En el paso de la naturaleza al ser
los muros no son precisamente afables,
muros orinados por los talentos, muros a los que ha escupido
la rebelión de los castrados contra el espíritu, muros no inferiores,
aunque acaso todavía nonatos,
y, con todo, redondeando ya los frutos…
La flexible madurez de Shakespeare
invita a la sagacidad. Su substancia,
que como asombro hubiera debido ser
solemnidad, se convierte, por la merma del tiempo
(con las posibles huellas de su ausencia),
en un interés usurario de todos los apartamentos
donde se ha trasladado insolentemente el director de escena.
Sólo la impostura es una certeza aquí. Y el espectador,
reptando prematuramente como la serpiente de san Jorge,
se calienta bajo la hiel de los críticos…
Y éstos, como atreviéndose incluso a dibujar el mapa del deseo,
se sienten cómodos, aunque también ellos
son testigos irascibles de los brutos implacables…
Pero la naturaleza es siempre una señal
que, cuando no es discreta,
se niega a sí misma. Incluso el macho,
ese abridor, siente, mudo, sólo porque
el espíritu va adelante
y tras él todo se cierra…
También así era él… ¡Hamlet!
Le habían arrancado un brazo y la tarde se deslizaba
por la manga vacía de su abrigo
como por el sexo de un ciego, que la música hubiera mordisqueado…
La naturaleza asociaba nuestro desdén por la ciudad
a la orina rupestre de los musgos perturbados
en toda la dorada altura de la capacidad
y esperaba, como la oruga de la vid, convertirse en mariposa,
pero no lo lograba,
ya que él despreciaba el vino desde cierto día
en que, movido por la sed, tuvo que abrir la arteria de un caballo
y beber sangre…
Esto lo decidió a pasarse a la ginebra
y a descartar los misterios en apariencia no revelados,
y, hallándose entre sí y sí mismo,
defendía el abismo.
Luego hablaba siempre sólo desde su fondo,
incluso aunque hablara de cierta santa
que carecía ya de todo excepto del dolor
por los recuerdos de un amante de antaño,
pero un dolor tan mínimo que sin dificultad lo escondería
en un diente cariado…
Importa poco
que al hablar se nos colara el silbido de las salivas
que vertían las bocas de los grillos dormidos,
constructores de puentes de medianoche,
lo creado creador que se hace dos tumbas,
fantasmas que se sacaban un salario con sus profecías…
Pero el arte no tenía excusa
y además la vida coaccionaba,
coaccionaba con el peligro de que sobreviviríamos
aunque también quisiéramos además morir…
No había reposo… En ningún sitio, ni siquera en la inconsciencia.
Pero ahí estaba él, Hamlet, que como un Mozart ebrio
volcó los Alpes para poner bamboleándose una botella
en el rechinante peldaño del miedo a la muerte,
él, tan estrechamente unido a sí mismo, que le había penetrado
toda la eternidad…
Y ciertamente: en su presencia,
el cuchillo bajo la oveja
no hubiera podido cortar nada
y el estaño de las antiguas pilas bautismales fundidas
habría recuperado de nuevo su forma esencial.
Pero ahí está la angustia. Estaba en la herida de la eternidad
y tenía que cicatrizarla. Estaba en la tumba del padre
y tenía que ser hijo de los hijos… Estaba
junto a lo sagrado del alma de la música
y tenía que vivir del salario de una puta
o del precio de un perro…
Oh, no es que lo supiera todo, sino que captaba bien
que cuando el egoísmo se atraca
no vomita, digiere y empieza de nuevo —
no es que fuera sabio, como suele ser, entre las de piedra,
una columna de madera —
no es que se estremeciera de asco
ante un viejo suelo pintado con la sangre menstruante de las mujeres
no es que por avaricia recordara las cosas postreras
y que hubiera vivido por ello en la tumba de Atreo,
donde se iba directo del depósito de cadáveres a la tesorería —
no es que le importara
lo que el torcido cuello de Alejandro Magno
hubiera enderezado en la historia —
no, no, pero yo veo siempre su mueca
ante la gente para la cual, si hay algo misterioso
es, para ellos, un vacío donde echar
todo su castrado furor…
Hasta el que da sigue siendo avaro…
Y, con todo, no creemos y siempre esperamos algo,
y es posible que la gente espere siempre algo
sólo porque no cree… Hay iluminados,
pero no irradian… Hay anémicos,
pero, como si nada existiera sin derramamiento de sangre,
están ya condenados, pero todavía no excomulgados,
son curiosos y, con todo, aún no han encontrado el espejo
donde Helena-Helena
se examinaba de abajo-de abajo,
y hasta son tan sordos que les gustaría oír
la voz de Jesucristo en un disco de gramófono…
Y sin embargo, mientras, todo, todo aquí,
es milagro sólo una vez;
sólo una vez la sangre de Abel,
que tenía que destruir todas las guerras,
sólo una vez
la irrepetibilidad e inconsciencia de la niñez,
sólo una vez la juventud y sólo una vez el canto,
sólo una vez el amor y, a un tiempo, estar perdido,
sólo una vez todo contra la herencia y la costumbre,
sólo una vez desatar los nudos acordados y por ello la liberación,
y sólo una vez, por tanto, la enseñanza del arte,
sólo una vez todo contra las cárceles
a menos que el mismo Dios quisiera construirse una casa
en esta tierra…
La hojarasca se inclinaba sobre el muro
y lanzaba al camino el majuelo de su curiosidad.
Abrió la ventana un viento que a ráfagas soplaba:
Vuestros actos son mucho sin ser.
¡Milagro envidiable es el hacer y ser!
La noche se fumaba la historia, comía fritos alones
rebanados de los tobillos de Mercurio
y los mojaba
en el sudor del organista de la Santa Tragedia…
«Sólo si aceptas la muerte», dijo Hamlet,
«comprenderás que todo bajo el sol es realmente nuevo…
Nuestro cuerpo no es un cobertizo de tela
cuyo lienzo podría servir para retales…
Pero nuestro astuto subconsciente… Aunque tal vez desinteresadamente
demos limosna, ¡somos nosotros los beneficiarios!
Del mismo modo el coito por error… ¡Pero no!
El vacilante sexo de las relaciones no puede nada en los hombres
sino ser en ellos sin ellos. —Sólo que
la entraña del amar reside en el pecado.
