Galen se despertó con las bragas de Jennifer a unos centímetros de la cara y la cabeza aprisionada entre los muslos de ella.

Buenos días, primito, dijo Jennifer. Es pecado espiar a tu prima, ¿lo sabías? Pero como siempre estás espiando, he pensado que sería buena idea ofrecerte una visión en primerísimo plano.

Raso azul, de un azul diferente a las bragas de algodón del día anterior. Estas más ajustadas. Galen notó el calor que desprendían. Intentó olerla, pero Jennifer solo olía a jabón.

Tuvo miedo de decir algo. No quería que aquello terminara.

Virgen a tus veintidós años, dijo ella. Es lo más cerca que has estado de esto, ¿verdad, primo?

Sí, respondió él.

¿Y cómo es eso?

No sé. Quizá no soy muy popular.

Aparte de un niño mimado. Siempre estás metido en esta casa.

La gente no valora suficientemente lo espiritual.

O sea que los bichos raros no follan. Pues cáscatela. Te la puedes cascar mientras me miras.

Y él bajó la mano y empezó a tirar y a apretar, gozando del dolorcillo.

Me voy a volver, dijo ella. Así podré mirar cómo lo haces.

Se puso de pie encima de la cama —que se movió cual barco en mar abierto— y descendió mirando hacia el lado contrario. Luego apartó la manta y la sábana para dejarlo a él al descubierto. Galen aceleró sus movimientos. Nunca había disfrutado de aquella vista. La cara posterior de los muslos y el trasero, todo tan perfectamente torneado, tan hermoso, y luego el hueco y la curvatura hacia la parte de delante. El borde de las bragas en contacto con aquella piel suave y cremosa.

¿Puedes apartarte las bragas?, preguntó. Quiero verlo.

No, dijo ella. Todavía no. Por ahora te apañas con las bragas.

Todavía no, dijo él.

¿Y para qué quieres mirar? ¿No dices que te va lo espiritual?

Galen tenía el nabo más duro que nunca. Aminoró el ritmo de sus caricias para prolongar el placer. Se fijó en que ella estaba mojada, en el centro de las bragas había salido una mancha oscura.

Estás mojada, dijo.

Pues claro. Me gusta esto. Me gusta mirar. Quiero que te corras ya.

De modo que Galen imprimió rapidez, arqueó las caderas sintiendo cómo todo él se ponía tirante y entonces eyaculó, el cuello se le fue hacia atrás, estremecimientos de placer. Abrió los ojos: las bragas seguían allí, oscuras y mojadas, y quiso tenerla en la boca. Va, por favor, dijo. Déjamelo ver, o al menos lamerlo un poco.

Jennifer se puso de pie en la cama y bajó al suelo con cuidado sobre sus pies descalzos. No, dijo. Pero ha sido divertido. Me ha gustado. Siempre es bonito pasar un rato con la parentela.

Galen se rio. Le sentó bien reír, y de nuevo intentó colorearlo con unos gañidos.

Estás como una chota, dijo ella. Me marcho. Pero sonreía, y Galen jamás se había sentido tan bien. Cuando ella hubo salido, se quedó allí tumbado, mirando sonriente al techo.

Al poco rato su madre llamó a la puerta. Levanta, le dijo. Vamos a almorzar algo rápido y luego nos ponemos con las nueces.

Galen se había olvidado de las nueces.

En septiembre, chilló. La recogida no es hasta septiembre. Pero ella ya se había ido abajo.

Aunque solo estaban a finales de julio, su madre se empeñaba en que sacaran todos los bastidores de secado para inspeccionarlos.

Galen se levantó y fue a lavarse. Luego buscó ropa de color verde. Se vestiría como una nuez verde, todavía por madurar. Tenía un jersey verde y unas botas de goma verdes. Le faltaban unos pantalones de ese color. Sin embargo, en el armario del pasillo encontró dos toallas verdes, en los estantes que olían a naftalina. Se las ciñó a los muslos con cinturones viejos y luego se calzó las botas.

Galen bajó con cuidado por la escalera sintiéndose como un caballero medieval camino de la batalla. Como espada llevaría un pepino gigante, o quizá una lanza-espárrago.

