Esbozos

I

Lo conocí en la aldea una tarde de otoño

mientras sus camaradas proyectaban en la pared del molino la película Kirov.

Después venía a verme diariamente. Servía en la batería antiaérea

y los ojos le lloraban sin cesar porque se había pasado cuatro años mirando al sol.

Eso me impresionaba y más de una vez hice ver que iba a por leña

escapando de la habitación. Pues bien, por el pequeño patio se arrastraba un harapo de niebla.

Después de tantos años de pesadillas satánicas su realidad humana

me desmoronaba. ¡Con qué timidez colocaba en la silla

su gorra de piloto! No llevaba insignias en la guerrera

y sólo más tarde me enseñó dos medallas:

por la defensa del Cáucaso y de Kertch

(medallas que llevaba en el bolsillo

envueltas de cualquier manera en un papel).

No le gustaba hablar de guerra. No mencionaba nunca el heroísmo.

«Cuando no había tiros era mala cosa, porque no se sabía

qué preparaba el Alemán… Cuando se disparaba a veces iba bien».

Eso fue todo lo que dijo. Y sin embargo estaba orgulloso

del periódico que publicaban camino del frente

al que habían dado el nombre de El Pequeño Artillero.

Y le gustaba la poesía y de vez en cuando me leía

con amor a Mayakovski. Pero un momento después, con idéntico celo,

como pensativo, arrancaba la página que acababa de leer, echaba tabaco

y se liaba un pitillo…

Luego llegaron los primeros hielos y todo se cubrió de escarcha… ¡Ah, ese hombre-niño,

con qué orgullo me vino a enseñar su nueva capa guateada!

Cuando se fue, se despidió a toda prisa,

se despidió como todos los que desean volver a verse pronto

y presienten que no se volverán a ver jamás,

y luego me anotó también su dirección

con una explicación muy complicada, para que lo encontrara fácilmente.

Era de Baku y se llamaba Piotr Fidorovich Martynof.

II

El capitán del Ejército Rojo contaba: «La noche del diez de mayo,

cuando Praga, tras siete años de leche de vacas y lobos rabiosos,

devoró la libertad verdaderamente sin fondo,

observé en el mercado de frutas

a dos checos que se peleaban: habían bebido demasiado.

Yo, un poco borracho, fui hacia ellos y les hice dejarlo hablando.

Cuando replicaron a mis palabras, tiré a uno al suelo.

Al realizar este movimiento, mi mano sintió plenamente

que su palma era pesada como un trabajo antiguo

y que estaba cubierta de callos…

Naturalmente lo llevé hasta casa,

pero esta palma de la mano la tengo siempre en la cabeza

y me avergüenzo de lo que hice…».

III

Eran dos, siempre juntos. Siempre juntos desde que empezó la guerra,

y sobre todo desde que cerca de Maidanek

en los campos abonados con ceniza y carne humana

aparecieron unas coles rollizas, gigantescas.

Nadie pensó en asustar a nadie, pero

era evidente que tenían que aprender el odio,

cualidad que ninguno de ellos hubiera soportado solo…

Un día de calor sofocante vinieron a casa

a la búsqueda de una bañera para el coronel.

Y como a dos pasos de la aldea había dos magníficos lagos

nos pusimos a reír.

Esto les gustó y volvieron,

y una vez trajeron un cangrejo y dieron en discutir dos horas enteras,

con toda el alma, sobre Europa, sopesando su suerte repartida

entre la conciencia continental y la llamada de la isla.

Allí no había nada para imbéciles, para el ombligo de las vírgenes

o para anticristos de nueve traseros.

Después nos bebimos un latigazo de siete puntas

y ellos cantaban y se acordaban de su tierra, marcaban el compás

batiendo palmas hasta que sus palmas se hacían de cobre, y bailaban

y su alegría se multiplicaba

de la misma manera que se repiten nuestros dolores cotidianos,

tal vez solamente porque siempre son para nosotros un poco desconocidos…

Se fueron antes de que la noche nos separara… Dos en un caballo…

Y yo los veo entrar en sus tiendas

y sortear con ternura a los durmientes…

IV

Fue conmigo al bosque mientras sus camaradas más jóvenes

se entretenían por ahí lanzando granadas…

Y me contaba… Era simple y sabio,

era amable, noble y sabio,

pero su sabiduría, con frecuencia al nivel de la sonrisa,

se derrumbó de pronto y, cayendo dolorosamente,

se llevó consigo todo lo difícilmente salvado, todo lo impersonal,

para acabar su tristeza en las fotos enseñadas con mucha frecuencia,

ya que habían palidecido…

No quería volver a Leningrado

donde sus seres amados habían sido asesinados por los alemanes y por el hambre.