De este modo te recuerdas a ti mismo en la violencia
del ultraje corporal y del castigo del espíritu…
No estamos bien ni junto a los que duermen
ya que no sabemos dónde se detendrán,
mientras nosotros seguimos clavados…
Si el hombre tiene en cuenta que el peso del gato
aumenta inesperadamente
cuando está muerto, mientras alguien
pasa el día ¡disparando contra los gorriones!…
Pero sí, existe la vergüenza del hombre, y la vergüenza de la mujer.
El hombre no puede siquiera ver el algodón en rama,
¿y la mujer? Apenas parida en seco
adula ya a la tormenta…».
Un poco después Hamlet añadió: «A los niños nunca les basta la respuesta…
juegan, por ejemplo, con el armario del misterio
y, al final, se llevan la llave dentro de sí.
O bien están enfermos y, a ocultas, abren las cartas
de un poeta encarcelado que, en prisión, solía pagar por una habitacioncita
con el mero hecho de que fueran ellos los que abrieran las cartas…
o bien están enfermos y ven en sueños una columna de fuego
y gritan: ¡es una caña, una vena de Dios!
o bien están enfermos y no se les quita de la cabeza
el incesante trabajo manual de las mujeres
que, como si quisiera primero calentarlas a ellas,
enmaraña a los hombres o se atora a sí mismo.
¡O bien están sanos! Qué precioso momento,
cuando parece que el pan cortado no pertenece a nadie…
Entonces, por ejemplo, salen del granero
y, sin querer, pisarán el último grano de la cosecha pasada,
para sentir al instante la tentación todavía más alta
de poner en el cráneo del fuego la peluca de oro de un almiar…
Están llenos de vida como el caballo
que siente al jinete no como un ser extraño
sino como su propio pensamiento… Se exaltan, gritan…
llevan juntos un año ya y no lo lamentan,
tienen un poderoso antídoto contra todo lo que no es milagro —
las salpicaduras de sus trajes nuevos son sólo
de barro que pronto limpiarán…
¡Los niños! ¡Ya han encontrado los verdaderos nombres,
ahora sólo falta pronunciarlos!».
Le interrumpí diciendo que parecía
una cantera de piedras de molino.
Beba usted, Hamlet, vamos. ¿Lo quiere todo junto
con el horno, que es el cerebro de la granja,
o con la pasión de los puntos cardinales de la sangre?
Pero él no se ofendió y dijo: «¡Pö-pa!».
«¿Qué?», dije. Y él respondió:
«¡Así lo dicen los tibetanos!».
Y prosiguió: «Las vírgenes, ¡ah, sí,
ellas saben cuándo un árbol enferma!… Pero yo he conocido presidiarios.
Basta imaginarse a algunos,
gigantescos traseros, tan enormes sólo
porque el recuerdo insistente del mismo crimen
les obliga a ponerse en cuclillas sin pies,
a no ser que los tengan hinchados por los frecuentes latigazos,
puesto que huelen a alquitrán…
“¡El tranvía no ha venido!”, dice la mujer. Y el hombre
contesta: “Es peor cuando el barco se retrasa,
es decir, tú, que como un barco vas dejando
en ti y tras de ti una línea ininterrumpida…”.
Sí… las vírgenes, en cambio, sí, ellas saben
cuándo un árbol enferma… y la envoltura de los injertos masculinos
se hace siempre con el lienzo de su inocencia,
aunque ya lleven medias de pelo de prostitutas…
«Sabe usted, la libertad es siempre del linaje
de la pobreza voluntaria…».
La noche rebasaba la noche… Inclinada hacia el suelo
o bien sepulcro de todo
lo que estaban haciendo vivos y muertos…
Los vivos se sentían acaso cohibidos y eran arrogantes…
Y los muertos eran inintencionadamente, pero por herencia,
o por venganza, envidiosos…
Me di cuenta de ello cuando Hamlet, sin captar mis pensamientos,
afirmó: «Lo que ahora sólo nos cerca, un día se nos derrumbará encima…
En una ocasión presencié un incendio…
Una llamarada incalculable bastó para que me fijara
en la única articulación de la mano de un guardia fluvial que estaba allí
y para hacerme pensar en el grabado en hueso
de la nada en la nada…
Pero el pelo de un ahorcado
es mucho más puntilloso porque es suave sobre la espina dorsal
y el ser no lo atrae más que al vello del conocimiento.
Pero es más espacioso aún,
para la temblorosa quinina de Elsinor,
que el sonido de las uñas cortadas de los pies de Ofelia…
Ya sabe…».
No, no lo sé, dije… Pero justamente ahora
espero invitados, añadí, irritado por la certeza
de que amaba su propia desgracia…
Mas de nuevo sin ofenderse, continuó:
«¡Querer la propia desdicha[41]!. —Pero
lo que estremece a una madre,
destrozaría en el mar a las naves…
Por lo demás… Si no existe Dios,
si no existen los ángeles y no hay nada después de la muerte,
¿por qué los que adoran a la nada
no les rinden culto precisamente a ellos, pues son inexistentes?
Una día intuí esto
cazando halcones blancos… También emerge
de las tumbas chinas… Y las tablas de Moisés
no hablan de otra cosa… Pero nosotros, por una humildad patas arriba
o por un orgullo todavía poco claro,
porque aún estamos remendando odres,
preferimos besar a un galgo entre los ojos y a un caballo en la pezuña,
y cuando entramos en la biblioteca no tenemos miedo…
Cuando cazaba halcones blancos sentí el ritmo,
junto a las tablas de Moisés, el movimiento,
junto a las tumbas chinas, la concordancia armónica
y junto a los ainos, los dioses cercanos, distantes, ligeros y grávidos…
Por lo demás, éste es el instante
en que sigues esperando todavía a los invitados
y ellos ya están aquí, porque han llegado con antelación…
Sí, verse uno a otro y poder hablar
y sentir un calor confiado
y un pulso tan verdadero como la aguja de Rembrandt
cuando, en cambio, somos distintos entre nosotros
(ya que justamente eso hacen las almas),
y pese a ello no atrapar la serpiente con mano ajena. —
El motor de propulsión a chorro no es para el poeta…
y del mismo modo que un árbol sigue siendo un árbol
aunque tenga frutos que maduran prematuramente,
unos lo hacen en su momento y otros más tarde,
no, no hay que apresurarse con las palabras,
porque no estábamos ni estamos sometidos
al derecho humano a la tortura
¡cuando ansiamos ser hombres para los hombres!