Madre, dijo al entrar en el comedor. Se presenta Nuez Verde, a vuestras órdenes.

La tía Helen soltó una carcajada, mientras que Jennifer derramó sobre su plato la leche que tenía en la boca. Pero la madre de Galen siguió arrancando la corteza de su emparedado de mortadela. Estupendo, dijo. Pues come algo, Nuez Verde.

Confío en que no os ofenda mi inmadurez, dijo él.

Su madre cortó el emparedado en diagonal y cogió uno de los triángulos. Hoy es un día especial para mí, dijo. En esta época del año mamá y papá siempre sacaban los bastidores para echarles un vistazo. Empezábamos al despuntar el día, como es natural, cuando el aire aún era fresco. Y trabajábamos en silencio. Yo notaba cómo iba aumentando el calor, y era maravilloso parar a la hora del almuerzo y sentarse bajo la higuera a beber limonada.

No te olvides del vino, dijo Helen. Lo del vino empezaba también a esa hora temprana.

Bebíamos limonada, dijo la madre de Galen. Y comíamos emparedados, cortados así, como este, y éramos una verdadera familia.

Hasta que empezaban las discusiones, dijo Helen. No sé muy bien dónde encajabas tú en eso.

Basta, dijo la madre de Galen. Haz el favor. ¿Por qué no puedes recordar los buenos momentos?

Ni idea. Será que no era yo la que se dedicaba a ser la niña buena. Será que yo era la mayor y sabía lo que estaba pasando, ¿no crees?

Eres injusta.

Despierta ya, Suzie-Q.

Galen se sirvió un vaso de limonada y barajó las posibilidades alimenticias. Mortadela y jamón en envases de plástico, queso amarillo en envase de plástico, galletas saladas en plástico, rebanadas de pan en plástico. Me parece que tomaré un emparedado de plástico, dijo.

Mamá y papá tenían sus problemas, pero lo que tú no quieres entender es que aquí éramos felices, viviendo en esta casa, trabajando juntos en la recogida de la nuez.

Papá solía pegar a mamá. La pegaba aquí mismo, en este comedor, y también en la cocina y arriba en su cuarto. ¿Eso no quieres entenderlo tú?

Papá nunca la pegó.

¿Qué? Vamos, anda.

Galen no quería pan con mostaza, que era una opción, de modo que se decidió por las galletas saladas. Agarró un puñado y las deshizo sobre su medio vaso de limonada. Con un tenedor sumergió los pedazos de galleta y luego se bebió la limonada mientras se iba metiendo los pedazos con el tenedor. Salado y dulce: no estaba mal.

Su madre continuaba con el emparedado, y como parecía que tenían tiempo de sobra, Galen se sirvió otro vaso. Esta vez con más galletas que antes, con más pulpa, más sustancia. Una buena comida antes de la jornada laboral.

Su madre se levantó finalmente para llevar el plato a la cocina. Cuando regresó al comedor los miró a todos. Por un momento, Galen se sintió mal. Culpable de haberse disfrazado de aquella manera, de estropearle a ella el día. Su madre parecía dolida y a él no le gustaba verla así. No le gustaba en absoluto.

Iré empezando con los bastidores, dijo ella. Si alguno de vosotros se apunta, bien. Se había rizado el pelo. Largas ondas castañas. Iba maquillada. Galen se preguntó si eso lo había hecho con motivo de su día especial o si la razón era que se había levantado muy temprano por culpa de sus graznidos.

Y luego salió. Galen se dio cuenta de que se había puesto de pie. Nuez Verde debe hacer las paces. Nuez Verde ha sido muy malo.

Aleluya, hermano, dijo Jennifer.

Le está bien empleado, terció su tía. Eres la maldición perfecta para ella.

Pero Galen hizo caso omiso de las dos, salió majestuosamente por la despensa y caminó muy tieso hasta el galpón, procurando no perder las toallas, el mismo itinerario que había tomado la víspera para ir al nogueral.

Encontró abierta la puerta corredera colgante. El tractor verde, sus finos neumáticos delanteros, su morro estrecho y ventilado. Un artefacto de antaño. Pero intentó no distraerse. Pasó a la mitad oscura y encontró a su madre casi oculta entre pilas de bastidores de secado.