No tenía a nadie ya allí, tenía miedo de las calles

por las que iba antes de la guerra con su madre o su hermana,

llevando en un cestito: «¡Todo, sabes, Vladimír!».

Pasé mi brazo por su cintura, ceñida por el cinturón,

y nos callamos, cuando de pronto, no muy lejos, estalló una granada…

Nuestros instintos responden con la misma precisión a cosas precisas…

Yo me tiré al suelo… pero él corrió hacia el zarzal y un momento después me ponía en la

mano un gran trozo de hierro: «jesco toplyj[35].

V

Éste era un gigante salido de los versos de las bilinas. Si le venía en gana

levantaba un carro, llevaba un cubo de cerveza con un dedo,

y de un golpe de látigo cortaba en dos mitades una hogaza de pan.

Si no le venía en gana no se agachaba ni por un peinecito que se hubiera caído,

y rehusaba lavarse la camisa

considerando (como un antiguo miembro de la secta de Fedoseyets)

que el frecuentar los baños públicos es algo indecente.

En aquel momento simplemente existía, él y su sombra,

pero el vigor de ambos medía cien codos.

No le gustaba el jaleo. Cuando le pregunté

por sus historias de guerra

se esforzó en recordar, pero luego hizo un gesto con la mano

y dijo: «¡No sacarías nada en claro!».

Si le entraba la morriña se ponía tan serio

que no te dabas cuenta de si se burlaba o no.

Entonces se ponía a cantar y cantaba maravillosamente,

como si cantara a través de todo aquello que de sí mismo desconocía.

Una vez se me llevó al bosque

para enseñarme un hombre de la Gestapo fusilado.

El cuerpo había sido enterrado, pero entre el barro y los restos de boscaje

asomaba la cabeza roída.

«¡Los perros han escarbado!», masculló Sansonof.

Y como si la carroña que teníamos delante pudiera aún herirnos el alma,

se me llevó de allí a toda prisa…

VI

Mi sexto retrato dibuja un adolescente

de un tamaño natural de tal piedad

que podría ser sólo duelo… Un día de lluvia

llegó a casa para coserse al resguardo unas charreteras nuevas.

Estuvo callado largo rato… Pero al igual que las granadas,

que desgarran la tierra tan profundamente

que aparece el agua subterránea —

algo, que, de pronto, le cayó del corazón,

desparramó su mutismo

y él, al borde de un pequeño lago de lágrimas, empezó:

«En la Biblia se lee que el alma de cada cuerpo

se halla en la sangre… ¿Dónde están, pues,

las tres almas de los amigos que yo he amado?

Uno de ellos era aviador, no lejos de nosotros

fue abatido por los alemanes. Lo veo caer sobre la tierra,

cómo se levantaba, se sostenía difícilmente en equilibrio

y se ponía con ardor y vergüenza a sacudirse el polvo,

para luego caer para siempre…

Ni el llanto de los caballos por Patroclo

me impresiona tanto como el rocío sobre la flor de la ciudad de Vinnice.

Era la ciudad de Iván. Durante dos años de miseria

contribuyó a liberarla de la esclavitud, pero lo mataron

algunas manos ante su casa natal…

¿Y Vasilij? Como el que bebe, confiaba

y era osado: ¡El mar sólo llega a las rodillas!

Cuatro días después de la conquista de Berlín,

bebió por ahí demasiado y los alemanes lo degollaron.

Veo las calles, por donde ellos se daban al placer,

veo las escaleras, la saliva, el esperma y veo otras cosas,

y veo también cómo se hinchaba y le costaba morir

como si tuviera el alma de través, y más:

como si nunca hubiera tenido madre…

¿Alcanzaron a cumplir los tres, en verdad, la meta de su vida?

Me gustaría preguntárselo… Pero la realidad de los muertos

no es suficientemente pequeña, para que puedan entrar en ella

todas nuestras conjeturas…».

VII

No tenía una moneda. Todo se lo había bebido. Lo llamaban Sinrublo.

Pero amaba a su caballo y un caballero más perseverante y rápido que él

fue tal vez sólo el remoto Vladimír Monomach.

