Galen esperaba a su madre bajo la higuera. Estaba leyendo Siddharta por enésima vez, el joven Buda con la mirada fija en el río. Sentía la enorme presencia de la higuera, atento a escuchar el no viento, la quietud. El calor opresivo del verano aplastando la tierra. Su cuerpo cubierto casi por entero por una satinada película de sudor.

La vieja casa, los árboles vetustos. La hierba, muy crecida, le producía comezón en las piernas. Pero él intentaba concentrarse. Oír el no viento. Centrarse en la respiración. Que pasara de largo el no yo.

Galen, le llamó su madre desde dentro. Galen.

Respiró más profundamente, tratando de que su madre pasara de largo.

Ah, estás ahí, dijo ella. ¿Tomamos el té?

Él no dijo nada. Centrado en su respiración, con la esperanza de que ella se marchara. Pero, claro, él la estaba esperando, esperando la hora del té.

Ayúdame a sacar la bandeja, dijo ella, y él suspiró y dejó el libro y se puso de pie, las piernas acalambradas de tenerlas cruzadas tanto tiempo.

Toma, dijo su madre al entrar él en la cocina. Madera vieja bajo sus pies descalzos. Aspereza de barniz descascarillado. Cogió la bandeja, antigua y pesada, de plata, la tetera de plata, recargada, las tazas blancas de porcelana, todo lo que le deprimía, y mientras tenía las manos ocupadas su madre se inclinó hacia él por detrás y le plantó un beso, notó sus labios en la nuca y aquel ruidito supuestamente simpático que hacía siempre, y eso le provocó un respingo y muchas ganas de gritar. Pero no se le cayó la bandeja. La llevó hasta la mesa de hierro colado a la sombra de la higuera, casi pegada esta al galpón encima del cual había una pequeña habitación. Galen estaba pensando en trasladarse allí para alejarse de su madre, de la casa grande.

Su madre ahora a su lado con los emparedados clásicos, de pepino y de berro. No estaban en Inglaterra. Esto no era Inglaterra. Estaban en Carmichael, a las afueras de Sacramento (California), en Central Valley, una larga y calurosa hoya de vulgaridad, nada que ver con Inglaterra, pero todas las tardes tomaban su high tea. Y ni siquiera eran ingleses. La abuela de Galen era de Islandia, el abuelo era alemán. En aquella familia nada tenía sentido ni lo tendría nunca.

Siéntate, le dijo su madre. ¿Te gusta el libro?

Le sirvió té. Iba vestida toda de blanco. Una blusa ligera y una falda larga, sandalias. Los muslos anchos, la mitad inferior del cuerpo creciendo más deprisa que la mitad superior.

Coge uno, dijo ella. Tienes que comer.

Los emparedados sin corteza. Pepino y queso para untar. Aunque hubiera tenido apetito, esa clase de comida habría sido una de las últimas de su lista mundial de alimentos.

Se te ve esquelético, dijo su madre.

Y él volvió a la respiración. Siempre que ella hablaba, él se concentraba de nuevo en respirar, en la espiración, expulsar el aire y con él todo apego al mundo. Contó diez espiraciones y luego bebió un poco de té. Demasiado caliente, dulce, con menta.

Estás chupado, hijo, y parece que tengas huesos en la garganta.

En la garganta no tengo huesos.

Pues lo parece. Tienes que alimentarte. Y ya que estamos, también tienes que ducharte y afeitarte. Eres tan guapo cuando te esfuerzas un poquito…

Respirando ahora a más velocidad, siempre la misma sensación cuando montaba en cólera, un ensancharse el cuello y los hombros, un salir disparada la coronilla. En momentos así era capaz de decir cualquier cosa, pero intentó no decir nada.

Si es solo comida, Galen. Por el amor de Dios, no tiene nada de especial. Fíjate. Y levantó muy despacio un emparedado de pepino, un pequeño cuadrado, y despacio se lo introdujo en la boca.

