora bájate el bañador.
Galen hizo lo que le decía.
Y el calzoncillo.
Galen se quedó desnudo.
Tócate, dijo ella.
Galen no sentía el menor deseo de hacerlo. ¿Después de todo esto?, preguntó. Imposible.
Jennifer se levantó la falda y luego metió la mano y se apartó las bragas hacia un lado.
¡Uau!, dijo Galen. Pelitos rubios, no muy abundantes, y luego ella se separó los labios con un dedo para que él pudiera ver lo rosa. Oh, dijo Galen, y enseguida notó que se le ponía tiesa otra vez, a pequeñas sacudidas, hasta que la tuvo dura y le empezó a doler. Se acercó a Jennifer, pero ella se bajó la falda.
Ponte de lado, dijo. Con las manos a la espalda.
Vale, dijo él.
Te pegaré en la polla, fuerte, pero tú no te puedes mover ni hacer el menor ruido.
¿Qué?
Si te mueves o haces ruido, no volveré a enseñarte el coño.
¿Por qué lo haces?
Estate quieto.
Jennifer le atizó un manotazo y lo que él sintió fue una explosión de dolor. Tuvo ganas de gritar pero se aguantó. Siguió con las manos a la espalda y cerró los ojos, notando cómo se le llenaban de lágrimas. Luego otro manotazo, más fuerte, y esta vez lloriqueó tembloroso.
Jennifer se le acercó. ¿Qué te ha parecido?, preguntó en un susurro.
¿Por qué has hecho eso?
Ella le puso la mano en los huevos. No te muevas, susurró.
Por favor, dijo él. No.
Pero ella apretó, cada vez con más fuerza, y él notó cómo el dolor le subía hasta el estómago, y luego las náuseas. Por favor, boqueó.
Jennifer lo soltó por fin. Acto seguido le dio una palmada fuerte en uno de sus muslos quemados, y él sintió ganas de chillar. No lo olvides, dijo ella. Después salió por la rendija de la cortina y se perdió de vista.