Acaso sin duda por ello se expresaba tan mudamente,

cuando dejaba la espuela. Entonces, perdido en cierto modo el ritmo musical,

se cerraba abiertamente y su palabra era la infantería de las palabras,

a la que sólo faltaba batirse con los enemigos por las imágenes…

Vigésimo sexto de treinta hijos se hizo voluntario

cuando los alemanes asesinaron a su padre, un barquero del Dniéper…

Entró en la habitación haciendo ruido y a pequeños pasos,

pero antes de entrar se había hundido ya y estaba allí,

como un oso se hunde desde el tejado y está delante de ti.

Y en verdad allí estaba, cierto asombro en el rostro

y la amargura del año cuarenta y uno,

y salvándose con el espíritu y el pensamiento

en la precisa observación de los detalles…

A mi bloc de notas lo llamaba cernovik.

Y aunque no entendiera le gustaba pasar las páginas,

como le gustaba pasar las páginas de ciertos versos, también incomprensibles,

los versos de Norwid («El piano de Chopin»)

y siempre decía con estima: «Goloba rabotajet!»[36].

Estos versos se los había oído a Chela… Era una chica polaca,

y cuando una vez le pregunté si la amaba,

se inclinó, mordió una ramita de bérbero,

y contestó tímidamente: «Corazón sin secretos, libro vacío…».

Fueron los otros los que me traicionaron,

que él la salvó de ser quemada.

—-——-——-—

No sé por qué pero con frecuencia proclamaba

que cuando regresara a la patria iría a Tmutarakany,

y allí me esperaría con vino del Don…

Cuando no estaba montado a caballo, llevaba a los niños nidos de avispa

y mariposas… Y al ver su alegría

se reía como un bohatyr, un héroe de leyenda

que siempre me había dado algo de miedo.

Luego se hizo más moderado y unió en cierto modo

lo lejano y lo ancho… Lo quise mucho.

VIII

El herrero de la ciudad acababa de arrancar un diente al caballo,

cuando resonó la música del ejército… El Ejército Rojo

había desfilado y al desfile había venido el general

y llegó en carroza… Justamente esta carroza permitió

que nos halláramos de nuevo en la época de Kutuzov.

Tal vez nuestro paisaje checo era para todo esto

un marco un poco estrecho y hasta avaro.

Pero el canto y los gritos no elaborados, tan espontáneos

lo remontaron, y lo que en nosotros daba zancadas en los pies de los bosques,

bailó aquí por la fuerza de la alegría y de la lengua

y, a la vez, con verdadera modestia, pero en parte por la antigua relación.

Y comprendí que el mundo sería completamente distinto

si…

IX

Fuimos juntos a través del dique del vivero. Él tenía en la mano

una pequeña granada y se disponía a echarla en el agua

y a llevarse algunos peces… El contrapunto del sol

acentuaba su delectación, casi una sonrisa de apetito,

cuando de pronto dijo: «No hay que hacerlo. ¡También ellas quieren vivir!».

Y como con disgusto lanzó la granada

en el barro, al otro lado del río…

Tras una explosión sorda, grasienta,

salieron de allá abajo, para nuestro asombro,

algunas anguilas abatidas…

Me miró, y deslizándose hacia ellas,

a través de las piedrecitas,

a través de la cola de caballo y la serpentaria,

exclamó con simpático embarazo:

«¡Bueno, pues las lloramos y nos las comemos!».

X

Ese décimo, si se quiere, pero es el que hace un millón,

está en mi memoria de un modo tan abnegado

y con tal humildad de espíritu y de rostro,

como si estuviera sobre los túmulos… Al mirarlo, comprendo,

por qué uno de los llamados Vladimír ruso, hijo de Ígor,

dio a su mujer, al bautizarla, el nombre de Libertad.

Se trata de ella, de su verdad, de su espacio desinteresado,

por el cual el humanismo se movería, quizá no sin destino ni preocupación,

pero siendo un humanismo capaz de amar tanto

que el misterio no le asustaría…

XI

¡Otra vez Piotr…! Ultimamente melancólico

porque desde hace tiempo está sin noticias… Pero hoy

vino corriendo alegremente y me leyó una carta de su hermano

llegada de Extremo Oriente, de Katsk-agatsh,

donde estaba luchando contra los japoneses.

La carta decía: «Pedro, dos palabras sobre mi vida.

Nada ha cambiado… Estoy bien… mañana

nos darán sesenta gramos de miel…

la comeré en dos días… ¿cómo van tus dientes?».

—--—--—--—

Una carta muy breve, desde luego, para una distancia tan grande,

pero Piotr supo por lo menos

que su hermano hacía un mes aún estaba vivo

XII

¿Debo celebrar de nuevo su evidente modestia?