Galen bajó la vista a su taza, donde el té era una especie de mancha en el agua caliente, más oscura cuanto más al fondo. Mustias hojas de hierbabuena, ásperas y con sus bultitos; el mundo una gran inundación que se lo llevaba todo por delante. Imposible de dominar, imposible de frenar. Crecía y crecía, cada vez más compacta, ejerciendo más presión cada vez. Las clases empiezan dentro de un mes, dijo Galen. Tendría que ir a la universidad. No quiero pasarme otro puto año tomando el té.

Pues vete cuando quieras.

Estamos sin blanca. ¿O ya no te acuerdas?

No es culpa mía. Vamos tirando con lo que hay. Y vivimos en este lugar tan maravilloso, todo para nosotros.

Pues yo prefiero vivir en otra parte.

Su madre levantó la cucharilla y removió el té. Galen esperó. ¿Por qué me tratas así?, preguntó ella.

El aire no era respirable, de tan caliente. La tráquea convertida en un túnel reseco, los pulmones finos como el papel e incapaces de expandirse. ¿Por qué no podía marcharse sin más? Su madre había hecho de él, su propio hijo, una especie de esposo. Había echado a su madre, a su hermana y a su sobrina para estar solos ellos dos, y él cada día pensaba que no iba a aguantar más, pero pasaba otro día y allí estaba aún.

Después del té, Galen subió a su cuarto. El dormitorio principal, puesto que su madre dormía en la habitación que había utilizado desde pequeña. Es decir que él ocupaba el dormitorio de sus abuelos, una habitación alargada, de madera oscura, las viejas tablas del suelo aceitadas. Madera formando un friso en las paredes hasta la altura del pecho. Más arriba tela vieja, un estampado en flor de lis azul oscuro, paneles de más de medio metro de anchura separados por puntales oscuros que subían hasta el techo. Y el techo una serie de cajas también de madera oscura, con un espacio tallado justo encima de la lámpara. La estancia un lugar barroco y denso, demasiado pomposo para su vida insustancial, un espacio de otra época.

El armazón de la cama estaba hecho con madera de los nogales del nogueral. Al menos esto tenía sentido. Uno podía ir a sentarse en el tocón del árbol. Pero, aparte de eso, Galen no sabía por qué las cosas eran como eran ni qué se esperaba de él.

Bajó para esperar a su madre en el coche. Había un camino circular frente a la casa, enlazaba con un largo sendero de setos, ahora cubierto de maleza. Flores en el trecho pavimentado, lleno de maleza también. Cardos y hierbas altas tostados por el sol. En tiempos había un jardinero, y había unos fondos semanales asignados para un jardinero, pero de eso era de lo que vivían Galen y su madre. Y de los fondos para una asistenta una vez por semana.

El coche tenía ya doce años, era un Buick Century de 1973, un palacio con ruedas. Un barco. Pintado de naranja metalizado hacía cosa de un año, cuando a la madre de Galen le dio por tirar el dinero. Pintémoslo, había dicho en su momento. Venga, sí.

Un reflector gigante, aquella pintura metálica. Friendo a Galen mientras esperaba allí de pie con la cabeza descubierta y sin gafas de sol, la piel ya morena y cuarteada. Como a cien metros de distancia un roble gigante, sombra fresca, un confidente de madera, pero Galen se quedó donde estaba. Con los ojos todo lo abiertos que le permitía el resplandor.

Galen podía notar cómo la tierra se inclinaba hacia el sol, cómo el terreno avanzaba a empellones, arrastrando detrás de sí el saco candente de lo derretido.

Y entonces salió su madre. Gorro para el sol, varias bolsas pequeñas en cada mano, buscando las llaves, cargada con dieciséis bultos pese a que era un trayecto de apenas cinco kilómetros. Cada tarde después del té iban a ver a la abuela a la residencia. Cualquier cosa era un espectáculo, y en cada espectáculo la protagonista siempre su madre.