¿Los voy sacando?, preguntó. Olor a polvo y a moho, olor a hollejos de nuez. Olor a infancia. Si cerraba los ojos podía volver a su niñez, y eso era sin duda lo que su madre estaba haciendo en aquel preciso momento. Compartimos la misma infancia, dijo él. Gracias al olor de este sitio.

¿La misma?, dijo ella. No tienes ni idea. Tú no te imaginas cómo era aquello.

Muy bien, dijo Galen. Tú eres más especial que nadie. Bueno, ¿dónde quieres que deje los bastidores?

Sus ojos empezaban a acostumbrarse a la penumbra y pudo ver con más claridad los armazones de madera revestidos de tela metálica. Unos sobre otros, como ladrillos pero cuadrados, formando una pared.

Solo te estoy diciendo la verdad, Galen. Era otra época. No me tomes por el enemigo.

Él apretó los dientes con fuerza, soltó una especie de gruñido, agitó los brazos. Expresando sin palabras cómo se sentía.

Eso no se lo podrás hacer a nadie más, dijo ella. Me tratas peor de lo que se te permitiría tratar a cualquier otra persona. Estoy empezando a perder la paciencia.

¿La paciencia?, dijo Galen. Cogió un bastidor, pasó junto al tractor del abuelo y salió al implacable sol. Con el pulso a cien. Caminó una veintena de metros hasta el lugar donde solían ponerlos y dejó el bastidor en el suelo. Se arrodilló, cogió unos terrones grandes que parecían las nueces de la tierra y los dispuso sobre la rejilla del bastidor. Formas oscuras y costrosas más secas ya que el propio sol. Al menos el bastidor serviría para algo.

En vista de que las toallas se le escurrían piernas abajo a cada momento, las dejó caer. Piernas desnudas y calzoncillo, un jersey verde y unas botas verdes. Se cruzó con su madre al volver al galpón y mantuvo la vista fija en el suelo. Yo no te he hecho nada, dijo entre dientes.

Como un torneo medieval, pensó. Inclinados el uno hacia el otro, un instante fugaz de contacto. Entró a la oscuridad, cogió otro bastidor y lo puso en el suelo, cogió otro más y lo colocó encima del anterior, luego otro. Pesaban bastante, eran de madera, y no estaba seguro de poder transportar tres a la vez, pero los levantó. Su espalda emitió una queja momentánea pero enseguida se recuperó. Galen salió tambaleándose, mejilla contra madera, y fue a trompicones.

Su madre estaba retirando los terrones que él había puesto sobre el bastidor. No están secos todavía, dijo él. Pero ella guardó silencio. Arrodillada con su pantalón de faena y una camisa vieja de su padre, gorra y guantes, retirando los terrones.

Galen dejó en el suelo los tres bastidores y volvió a por más. Agarró otros tres y los sacó afuera. Entonces se le ocurrió una idea.

Formó una hilera con los seis bastidores y se acostó encima de ellos, con cuidado de no romper ninguna de las telas metálicas. Procuró que trasero, cabeza y tobillos estuvieran apoyados en los bordes de madera. La espalda le quedó encima de otro pliegue.

¿Por qué me haces esto, Galen?, preguntó su madre, la voz casi un susurro.

Nuez Verde tiene que secarse, dijo él. Y esto son bastidores de secado. Intentó mantener los ojos abiertos mirando hacia arriba, al sol del mediodía. Se asfixiaba de calor con el jersey; las piernas y la cara se le iban a quemar. No se movería de allí hasta la noche. Tan duro el tacto de la madera bajo la espalda y el cuello, que no sabía si podría aguantar ni cinco minutos más, pero estaba decidido. Sería una meditación. Lo que pudiera haber más allá no lo sabía nadie.

Tanto que me he sacrificado por ti durante más de veinte años, dijo su madre con voz queda. Levántate antes de que te vean Helen y Jennifer.

Galen oyó a su prima y a su tía en el galpón, se estaban acercando. ¿Y qué si me ven?, dijo. Lo pregunto por simple curiosidad. No entiendo qué puede importar.

Levántate ahora mismo.

No, dijo él. Me voy a quedar aquí el día entero.

Tan deslumbrante el sol, que Galen no podía ver a su madre, no podía prever sus actos. Pero ella simplemente se alejó de allí.