Un amor efectivo, ¿sabes?… La cotidianidad es milagrosa…
Cuanto mayor es el poema, mayor es el poeta,
no al contrario», añadió. Y continuó:
«Y ya eres un gran poeta si te preguntas con quién perderte…
El arte como obra para no enorgullecerte…
Te digo que el arte es llanto,
algo para unos, nada para todos…
porque sólo por tener esperanza, estás ya en el futuro…
Siempre algo nos excede, ya que incluso el amor
es sólo una parte de nuestra certeza… Armonía atonal…
y el dolor como castigo, por ser
incluso el dolor efímero…
¿O es como si el auxilio humano,
que podría auxiliar,
se excusara con el auxilio divino?
No sé, pero por el rostro de algunos me di cuenta
del exacto volumen de un pulpo…».
El viento gruñía en la chimenea… Y en algún lugar del bosque
agitaba los pelos del pene de un gamo…
Y en algún lugar de la historia perseguía las voraces carabelas de Walter Raleigh
para al final desventrarlas,
lo mismo que tu madre se rasgó un día las mangas
de impaciencia, al escuchar la música de Wagner…
Pero al alma, como hembra en la madriguera,
no la ahuyentas bebiendo, pues aunque te la imaginas
con tan inmensas ubres
que dices: ¡Vaya reserva! — sigues siendo un ser
parado en una forma transitoria por el odio alado
entre el hombre y la mujer…
Hamlet irrumpió: «¡La salamandra en el fuego!».
Y luego, friendo el semen del Logos en la derretida
manteca de su lengua, silbó:
«Lo que ha escrito el poeta lo hará el ángel o el demonio…
¡Así se venga el sueño de la conciencia incesante!
Todavía estoy buscando un comedor gratuito
cuya ventanilla no sea una ventanilla
de puerta de celda, una de esas
por las que se vigila al preso,
una ventanilla que se llama ojo-de-Judas…
“¡El que no trabaja que no coma!”. Sí,
pero qué es el trabajo: ¿Ser fiel al propio desinteresado destino —
o ser vendedor de indulgencias
o experto fogonero de crematorio,
introducir el termómetro en el recto de la guerra
o tener que cantar mientras se vendimia
para probar que no te comes las uvas,
examinar los dientes de los caballos o, como el verdugo,
arrancar la nariz a la gente antes de la ejecución,
ser corroído por el vinagre o la hiel y vengarse en los otros,
o quemar a las mujeres el seno derecho
para que tiren bien al arco,
ser semen del destino en el seno de la historia
o sentimiento condenado a trabajos forzados
bajo la gris Siberia de viejas cabezas —
o con amenaza de muerte, limar las cadenas
y preferir arrancarse los ojos
para no ver los horrores de hoy en día
y, con todo, oír aún a los que hace tiempo han muerto
pero cantan libres?…
La red compositiva apenas atrapa la ornamentación…
No me es indiferente
ni un solo pasito o caída
de un niño en las ortigas… Aunque su madre le dice:
ve a por vino y hielo,
y él se repite sin cesar: vino y hielo, vino y hielo,
y acaba musitando: ven al cielo…
no, no me es indiferente ni una caída
de un niño… Y sin embargo el mal asciende
por la médula espinal de la humanidad, cubierta de esputos sangrientos
como las escaleras del dentista… Es de hace siglos este mal
y es cansado y cada una de sus pisadas le asquea,
pero una y otra vez sube hasta el cerebro del engreimiento,
porque después de tantos esfuerzos
de santos y poetas
después de tantos esfuerzos de santos y poetas para desconectar la corriente —
ya sólo cree en el instante armónico
en que se produce un corto-circuito
entre el cielo y el infierno.
Pero por supuesto… Podemos también esperar,
a que algo estalle y nos caiga encima el amor…
O a que la esperanza esté en la paciencia
y en la larga espera… Imagínate
la última estación de la vida…
Allí estaba en pie un hombre que se acurrucaba
como la palabra bajo la lluvia…
“Yo”, dice, “estoy esperando aquí a un señor
que me prometió un piso, dijo, sin muebles,
lo que a mí no me importa nada—”.
Llovía. Y la credulidad de aquel viejo
era tan ciega o bien tan generosa,
que veía un futuro confortable
y sólo los allí presentes se daban cuenta
de que alguien se había reído de él
en el mezzo rilievo de la luna… Ya lo sabe usted:
de pronto nada, nada de nada,
nada de nada enfrente,
nada como el instante en que parece
que incluso el futuro está detrás de nosotros.
El que ama ¡debería alegrarse!
La cosa es que el universo, aunque esté acabado,
es también ilimitado… El hombre, de pronto, siente añoranza,
la mujer frío, así que aún no se han dado muerte,
vuelven en sí y están agradecidos
porque ven de nuevo algo del destino,
aunque sea el desvergonzadamente preciso
camino del asilo…».
Y Hamlet continuó:
«Cuando el hombre abandonado se conforta a sí mismo,
saluda por última vez acaso con su mano de espigador.
Pero si se sienta con otros, utiliza demasiadas
palabras y gestos, porque ante testigos
exagera su dolor… Y sólo al morir
sus palabras y sus manos quedan cruzadas para siempre
y él calla… Pero ¿es feliz?
¡La felicidad! ¿Tiene usted el certificado médico? ¡No comprendo!
Aunque no existiera Dios, aunque no existiera el alma humana,
aunque existiera el alma pero fuera mortal,
aunque no hubiera resurrección,
aunque después no hubiera nada, nada en absoluto,
mi parte en la comedia, como la tuya,
sería una vez más sólo compasión, compasión por la vida,
que es un mero soplo y sed y hambre
y acoplamiento y enfermedad y dolor…
Un día, andando entre brezos en flor,
oí la pregunta infantil: ¿Por qué?
y no pude contestar.
Y no he podido contestar después de tantos años tampoco hoy
bajo el medio relieve de la luna,
ya que a los niños no les basta la respuesta, ni a los adultos la pregunta.
Cuando mi infancia me acoge confiadamente,
me pongo a cantar.
Cuando medito en la corona de espinas de Cristo,
me callo de horror.
Cuando miro una zarza y veo en ella un nido de pájaros,
me pongo a escuchar.