Ella se le acercó sonriendo, una gran sonrisa afectuosa, su mejor rasgo. Una buena caminata desde la puerta hasta el camino para coches, el sendero flanqueado de césped, en parte todavía verde. El dinero para la factura del agua de los aspersores salía directamente del fideicomiso.

Bueno, dijo ella, ¿nos vamos?

Para su madre no existían momentos malos, nunca. Hacía un rato no habían discutido. No habían reñido jamás. Nada desagradable había ocurrido en toda su vida. Galen nunca sabía qué decir. Así pues, se quedó mirando el capó del Buick bajo el sol cegador, intentó ensanchar los ojos.

Galen, dijo su madre. Abre la puerta y sube. Mete primero las piernas. No pasa nada, no es difícil.

Y Galen abrió la puerta y metió una pierna. Luego decidió meter la otra sin ayuda de los brazos. Cayó con un golpe sordo al suelo de gravilla, dejando que el hombro se llevara la peor parte. Las piernas quedaron torcidas sobre el marco de la puerta.

Santo cielo, dijo su madre. Mira, Galen, hoy no tengo tiempo para esto. Rodeó el coche por delante, lo levantó por las axilas, lo instaló en el asiento y cerró la puerta, sin violencia.

Te crees muy mono, dijo mientras se sentaba al volante. Cerró la puerta de su lado y arrancaron con un murmullo de grava al enfilar el camino entre setos.

En Bel-Air tienen unas tartas de calabaza estupendas, dijo él cuando pasaban frente al centro comercial.

Basta, dijo su madre.

Va en serio, están muy ricas, dijo él. Era lo que su abuela había estado repitiendo día tras día antes de que la madre de Galen la metiera en la residencia.

Ella trataba de ignorarle, algo que no siempre se le daba bien. Sobre todo la de calabaza, dijo Galen.

Su madre creía ser una buena madre y una buena hija y una buena persona, de modo que reprimiría las ganas de soltarle una fresca. Por lo visto se lo había tomado a mal, tenía la cara oscura y su sonrisa había desaparecido.

Ojalá no estuviera encerrada en la residencia, dijo él. Así podría comer tarta de calabaza otra vez.

La abuela de Galen gozaba de muy buena salud, pero le fallaba la memoria. Suzie-Q, dijo al entrar la madre de Galen. Se abrazaron y luego le tocó el turno a Galen.

A Galen no le gustaba que lo abrazaran. En su familia eran todo mujeres y siempre le daban abrazos, a todas horas. Habría preferido que nadie le abrazara nunca más en toda su vida.

Pero mírale, dijo su abuela, el guapo de mi nieto. ¿Preparándote para el nuevo curso?

Galen tenía los brazos apresados por las manos de ella. Intentó relajarlos, como si fueran de otro, pero ella no le soltaba ni a tiros. Su cara estaba muy cerca. Una cara diferente de la de hacía unos meses. Dentadura nueva, y eso le había cambiado la fisonomía por completo, ahora era una cara más redonda y más suave y extraña. Como si en realidad siempre hubiera habido otra persona allí escondida, no su abuela.

De momento no, dijo él por fin. Me esperaré un año.

Ella le miró de hito en hito, tal vez tratando de recordar. Lo que la abuela no conseguía recordar era que llevaba ya cinco años aplazándolo. Sí, dijo ella. Claro, querrás tomarte un respiro antes de empezar. Ya lo habíamos hablado. Es buena idea. Tal vez un viajecito, ver un poco de mundo.

El imaginario año de estancia en Europa, el joven acaudalado subiendo con su pequeña maleta a trasatlánticos y trenes, abriendo los postigos en un centenar de habitaciones viejas para contemplar campanarios y piedra antigua. Vestido con traje de lino, bebiendo en cafeterías, charlando en media docena de idiomas. Lo que más fastidiaba a Galen era que todo eso podía haberse hecho realidad. De haber tenido un padre y una madre normales, unos padres con empleo y una abuela que no hubiese perdido la memoria, el dinero extra de la abuela lo podría haber hecho posible. Pero no, servía para pagar la residencia, pintar el coche de naranja metalizado y tener una madre que se negaba a trabajar.

