Recuerdo II

A Frantisek Tichy

Después de haber buscado pimpinelas muchas horas de aquí para allá

sin encontrarlas, salimos del bosque

y en pleno mediodía nos detuvimos en el brezal.

El aire estaba seco, como asado a la plancha. Miramos

hacia la otra ladera cubierta de espesa vegetación,

de arbustos diversos y de árboles. Estaban estupefactos como nosotros.

Yo iba a preguntar algo

cuando en aquella masa inmóvil, erecta, hechizada hasta el escalofrío,

un único árbol

y en un solo lugar

se puso de pronto a temblar

como un acorde de sexta que no emitiera sonido.

Hubieras dicho un grito de alegría del corazón libre,

es decir: la aventura misma.

Pero aquel árbol se puso luego a murmurar,

como murmura la plata porque ennegrece.

Pero aquel árbol comenzó luego a estremecerse

como se estremece la falda de una mujer que toca los trajes de un hombre

mientras lee libros en el manicomio.

Pero aquel árbol se puso luego a dar sacudidas y a agitarse,

más como si lo sacudiera y agitara alguien

que hubiera mirado hasta el abismo de negros ojos del amor,

y yo sentí como si me fuera a morir en aquel mismo instante…

«No tengas miedo», dijo mi padre, «es un álamo temblón».

Pero todavía hoy recuerdo cómo palideció

cuando poco después llegamos hasta él

y vimos debajo una silla vacía…