He aquí todo lo que me dijo Anatol sobre cuatro años de miseria:

«Durante las heladas dormíamos en la pura nieve.

Se duerme en el casco, cansado mortalmente.

El centinela te despierta, porque hace ya rato

que estás acostado sobre el mismo lado. Pero te despierta sólo un momento

y sólo por este motivo, para darte la vuelta maternalmente del otro lado…

Y bien, de lo contrario morirías…».

XIII

Lo encontré junto al humilladero, donde aún no hace mucho

los alemanes rompían los cuellos de las botellas de champán… Sabía

que había recorrido miles de kilómetros… Y con todo, al sentarse en la hierba

lo hizo de determinado modo para no arrugar

el romero y el pequeño zapatito de la Virgen recién florecido.

Mira por dónde fue, fue en zig-zag entre las fuentes de la muerte del verano y el invierno,

por pequeñas centellas de polvo y pantanos, durante el ulular que emergía de los muros derrumbándose:

era el Cáucaso, Majkop, Rostov y de regreso a Krasnodar,

Tuapse, Baku, Moscú, Staryj Oskol,

Belgorod, Voronez (destruida), Poltava, Kremenchung,

Kirovogard, Pervomajsk (con una victoria célebre)

Taslik (donde cayó el capitán Dorofejev), Besarabia,

Rumania, Iassi, Zbaraz, Visla, Sandomir,

Chestokhova, Opeln, Olau, posle tego[37]

fuimos a Breslau, Dresde y Praga…

Al mando estaba el mariscal Konév, como es sabido,

y Zadov el lugarteniente general…

Tras poner ante mis ojos este calvario

durante el cual, como dijo mera y simplemente: dolían las piernas

me pidió que le escribiera una carta para una chica que,

cerca de Kladno, donde hacía un mes él había acampado…

En el pueblo la niebla empezaba a caer… Y él dictaba…

XIV

El cocinero… El cocinero de Simferopolu… Siempre sonreía

y reía cuando te gustaba un pincho… Era tan simple,

que le gustaba utilizar frases complicadas,

frases, a cuya complicación no estaba aún acostumbrado.

Me dijo por ejemplo del pillaje de los alemanes:

«No existe un alba tal en que se hallen las cosas perdidas durante la noche».

En realidad esto era sabiduría, demasiado fácilmente vulnerable,

para no defenderse con la enunciación de la vida, que vendría.

Sí, todo vendrá en el futuro, sólo entonces, afirmaba,

como si supiera que Dios no creó las semillas hasta el tercer día,

y su sonrisa desaparecía sólo

cuando la clarividencia contundente de alguno

le hacía recordar cierta imagen cuyo horror crecía con la distancia.

«Era cerca de Kostrína», me confió Turov como abatido por la mala suerte.

Llegué tarde, de noche, a una casa rural…

Una lucecita murmurante parpadeaba en una ventana…

Seguro que detrás cuelga del techo el atrapamoscas, pensé.

Y me deslicé furtivamente hacia ella… Vi una habitación nada amable,

una vieja sentada, una niña arrodillada y un puñado de velas casi ardidas.

Eran sólo pedacitos, un poco de cera, y la pequeña mancha negra.

Los pedazos iluminaban a la anciana

y la niña tenía que cogerlos y sostenerlos en los dedos

hasta que se agotaran completamente.

Sí, dolía, y los deditos temblorosos estaban ya cruelmente quemados,

y mientras el rostro de la abuela al mirarlos

se hizo casi humano,

la cara de la niña pasaba ya a la eternidad,

que tendría una fiebre de caballo…

Y —¡fíjate!— yo no liberé a esta criatura polaca enseguida,

porque, experimentando el mal en cierto modo como idea fija,

no podía pensar más que en una única cosa:

si aquella vieja loca alemana tenía caspa en el pelo…»

XV

Vigilaba los tanques cerca de la calzada. Musitaba una cancioncilla

y en la mano tenía un espléndido ramillete de dalias.

Aquel día se sentía feliz y no sabía qué hacer de toda aquella alegría,

tanto más agobiante cuanto no tenía sentido y era a la vez desconocida y obstinada.

Le faltaba poco para que se le saltaran las lágrimas

cuando precisamente una chica pasó por allí.

Él se puso a correr tras ella y le alargó el ramo de flores,

pero la chica lo rechazó.