Mamá, le vas a arrancar los brazos al pobre Galen.

Bueno, bueno, dijo la abuela, soltándolo. ¿Sabes que eres mi nieto preferido?

El pelo blanco en una melenita a lo garçon, ojos azules todavía con brillo. Ser el preferido no tenía muchas ventajas, la verdad, pero Galen quería mucho a su abuela. Siempre le había caído mejor que el resto de la familia.

Gracias, abuela, dijo. Y tú mi abuela preferida.

Mmm…, ronroneó ella, y le dio otro achuchón.

El cuarto era muy pequeño y lo compartía con otra mujer mayor, que estaba postrada en cama. Sus ojos siempre estaban húmedos, y ahora que le sonreía a Galen, parecía que llorara.

Podrías ir a dar un paseo, abuela, dijo él. Necesitaba salir cuanto antes de la habitación. Suelo de linóleo, paredes blancas sin adornos, cortinillas de plástico deslizantes alrededor de las dos camas. Un lugar donde morirse, pero su abuela se encontraba bien. La habitación era compartida porque la madre de Galen quería gastar el mínimo posible del fideicomiso y no estaba claro que la abuela se acordara de que tenía dinero.

Buena idea, dijo su madre. Iremos a caminar por el jardín.

El último es un huevo podrido, dijo la abuela.

E hicieron una carrera en broma hasta el jardín. Esquivando a las enfermeras en el pasillo como si se marcharan para siempre, la madre de Galen sonriendo porque estaban haciendo una cosa rara. Hacer cosas raras era lo suyo.

¡Uf!, exclamó ella una vez que llegaron al jardín y dejaron de correr. Se acercó a su madre y la cogió del brazo. Ha sido divertido, ¿eh?

El jardín era un patio de cemento con jardineras provistas de ruedas. Se podían trasladar de un lado a otro, y así el jardín no era nunca el mismo. La más alta de las plantas no superaba el metro ochenta. No había sombra.

La abuela le dedicó a Galen una gran sonrisa. Él intentó hacer lo propio y la cosa quedó en una especie de escueta sonrisita con la boca cerrada, un estirar la piel hacia los lados. Quizá tenía unos músculos faciales diferentes; no tiraban para arriba ellos solos.

Fijaos cuántas flores, dijo su madre. Y era verdad que las había por doquier. Se aproximaron a unas petunias, que brillaban blancas, rosas y moradas al sol. Son como caritas, dijo su madre.

¿Qué hora es?, preguntó la abuela de Galen.

Oh, y mira esto, mamá, qué rosas tan preciosas.

Se acercaron a las rosas: eran rojas, sueltas y espinosas. Galen se inclinó para olerlas. Le gustaba el olor de las rosas rojas.

Como Ferdinando el Toro, dijo su madre.

Gracias, dijo Galen.

¿Te acuerdas de Ferdinando el Toro, mamá?

Pero la abuela de Galen parecía estar preocupada, mirando a su alrededor. ¿Qué hora es?, preguntó de nuevo.

El toro que solo quiere pasarse el día tumbado oliendo flores.

Creo que deberíamos irnos, dijo la abuela de Galen. Se está haciendo tarde. Volvamos a casa.

Mirad esto, dijo la madre de Galen. Hay capuchinas.

Vámonos a casa.

Galen intentó concentrarse en sus espiraciones.

¿Por dónde se sale?, preguntó la abuela. Sudaba debido al calor, la cara brillante y la blusa con manchas oscuras. No había sombra. Nunca me acuerdo por dónde se sale del jardín.

Por aquí, mamá. Ven, volveremos a tu habitación.

Lo que tendríamos que hacer es ir a casa.

¿Y si jugamos a las cartas?, dijo Galen, tratando de ayudar. No soportaba un minuto más.

Qué gran idea, dijo su madre. Venga, mamá, vamos a jugar una partida.

Yo quiero irme a casa. ¿Por qué no me llevas a casa?