Pero cuando empiezo a conocer al hombre
me doy de nuevo al llanto…
El llanto, el canto, el poema y la música…
Imagínate a alguien
que desde hace mucho está buscando a un amigo
y llega a enterarse de que está en este u otro hospital…
¿Qué hace? Consigue un montón de regalos preciosos
y corre a verlo…
Pero cuando se da cuenta de que se trata de un error
y que el paradero de su amigo sigue siendo desconocido,
pregunta al primer enfermo que encuentra
en el pasillo del hospital si sabe de alguien
al que nunca visite nadie…
“Pues ése soy yo”, dice el enfermo, “soy yo.
¡A mí no viene a verme nadie desde hace quince años!”.
El visitante le entrega los regalos,
pero en el pasillo del hospital ya no están solos ellos dos,
porque en ese mismo instante los han acorralado
los ávidos y los envidiosos y casi todos los enfermos
que, vengativamente, cuando no con verdadera obstinación,
afirman que tampoco a ellos los visita nadie desde hace mucho…
¡La mitad del reino y la mano de la princesa!
Hace poco me escribió una muchacha
preguntándome si tenía que andar ganándose la vida,
o (como un fruto invisible)
esperar el último árbol del mundo a la altura de un joven…
Le contesté escribiendo en la nieve debajo de su ventana
que esperara a que Mozart una vez más
expresase el latido del corazón enamorado
con un dúo de violines en octavas…
Me escribió: Esto lo he hecho ya y sé muy bien
que a Janacek le bastaron los timbales
para expresar la vida sensual de la mujer…
Le repliqué que para la muerte
es suficiente una tonada de clarinete… Sé que fui maligno,
pero la chica no hizo caso
y vive y vivirá y esperará,
esperará curiosa, aunque sepa
que el líber se arranca cuando aún hay savia…
Dices al niño: ¡Cierra la puerta!
Y él: ¿Quién viene?
—¡La piel de Marsyas, cariño!
«¡Mujeres!», dijo Hamlet, «Eva,
Cobolda, Empusa, Lamia!».
¿A quién ha nombrado?, pregunté.
Dijo: «¡Sólo a una mujer entre todas las mujeres
de Adán!»… Y prosiguió:
«¡Mujeres! Es como si una palabra fugitiva, detenida desnuda,
lanzara sus ropajes en nuestro deseo
y dijera: ¡No soy el amor!
Todo después parece que fuera
sólo fibra de guata, besuario y mercado de lechaza,
un excitante comienzo para un final viril
que pide de rodillas en el nevado barro de las sábanas,
un quinto pulgar entre dos muslos
un caldo caliente en un hornillo frío,
un duelo de ciegos,
que se empujan con frontal odio
hacia una forma en retroceso,
cuando incluso el asesino tiene su opuesto…
No hay conocimiento… Vivimos sólo de ilusiones.
Y, con todo, nos recorre la angustia
por el hecho de que ni éstas nos quedarán,
—o bien nos quedarán para siempre
hediendo, como si el resplandor, que sostuviera en el sol a los amantes,
se casara de pronto con el ingenio de los castores… o
un estudio sobre los perros prehistóricos. —
Todo ello en planchas de cartón… ¡Sí, por supuesto!
Ya somos otros. Solos. Por nuestra cuenta.
Y ya estamos muertos… Muerte en el bosque… Él se deja
crecer la barba y nadie lo reconocerá…
Y ella con el más costoso plisado en una túnica absolutamente simple
se deja crecer las uñas para que por ellas resbale con más facilidad
el sostenido declive verde de la risa infantil…
Con reserva señalará luego el protocolo de la disección:
Alma, ¿cuándo olvidarás que nunca has sido vista hasta ahora?
Y ¿cuándo lo recordarás?
Entonces los supervivientes encenderán las lámparas para todo el año
mientras la tempestad, con la mano derecha
en la manga de la chimenea,
se vestirá la casa entera…
Y precisamente cuando quieren demostrar que no tienen miedo:
ya está aquí el miedo a nada y para nada, pero miedo,
miedo a decirlo y miedo a no decirlo,
miedo a la música negra de las gotas de lluvia
que azotan las hojas del lampazo,
miedo a la ardilla que despepita una piña,
miedo a la enfermera que no sabe el número de teléfono del médico,
que está precisamente en la habitación de al lado,
miedo a fundir plomo el día de Reyes,
miedo a la riqueza que quiere algo más caro,
miedo a la libertad y miedo al poeta
que acaba de sacar a Euridice de los infiernos,
ya que Orfeo, al llevársela, no volvió la cabeza
y la trajo de nuevo a este mundo.
Acaban de dar unos pasos por él:
ORFEO.
¿Estás contenta?
EURIDICE.
No sé, todavía no logro recordar… Tendré que aprender otra vez
el dolor. ¿Cuánto tiempo estuve muerta?
ORFEO.
No tuve realmente valor… Ayer hizo medio año desde entonces.
Necesité medio año para decidirme…
EURIDICE.
¡Calla! El mundo se irá a pique por esos heroísmos
que van arrastrando las tripas.
ORFEO.
¡Quisiera decirte…! Pero, ves, yo en cambio
lo recuerdo todo… No sé desde cuándo estoy vivo…
Dios mío, te cuesta andar…
EURIDICE.
No es nada… Estoy acostumbrada a los zapatos
que me has traído… ¡Sus tacones altos! Y también la falda,
como si me la hubiera apretado a más no poder…
Esto es un árbol, ¿verdad?
ORFEO.
Un álamo, temblón, amor mío. ¡Tu favorito!
EURIDICE.
Desgraciadamente sólo veo raíces
(esos nervios de demonios vegetales, como dirías tú)
ya no veo más que sus raíces,
hasta tal punto me he acostumbrado a estar allá abajo…
Pero ¡quién sabe!
Dijiste: ¡Amor mío!… ¿Qué significa la palabra apeiron?
ORFEO.
¡Infinito!
EURIDICE.
¡Ah, sí! La prolongación de las abreviaturas…
ORFEO.
¡Tiemblas!… ¡Qué débil estás! Ven y siéntate.
Aquí está esta piedra… Aquí está mi capa…
EURIDICE.
Dijiste: ¡Amor mío!
