Sí, dijo ella, sucedió justamente

(con permiso de la santa inquisición)

durante mi breve estancia en el colegio de señoritas inglesas

de San Pólten.

Dijo él: «No voy a preguntarle cuántos adjetivos hay

en la Divina Comedia, ni por qué Ramsés tuvo cincuenta y nueve hijas,

ni por qué fueron cincuenta los hijos

del rey Príamo de Troya,

pero ¿llegó usted allí

antes de que nevase?».

—¿Por qué lo pregunta?

—Eso aconteció sin sus huellas y poco después

de Massacre at Elsinor.

—¿Es posible que no me siguieran cuando le escupí

a un tipo en la cara

al salir del Orfeó Catalá?

—¡Ah, Barcelona! ¡Y la sangre!

—¡Cuando los aviones bombardean no tiene sentido cerrar las puertas de la ciudad!

—Pero cuando se va la regla aparece el complejo de inferioridad

y las mujeres piden a los médicos que les inyecten

hormonas en el ovario…

—Sobre esto puedo decirle que la psoriasis

sólo les pica a los alcohólicos y a los psicópatas…

—¿Podría preguntarle por qué ha estado usted vagabundeando por Europa?

—¡Theatra europea!… Sí, me lanzó a ello

el morbo desperato. Y como

santa Catalina de Siena

hice rodar entonces mi piedad

hasta la exasperación… Por favor… un suicida…

¿desprecia la vida o la muerte?

Y eso se lo dijo ella como si el ocio de los sentidos

agrandara su corazón…

—Si tuviera vino a granel, diría

que está buscando…

—Sí, me daba y me da vértigo. Mi manca Hamlet!

—Su melancolía…

—Y su humor… Una vez me leyó

en cierto libro, que a Dickens, en el mercado,

le gustaba aspirar el olor de las hojas de col marchita

como si se tratara del mismo aliento de un relato

cómico… Y luego me preguntó

si sabía con qué se limpian las alfombras… No lo sabía.

Tontita, dijo, sabes que soy oinólogo

y por lo tanto lo mejor para ello es la nieve, trocitos de remolacha,

col agria u hojas de té hervidas.

Todo ello en cuclillas, ¿comprendes?

Y añadió esta vez en danés:

Indefor Murene!

—¿Traducción?

—Dentro de los muros… Mi manca Hamlet!

Y aquel habla suya ática, inclinada al laconismo… con vulgarismos,

con provincianismos y hasta con obscenidades… Sabía

el habla de aquéllos, precisamente los mismos

que comieron las aceitunas del huerto de Getsemaní: sabía

los eufemismos, sabía lo que es locutio

vulgaris, in qua et mulierculae

communicant…

—¿Traducción?

—El habla popular con la que se comunican entre sí

precisamente las verduleras.

¿Sabe usted?, odiaba las alegorías, le gustaban los símbolos.

Parece ser que solamente conocía la Archerontica,

esos endiablados libros de los etruscos…

Parece ser que… Pero no aguantaba la palabra toña,

¡ir para él era siempre

una hogaza! Solía hablar del hijo

del portero y decía que su sonrisa no estaba en su cara

sino —un poco aumentada— en el culito.

A mí el príncipe me parecía un niño cantor

condecorado con la cruz de comendador

y que al mismo tiempo estuviera pensando en si de veras Krishna

creó a los lobos de su propia pelambre… Una vez dijo

a su padre, condescendiente hasta

la apatía y el crimen:

«¡si no fuera por ti y las patatas chicas,

los cerdos no tendrían qué tragar!»… Sí,

si se corta el pastel con el cuchillo

mojado en agua fría. Y la pasta fina al amasarla se pone suave

con el calor de las palmas de las manos…

—Sin duda, pero permítame todavía una pregunta más, Ofelia.

Bien fuera delante o detrás de las candilejas,

en un rectángulo o en un trapecio,

bien por fuera

o a la vez retrocediendo… ¿Usted actuaba?

—¡Hace mucho tiempo! Figúrese

que ya me interpretaba a mí misma

en vida de Shakespeare

para los estudiantes de Cambridge y Oxford

y, claro, mucho antes

también en Persépolis, mientras residieron allí las nueve musas…

Se trataba, por supuesto, de una representación amateur,

una actuación por gusto, siempre para un escenario tosco,

pero una vez en el camerino, al maquillarme,

me asusté horriblemente al ver a Gertrudis.

Llevaba el pañuelo en la cabeza de tal forma

que me parecía como si mirara con prismáticos.

Le pregunté por qué se lo ataba así

y me dijo: «No tiene por qué saber todo el mundo

que tengo canas».

¡Pobre Gerty! Su destino era como el de un chulo

mantenido por la vida, un chulo que tiene dificultades

aquí y allá cuando la vida empieza a decaer…

¿Sabe?, la pintura y la ropa

se secan despacio. Todo lo demás se da prisa…

Sí, pero usted qué: the selfish old heart?

—¿Traducción?

—¡Viejo corazón egoísta!

—Querida —le dije—, es usted un tirador

que da en el blanco… Pero por supuesto

hay seres que ya no sueñan…

Se calló y, aunque morosamente

y como si solicitara una tregua…

—Perdone, he sido grosero —le dije.

—Los poetas suelen ser así —dijo—. Incluso

el mismo Shakespeare

y justamente cuando quería

hacer votos religiosos,

me increpó diciendo: «¡Usted, la del

oculto busto, no tiene peana

y por eso busca un lugar para sentarse!».

Por supuesto es verdad que al decir esto

sintió el mínimo dolor…

Mi manca Hamlet, aunque

a veces me lo encuentro. Aquí, en su país, en Bohemia,

en él encontré a Mácha…

Pero ya iban siendo las ocho de la mañana

cuando le ayudé a ponerse la gabardina,

pero como si tuviera que ir

a un baile de máscaras…

Y mientras tanto alguien cantaba en la calle

mareado por el vino ligeramente

(o sea en un mundo diferente):

«La lana así se devana

en la piedra del presente

y sobre su futura lana…».

… dijo ella:

«De eso nada, usted tiene miedo, un miedo consciente,

sólo que insustancial, porque en usted

hay una emisora sin receptor. ¡Nadie lo capta!».

Dije yo: «¿Y sabe usted que en la Edad Antigua

vivió un esclavo llamado Ofelius?». Dijo ella:

«Pero si yo fui la esclava del príncipe,

su esclava ¡a la que a veces azotaba!».

Entonces alguien llamó al timbre y yo dije

tremendamente descompuesto: «Es el hombre del gas,

ha venido tres veces, quiere dinero…».

«¿Y usted lo tiene?», preguntó. Y sin esperar respuesta

metió la mano en el bolsillo

y puso sobre la mesa pechinas, veneras y conchas…