A Frantisek Tichy
Después de haber buscado pimpinelas muchas horas de aquí para allá
sin encontrarlas, salimos del bosque
y en pleno mediodía nos detuvimos en el brezal.
El aire estaba seco, como asado a la plancha. Miramos
hacia la otra ladera cubierta de espesa vegetación,
de arbustos diversos y de árboles. Estaban estupefactos como nosotros.
Yo iba a preguntar algo
cuando en aquella masa inmóvil, erecta, hechizada hasta el escalofrío,
un único árbol
y en un solo lugar
se puso de pronto a temblar
como un acorde de sexta que no emitiera sonido.
Hubieras dicho un grito de alegría del corazón libre,
es decir: la aventura misma.
Pero aquel árbol se puso luego a murmurar,
como murmura la plata porque ennegrece.
Pero aquel árbol comenzó luego a estremecerse
como se estremece la falda de una mujer que toca los trajes de un hombre
mientras lee libros en el manicomio.
Pero aquel árbol se puso luego a dar sacudidas y a agitarse,
más como si lo sacudiera y agitara alguien
que hubiera mirado hasta el abismo de negros ojos del amor,
y yo sentí como si me fuera a morir en aquel mismo instante…
«No tengas miedo», dijo mi padre, «es un álamo temblón».
Pero todavía hoy recuerdo cómo palideció
cuando poco después llegamos hasta él
y vimos debajo una silla vacía…