Ah, sí, allá abajo casi
lo había olvidado, cuando de pronto me vinieron tus palabras:
en los infiernos, junto a la fuente del olvido
está también la fuente del recuerdo…
ORFEO.
¿La encontraste?
EURIDICE.
No la busqué… El más profundo ser
se da precisamente en la inconsciencia vencida por el amor…
Bastaba su angustia por ti,
su compasión y goce y veracidad…
para que estuviera de nuevo conmigo, me ayudara, irradiara
todo lo que no podemos saber de nosotros mismos…
ORFEO.
Sólo como un espejo… ¡Oh, habla, habla!
Así me doy cuenta de que estás de nuevo en esta tierra…
EURIDICE.
¡De veras! Estallan los plomos. Veo
un rayo de sol decorando
la horrible cicatriz de tu mejilla izquierda de modo
que tengo que besarla… ¿No nos sigue nadie?
ORFEO.
Todo, lo que aquí abandonaste…
y también la curiosidad, inclinada como una figurita
del irritado radiador de un coche… ¡No tengas miedo!,
¡expláyate!… ¿Puedo besarte?
EURIDICE.
Sabes, cuando yo en aquella ocasión…
¿Es mortal el amor?
ORFEO.
No sé… Hay trenes que no paran
ni en los apeaderos ni en la estación principal…
Pero es una comparación torpe… ¡No hagas caso!
EURIDICE.
Allí abajo preguntaban por el alma
y todo nos respondía con el cuerpo perdido…
ORFEO.
¡Sí! Yo aquí arriba besaba
todos tus camisones. En algunos se olía sólo
que no habías dormido tus propias noches… — Otros,
otros como si los hubiera arrancado de un lecho de flores,
tan empolvados estaban de tus cosméticos… ¡Y tus faldas y camisetas!
Es una locura, pero yo partía el espacio
de mi memoria sólo
porque no entrabas ya… Ya temía
que los remordimientos solitarios
se encontraran al fin con el propio hechizo…
Por suerte estaba aquí Julieta…
EURIDICE.
¡La había olvidado, maldita sea!… Dime, ¿vive?
ORFEO.
¡Sí!… Las tinieblas infantiles de su día de hoy
imitan a la noche de ayer… Me es imposible
imaginar qué hará cuando te vea…
EURIDICE.
No me recuerda… ¿Cuántos años tiene?
ORFEO.
¡Seis al este de tu voz!
EURIDICE.
¡Pero decías que hace medio año que he muerto!
ORFEO.
Cariño, sabes que el hombre que nunca tuvo
miedo, no sabe qué es una mujer o la voluntad…
EURIDICE.
Me has mentido pues…
ORFEO.
Sí… Pero vive… Imagínate cuando te vea…
EURIDICE.
¿Julieta, has dicho?
ORFEO.
Sí, Julieta… Una niñita… Algo
entre la visión y la aparición… Como tú…
Pero cuando os encontréis (como dos niños
depositados en el umbral de la orfandad), entraréis
en el cálido interior de la casa…
Hay demasiados libros allí, lo sé… Pero
también hay estatuas y cuadros y hay
un tambor con cañamazo y un piano
y la mesa animal, que se bebe los colores de la alfombra…
y hay también allí vuestra humildad, que verá
mucho desorden, sacudirá el polvo y se pondrá
a hacer la cena…
EURIDICE.
¿Puedo besarte?
ORFEO.
¡No lo hagas todavía, cariño! Hace rato
que observo que sólo escuchas
el canto de entorno y esperas que a alguno
de estos pájaros maestros les falle la voz…
EURIDICE.
Fatídico contigo mismo, ¡cómo me comprendes!
ORFEO.
Estás en mí… Estupefacto no me pregunto
por qué existimos… ¿Qué es de la voluntad en un sueño
que dejó de ser vigía?
Puedo pues finalmente dormir porque
deseo tiernamente despertar… ¡Existimos, amor, existimos!
EURIDICE.
¡Julieta!… ¡Criatura!… Ya sé:
tenía poco más de medio año cuando morí…
Los árboles doblaban las cimas del viento… ¿Fue
asombro o un grito?… Rezaba
a Dios por ella, ¡por ti! Todo
me daba pena, sentía compasión… Pero
lo que en la misericordia no es perdón
quisiera interpretarlo en la lengua extranjera de ambos…
Ya estamos en la blasfemia…
ORFEO.
De este modo vaga en nosotros el bosque y se cruza con los árboles.
EURIDICE.
Era sólo un árbol y una florecita…
ORFEO.
Ya sabes cuál… Dentro de un momento la olerás…
EURIDICE.
Ya va al colegio, ¿no?
ORFEO.
Falta un mes, cariño…
EURIDICE.
¿Tiene silabario? ¿Y pizarra y esponja y pizarrín?
¿Y la cartera con el espejito dentro?
Ven, tenemos que apresurarnos… ¿Quién
está con ella? ¿La Temblona[42]?
ORFEO.
Ah, Dios mío… Temblona, espera,
¡sí, sí! Marfa, ¿sabes? La vieja Marfa… La nodriza…
EURIDICE.
¿Ella? ¿Todavía vive? Si ya entonces
tenía que recubrir de paja toda la casa,
como si fuera una casa donde
hay una enferma, que necesita silencio.
ORFEO.
Con ella está la vieja Marfa…
EURIDICE.
¿Así es como hablas ahora, tú,
que preveías los eclipses y desviabas el curso de los ríos?
Pero… acaso sabes… ¿Sabes acaso
que morí como encinta
(solías decirlo suavemente: como ensimismada)?…
ORFEO.
¡Vamos, querida!… Te besaré y acariciaré,
te llevaré, te llevaré, te llevaré y te besaré y acariciaré…
Pero el poeta no sabe cómo seguir —
Y la gente deja de temer…».
Lo comprendo bien, dije a Hamlet… Ya que
una vez, sin querer, interrumpí el diálogo de una pareja,
que ya nunca volvió a él…
Eran un hombre y una mujer, de pie,
en la puerta de la ciudad de Daus…
Aunque entonces no pude ya dar marcha atrás
(¡tanto me cegó la belleza de aquella mujer!),
todavía hoy, veinte años después,
me lo sigo reprochando de forma torturante…
«Sí», dijo Hamlet sin escucharme,
«¡pero la belleza de la mujer y la melancolía del hombre…
Es posible que lo que en él se asustó de día
tenga valor para avanzar de noche… Pero incluso después
el ciego se ayuda con la mano dorada de matar polillas
o con la verdadera locura…
Pero ya le habían dado un beso:
un verdugo, un camarero con el vino envenenado
o un suicidio…
Se acostumbra, el que ha sobrevivido… o entra en razón
y muerde a Judas en la rodilla
y no da ni calderilla para los féretros comunales…
¿Conoce usted las nubes sentenciadas a ejecución,
a las que rasuran la cabeza en el castillo de los cuervos?