Galen intentó relajarse sobre los duros armazones, dejar que su carne y sus huesos encontraran una manera suave de acoplarse a la madera. Los cantos que se clavaban en su trasero le estaban entumeciendo las piernas, y el que tenía a lo largo de la espalda le impedía respirar bien, pero lo más urgente era el del cogote. Trató de espirar, la vista fija en el sol, trató de olvidar aquella existencia y buscar algo más.

Ya pareces cecina, dijo su tía.

Tiene los muslos blancos, dijo Jennifer.

Cierto, dijo la tía. Supongo que deberían hacer juego con la cara y lo demás.

Galen mareado y ciego, los ojos llenos de destellos y manchitas, pero las oía trabajar. Tarea inútil. A los bastidores no les hacía falta una limpieza ni darles aceite ni nada de nada, como no fuera reparar alguna tela metálica rota. Pero allí nadie sabía cómo reparar una tela rota. Si se rompía una, simplemente prescindían de aquel bastidor, lo dejaban en la pila detrás del tractor y santas pascuas. En otras palabras, lo que estaban haciendo era sacar del galpón todos los bastidores para meterlos dentro otra vez.

Esto es simple rutina, dijo Galen.

¿Cómo dices?, preguntó su tía.

La vida entera, dijo Galen. No es más que la reconstrucción de un pasado que en realidad no existió.

El pasado sí que existió, dijo su madre. Pero tú no estabas. Según tú lo que no tiene que ver contigo es que no es real.

¿Y mi padre?, dijo Galen. ¿Puedes demostrar que es real? ¿Puedes al menos reducir la lista a los dos o tres hombres con más probabilidades?

No hubo respuesta. A eso nunca había respuesta. Únicamente el sonido de pisadas en la tierra, el sonido del acarreo de los bastidores de vuelta al galpón.

No he terminado, dijo Galen. Tengo más preguntas que hacer.

Pero por lo visto nadie le escuchaba, y tenía la espalda tan destrozada que el dolor le impidió seguir hablando. Cerró los ojos, vio un campo de color rosa subido con meteoros blancos y erupciones solares, un universo siempre cambiante y explosivo. Su cuerpo girando en la claridad. El picor de las quemaduras en cara y muslos. Pero no pensaba moverse de allí, aguantaría lo que hiciese falta.

El dolor en sí mismo una interesante meditación. A primera vista siempre daba miedo, uno quería huir del dolor. Difícil no moverse, muy complicado, al menos al principio, no hacer nada. El dolor provocaba pánico. Pero en el fondo el dolor era una cosa más torpe, más aburrida, poco complicada. Podía convertirse en un objetivo fiable, en una cosa presente e inalterable, mejor aún que la respiración. Y lo mejor de aquellos bastidores era que distribuían el dolor a lo largo de todo su cuerpo. Temía que pudieran dejarle lesiones en el cuello y la espalda, eso también formaba parte del dolor, el miedo a quedar lisiado, a perder para siempre alguna parte de nuestro cuerpo. Eso ni siquiera un insecto lo deseaba. Nadie quería perder una pierna, un brazo, la movilidad de la espalda, de ahí que, a medida que nos aproximábamos a ese momento, nos aproximáramos a una especie de universal. Si fuéramos capaces de examinarlo y tomar distancia corporal suficiente, tal vez veríamos el vacío que se extiende más allá de los universales, una región de certezas.

No pienses más, se dijo Galen a sí mismo. Pensar era un engaño, le estaba privando de la experiencia directa. Y además es una chorrada, dijo en voz alta. Todo es una chorrada. Estoy tumbado encima de unas maderas, eso es todo.

Madre, tía y prima tomando el té. Ausente todo sonido de su actividad. Solo se oían las moscas y las abejas en sus cercanas rutas de vuelo, los aterrizajes secos de los saltamontes, algún que otro coche que pasaba. El mundo tan inmenso, y qué vacío tan decepcionante. Galen rodó de costado, se dejó caer sobre la tierra. Tan sencillo como eso. Sin decisión previa, simplemente tirarse de los bastidores al suelo y se acabó la experiencia, qué pérdida de tiempo, otra vez en tierra. El que no aprende no gana.