Se saludan en latín y luego llueve…
Y la lluvia todo lo lava…
Y de nuevo el sol y de nuevo el hombre que,
montando el caballo de la cervecería, con una paloma
caza alondras y toca a la mujer ajena.
¡Falta seminal desde la nona a las vísperas!…».
La ventana abrió el viento que cantaba:
Amontonaos, oh, nubes,
el universo os encanta,
mas cuando soltáis las ubres
llueve sólo en la limaza.
«Me gustaría encontrar una corriente que conservara
en sus olas la primera choza
construida con ladrillos de té —
me gustaría encontrar un río
que en todo su curso
no tuviera una ciudad… Pero sencillamente esto es siempre miedo
a estar solo, estar solo, estar sencillamente solo —
y por ello de nuevo la barca femenina y el hombre,
que enciende sus dos luces
¡bajo su faro!…
Y luego una pausa asombrada,
recordada a lo largo de toda la partitura,
es una simultaneidad que crea conexión,
una conexión vegetativa y como consecuencia, danzante,
pero ya tan agotada, como si al pensamiento en pos de la verdad
pudiera precederle la intuición de la mentira —
y luego el tacto de breves truenos
(como en las manos infantiles)
y el tacto oval en picado y velloso
como el suelo de la barbería, que amenaza con quedarse —
y luego la rudeza negada por la ternura y la suavidad en la violencia…
de todos modos, así es siempre nuestra sangre
que sonrojó a los que nos condenaron
y esto es el semen que fecundó: cubierto,
y esto es un fruto amargo como el puño alzado
y la melancolía
que confunde el peldaño con la escalera tan deprisa
que alcanza el abismo,
mientras en algún sitio espera la desdeñada armonía
como un eco lloroso con el pañuelo de la niebla en la mano,
en una mano, que no sabe si la memoria del cuerpo encontrará el lugar
donde olvidó el instinto del alma,
confuso, porque una señal cualquiera
supondrá, tal vez, una amenaza: ¡Para ellos, los amateurs\
¡El amor!… Se lanza antes de vivir
y destruye todo lo que le nutre… Nieve invertida…
Pero la nieve bajo el talón del ángel de la abstracción
no se funde… Y como el destino no siente curiosidad por el ideal,
es reinado y gobierno… Pero el amor
debería ser lo que va a ser… Pero precisamente por él
comprendemos que estamos condenados ya ahora…
Hasta el absurdo es absurdo…
No tenemos elección…
La inexplicabilidad de alguna frase,
que no hemos entendido en su tiniebla,
se ilumina a veces con tal centelleo
que nos ciega… Es precisamente lo real
lo que es metafísico… Pero a los amantes
no les gusta, cuando, entre la adivinanza
y la posibilidad de adivinar,
la sagacidad quiebra con suavidad sus aguijones… Al pie de la letra
se abrazan y se besan y no intuyen
que hasta el peligro pasa a ser costumbre e indiferencia.
O de lo contrario deberían morir. Morir acaso
sin el dominio del horror, pero con toda seguridad
en aquel silencio descalzo que se nos acerca
con una invitación floral
y dice simplemente: ¡basta!
Luego sólo nos miraremos de refilón —
y no sabremos siquiera si se trata de una sustitución o de un cambio,
tenemos que conceder a esa sustitución y a ese cambio
el plazo de una mano tendida y una inclinación,
para que puedan mientras ponerse el sudario…
Pero el verdadero amante establece una tregua con el retrato
y raramente lleva a los asirios el gallo
de una palabra todavía no iniciada, un escándalo no acordado
y una alegría inexpresada… Toda idea
es atractiva… Hasta la idea del suicidio…
¡Que dure, pues, la noche,
en la cual la armonía exacerbada
repite su ritmo durante tanto rato
que sólo el destino interrumpirá su femenino pestañear
con un párpado del devastador demonio!
¡Que dure la noche, en la que todo está en desgracia
excepto el arte, hace tiempo perdido
por la curiosidad del infierno y la indiferencia de este mundo!
¡Que dure la noche, aunque la última piedra
que le queda al constructor de faros tenga que matar a su propio hijo!
¡Que dure la noche, aunque en las obras de una vía ferroviaria bajo tierra
tengan que apagar la primera luciérnaga!
¡Que dure la noche en que la escoba de una estrella fugaz
haya barrido hace tiempo la caída de los ángeles
de los jardines del Vaticano al bosque de difuntos de Waterloo!
El corazón es gravedad… La razón sólo peso… Hasta en la inocencia póstuma
seguimos siendo tentados… ¡Qué dure, pues, la noche!
Y dura… Sólo un lugar brilla:
el salón de baile, gruta uterina del infierno y los celos
con punzadas en la virginidad de la música, más crueles
que la violación de una virgen… Si el ángel luchara por nosotros,
diría lo mismo que nosotros: Así que estás aquí, Masha,
¿y bailas con otros? ¡Cómo es posible! ¡Ven! —
Pero ella, puesto que por ella lucha Eva,
contesta: No bailo, es que… temo a las palabras…
y… usted… ¡usted está loco!
¡Puede!, dice él y empieza a retroceder
con el espanto cruciforme de un caballete de pintor,
con el espanto, que, quizás, tendría que sostener
el retrato de esta mujer precisamente…
¡Oh, sí, precisamente de ésta! Y ya salta hacia ella
y, sabiendo que incluso el vino a veces limpia de un azote,
le abofetea el rostro siguiendo el cuerpo,
que ahora, provocativo, destaca contra el alma
y niega los diezmos prometidos a lo anterior…
¡O le obliga a tragarse ambos anillos de boda!
O le recuerda algo de modo inverso y en retroceso
y luego la asusta sólo con su cuchillo despuntado
aunque afilado largo tiempo en un barco sin puerto.
O bien… pero en cuanto cambiamos la forma original
de la bicicleta o el revólver…
O bien se oirá un ritmo y él se dirá: me he matado. —
O bien se oirá un ritmo y él se dirá: ¡soy un asesino!
¡Oh, ver la voz humana, verla al menos una vez,
cuando dice eso! La voz que hasta ahora siempre
se ha lamentado o acusado,
la voz que ha acariciado, mentido, temblado y humillado,
importuna para sí misma o satisfecha,
una voz deseada o arrojada
al rincón del sexo en el palacio de Príamo
como una lámpara de acetileno
que ilumina un solo pelo de Helena,
una voz que, de pronto, capta que ¡ni siquiera esto es conocimiento!
Pero mientras, en la sala, limpian la sangre con un mantel
cuyos flecos se agitan y tal vez distinguen
entre avidez y engreimiento, entre vergüenza y culpa,
entre prisión y cárcel para el Señor de Incógnito…
Éste, claro, mira boquiabierto… Parece pasmado… Pero su vergüenza
estaba ya en el vientre de su madre, luego maduró
y ahora viril-femenino contempla a la muerta y musita:
“¡Pasan los años y también la ropa blanca envejece!”. Y como en un piso vacío
del que alguien fue desalojado a toda prisa,
quedan unas cuantas facturas — como a una factura lo cogen
y se lo llevan…
Dett nennt sich Dichter und hat keene
heile Hose am Arsche…».
¿Lo ha vivido usted?, pregunté a Hamlet…
«¡Sólo una vez!», me dijo… «El amor es uno solo y es sólo una vez.
¡El amor es realmente mortal!». Y calló.
Pero como parecía un actor no requerido por los aplausos,
me dio pena, y lo liberé
de la tragedia con la posibilidad de desahogarse…
«¡Pues vaya!», dijo. «Ya no va ningún tren
a Love Labours Won…
y yo no quiero cruzar la frontera del recuerdo
con las botas altas de los versos… Pero Marlowe,
Marlowe sabía algo de eso… Todo
es sólo una vez, ¡sólo una vez!
Pero Marlowe sabía algo de eso… y que
añadiendo un poco de música nos emocionamos…
¡Absurde! ¡Ridicule! ¡Dégoutant!».
Pero mientras a lo lejos
el rayo desembuchó en la ventana de la tormenta,
Hamlet se dejó convencer y bebiendo
la negrura de sus pensamientos prosiguió:
«Fue cuando acababa el carnaval. Por una
de mis locas columnas… Entonces
me golpearon desde el púlpito con un báculo episcopal
tan científicamente que sentí las diferencias del sexo en el cráneo…
Estoy por el énfasis, pero Hipérboles fue también un conocido demagogo;
se trataba de la violación de la muchacha más bella de Verona.
La amaba hasta un infinito eterno
y ahora, cuando he oído el hojear del libro de las difamaciones,
como si mi propia castidad me pasmara… Puede reírse…
Escaldado en agua fría
esperaba con el ritmo alterado a que se helara el río…
Una súbita fiebre lo precipitó…
Loco, con la camisa por encima del abrigo,
con parches en la carne y el hueso,
salí pues en pos de Julieta…
Eran precisamente días de mercado
pero nada de nada, también el portero
se conformó con un saco de jengibre y una mesita para jugar a cartas…
Me dejó entrar… La puerta era como el estribo sostenido para un arcángel
montado en el caballo de la arquitectura…
Me latía el corazón como una pintura al óleo sobre hojalata…
Entré… ¡Qué esplendorosa era!
¡Qué inicial siempre en mí su hermosura!
¡Qué innecesario decidirse!
¡Qué libre era la nostalgia!
¡Qué falta de insistencia en ser adivinada la adivinanza!
¡Qué temblor permanecía en el ojo sin testigos
para que nadie lo viese! ¡Cómo se asilvestraba
el asombro y el milagro se comedía!
¡Qué eructante parecía el mundo entero,
como una cervecería, mientras yo bebía vino!
¡Qué poco importaba qué hacer
o qué encarnar!… Sin impulso,
sin motivo, sin consecuencias, sin destino
allí había un ser en su indivisible plenitud…
Desgraciadamente, una vez vista, la belleza merma,
a menos que se repita tanto
que también el amor sea pérdida. —
En aquel momento por una ventana abierta oí
cómo el barrendero nocturno apilaba
en pequeños montones
cáscaras de naranja y piedra sanguinaria…
Se me ocurrió: ¡arriba mierda, debajo alma!
Ambas son invisibles.
Luego, como singular, olvidando la multitud de barrenderos,
le pregunté si me permitía tocar.
Y fui hasta el piano y toqué
«Hamletiana»… Unos veinte minutos
(tamquam in meridie staret sol)
toqué, pero con tanta furia
como si arrancara de las notas
esos crueles alambres con los que las floristas
impiden abrirse a las rosas…
Me lo reprochó… Nos peleamos…
Nos peleamos primero con seco odio,
pero pronto, como si lleváramos
las batas sudadas de todo el día…
mientras la cicloide del teorema senoidal abandonaba la estrella
y, humanizándose, empezara a heder…
Luego le dije por qué había ido…
¡Así que fue usted!, exclamó bajo sí misma,
y eso como si tuviera el color de la noche
y ahora lo desangrara por su voz…
¿Por qué no le pinté la espalda
con la mano derecha llena de anillos?
¿Por qué no bailé con ella la danza de los bastones
o al menos la danza de la escoba?
Tal vez hubiera sido suficiente
atravesar su edredón y salir
por la puerta del amor enamorado… ¡Si pienso
que Lope de Vega obturaba el fusil
con los versos compuestos para Elena Osorio! —
Pero yo sentí de pronto una nube a mis espaldas,
si una nube puede ser una casa derrumbada…
Si todavía había algo en el jardín,
mi mano izquierda lo captaba
como un puñado de cabellos femeninos;
si todavía había algo en el sótano,
la palma de mi mano derecha, el copero mayor,
agarraba una botella… Por desgracia era su cuello…
¡Julieta! Cuando un asesino se encuentra con un asesino, ¡no se matan, señor!
Así la muchacha ansia y no sabe qué, porque ansia…
La vi por vez primera en un bosque no lejos de Volterra…
Era antes del día de Todos los Santos y ella
cortaba de los arbustos las ramitas con menos color.
¿Tiene hermanos?, me vino al punto a la cabeza,
tan hermosa era y tantos celos sentía ya…
Su cuerpo contra mi medianoche se vivía tan en sí,
que enloquecido de pasión no podía estar celoso de amor.
¡La virginidad! ¡Y yo entre los que caen ya caído!
El gran espejo detenido del aire devolvía
el sueño del corazón a las deidades etruscas…
Tosí para no asustarla.
Se volvió y estaba tranquila.
Su alegría se hallaba aún junto al ángel de la guarda
y su felicidad todavía no junto al demonio.
Y como si su alma fuera el cuerpo del alma,
¡Virgen! ¡Lo que Dios ha inventado, quiere tenerlo infuso!
Ningún soneto puede ser de azúcar
aunque lo haya escrito Shakespeare,
pero más de uno es venenoso
aunque no lo haya construido Góngora…
Me callé pues y también
porque en la naturaleza las paredes oyen
y porque después alegamos la muerte
para poder vivir todavía peor.
Por lo demás, ya sabe… No fue mi amante…
Esto, todavía hoy, no habría acabado de alimentar de olvido
a mi cerebro… Y además allí no había
sitio, tanto menos espacio…
Me acordé entonces de mi madre
(fui su duodécimo hijo), y aunque mi destino
llevaba botas de plomo, corrí hacia ella
con el traje de Mozart al morir…
¡Mamaíta! ¡Siempre en el andén de la despedida
y finalmente sola!… Cuando estamos mal
entra por la puerta más pequeña;
para elogiarla no bastaría la noche,
aunque las estrellas con una mano levantaran el vagón
donde se sentaba sólo para ir corriendo
junto a su niño, llegar antes que su angustia,
mientras la oscuridad delira,
en algún lugar una ventana iluminada bizquea
neciamente con su ojo amarillo en el queso del budismo
y los malos presentimientos, como cartas pringosas de una adivina omnipresente,
parecen decidir el destino a la luz de una vela del santuario de Mariazell.
¡Madre! Esa paciencia suya, su una y otra vez
que podían posponer la eternidad,
si la eternidad no fuera ya eso…
¡Sus silenciosos pasitos, cuando has enfermado,
o cuando traía el pan y se avergonzaba
de que aquel don de Dios estuviera otra vez como una piedra!
Voluntariamente y también empujada por el miedo…
¡Y nunca esperaba a que la luz en ella
se enderezara! Y todo lo regaló
aunque nunca leerás su nombre
en los periódicos para mendigos…
Pero ya el hornillo, el Primus (como el buche
de una paloma mensajera) burbujeaba
y luego soltó un soplido
como un estornudo en el silencio de un entierro.
Y convaleciente se pregunta con desdén si el hombre
baja de verdad al hormiguero del mundo sólo
para mendigar sus propios huesos…
Pero no, ahí estaba de nuevo mamá y dijo de pronto:
¡La Navidad! —aunque de hecho lo estuvo diciendo todo el año…
Y cuando ya llegó ese milagro, todavía se excusaba:
precisamente hoy no se me ha dado,
la sopa es pura hiel, y el pescado sabe a barro,
la tarta de manzana está costrosa, ves, hijo,
de hecho ya no sé cocinar…
Y se adelantó a servir vino,
y entonces, por primera vez, te fijaste en sus manos,
que envejecían, que estaban llenas de arrugas y de venas,
manos humildes, manos de la orden de los mínimos,
manos leves, como habitadas por la tentación de las alas,
pero esas manos fieles a todo lo temporal,
que hay que ahuecar como a una almohada
bajo la cabeza de un hijo, aunque sea un asesino…».
Sí, dije, pero ¿dónde estaban sus manos
cuando en las Tullerías disparataba con Robespierre,
sobre si había que bautizar también la horca
(¡y luego la bautizaron!) —
dónde estaban sus manos, si no
donde se lleva el cerebro encima del sombrero,
dónde estaban sus orgullosas manos, que nunca
se consiguió colocar una corona
en la cabeza de la Poesía,
dónde estaban sus manos, que no quedó
ni un manuscrito, ni siquiera
una edición postuma para los nonacidos-nolectores?
«¡Kif, sira, fasah, sibsi,
diamba, daso, hayum, riamaba, mori!»…
¿Qué está murmurando?, pregunté.
«Son sólo unos cuantos nombres para hachich»,
contestó Hamlet y prosiguió:
«Una vez le dije a una: ¡Ven, nos columpiaremos un poco,
tengo colchones rellenos de pelos de monja
y vivo en el quinto piso…
Vendré, dijo. Pero cuando estuvo delante de mi casa
no sabía cómo correr escaleras arriba.
Era una prostituta de llanura…
No sé, pero la ironía no muere de amor por la tragedia…
No es trágico Ulises, sino Ayax; no David, sino Saúl,
no Fausto sino Mefistófeles… Y antes de mí,
antes de mí lo fue sólo Alcibíades, Alcibíades embriagado
del color del azafrán, el color de la angustia…».
Empezaba a amanecer. Hamlet dijo: «¡Puta aurora!
Pero desde el punto de vista temporal me parece demasiado amplia…».
Dije: Es porque piensa en ella.
Dijo: «¡Puede!».
Dije: Si quiere
dejo que pase para usted la anochecida,
pero hacia el espacio,
y esto con un movimiento que no notará…
Dijo: «Todo, ¡pero no el hombre
en el resplandor de la naturaleza! Él ya ha encontrado
su escena, y esto no me interesa…».
Mas ya había roto el día… El ojo derecho de Hamlet salió,
cuando el alba echó en su párpado izquierdo
una colina al horizonte, donde un par de rocas
se esforzaban por recuperar el castillo entero…
«No hace mucho», dijo Hamlet, «estuve con algunos jóvenes
en Elsinor, en la casa de Shakespeare, que va envejeciendo…
Nos leyó sus versos… Los fumamos,
los bebimos y los elogiamos, fuimos sinceros,
le manifestamos nuestro amor, quisimos oír más.
Y cuando luego habló con nosotros de los libros
lo celebramos como bibliotecario del mismo Dios —
pero él nunca llegó a saber lo que dijimos
luego en la calle, cuando salimos de la casa del poeta trágico[43]…
Por supuesto, ni siquiera la ignorancia significa felicidad…
¡Pero un poema es un don!».
1949-1956,1962