Mi querido Devuskin se sonrojó, hizo marcha atrás

y empujó las dalias hacia el interior de la boca del cañón,

y, azorado como un joven dios de la melancolía,

se puso a contemplar la caseta del depósito de municiones,

precisamente donde se hunden las espigas en la viga,

y en cierto modo con esa mirada fija se salvaba.

Por supuesto que en aquel momento seguramente recordaba su país natal

removido ahora por los ciervos en celo,

y se acordaba de su choza y sus hermosos muebles tallados,

de la tarta de boda de dos metros que ya tenía ganas de volver a probar,

o de su madre, que, según creía, aún estaba viva

y se dedicaba a criar abejas en el bosque…

No sé… Pero un momento después pasó por la calzada una vieja

y él arrancó de la boca de cañón las dalias desdeñadas,

se las ofreció e inició una reverencia.

La vieja las aceptó sin sorpresa

y a la reverencia respondió con otra reverencia…

Desde entonces a menudo me gusta imaginarme a esos dos,

cómo se comprendían en silencio, con el rostro iluminado y lleno de amor,

y cómo el uno se inclinaba profundamente frente al otro.

XVI

¿Mstislavic o Svjatoslavic? Ya no me acuerdo.

Pero no dejo de ver su figura,

una figura tan esbelta, tan majestuosa,

que tal vez no tenía peso ni en la caída.

Pero mataba los lobos con el puño, dispersaba las nubes de tormenta con el pelo

y de la fuerza de sus hermosos ojos podría dar testimonio el oso,

sorprendido un día en el jardín, precisamente cuando abría una colmena:

Svjatoslavic estaba aquel día en la valla

y no hacía nada, sólo miraba;

miraba como un mero testigo algo malhumorado,

y miró mucho rato, hasta que Miska

juntó las patas ante él y se fue al bosque a reculones

Este hombre, con el pelo y las cejas a lo Pugatchov,

más de una vez en la andadura y en el diálogo, de pronto, se sobresaltaba

y daba vueltas suavemente a su anillo de bodas…

Y aunque lo hubiera entendido todo, sólo atormentándose a sí mismo

buscaba en la melancolía el sentido de la añoranza,

como si estuviera amenazada de caducidad.

Pero la guerra había saqueado el cofre de huérfano de sus recuerdos.

Por este motivo le gustaba aceptar invitaciones, por ejemplo a cenar;

le encantaba el calor, y las mil pequeñeces clandestinas,

en la estancia ahumada por el díctamo y el orégano,

te preguntaba cuál era la talla de tu sombrero,

y cuando se trataba del año treinta y ocho,

hacía un amplio gesto con la mano indicando los alemanes,

comparándolos con el gavilán, que, a menudo,

se lanza sobre la presa con tal violencia que se mata…

Pero daba con entusiasmo distintas recetas

(por ejemplo de un excelente bortscb)

y él mismo comía como un entendido y eligiendo,

pero a la vez con timidez y tan distraídamente,

sí, con tal extravagancia, que muy pronto

tenía delante de sí sobre el mantel

los tenedores de todos los comensales vecinos…

XVII

Crujían los remos en el lago. Era Alexej Kravcenko

que venía a traerme pescados, una gota de vodka y algún puñado de tabaco.

Sólo aparecer en el dique me hacía ya signo

de que esperara… ¡Cuántas veces lo escuché,

apoyado en su largo fusil, traducirme con dificultad las noticias de Pravda!

Todavía hoy lo veo palidecer cuando decía

que el general Pushkin había caído en el Dniéper en el cuarenta y tres.

Palidecía, y eso era todo, porque como a sus camaradas,

no le gustaban los golpes esquilianos en el tambor de la tragedia.

Los horrores que había vivido superaban los límites que le habían sido asignados

y se hacían absurdos… Pero él no se preguntaba nada,

no renegaba del destino ni estaba amargado

por pensamientos sombríos. No es que hiciera algo para evitarlos,

pero sabía lo que era la humildad sin perdón

y por ello los perdonaba de buen grado… Carecía de razón coherente,

y con frecuencia pude observar que

su mano, cuando acariciaba un perro,

pasaba rápidamente por las manchas negras hacia las más claras…

XVIII

No quisiera olvidar a Fedka, el tambor.

Era todavía un chiquillo. Los alemanes habían incendiado el pueblo

y pasado a cuchillo a todo ser vivo. Fedka, escondido entre los matorrales,

suspiraba con todas sus fuerzas por una alfombra mágica,

y gemía dulcemente. Y como el destino no es duro de oído,

unos días más tarde los soldados del Ejército Rojo lo encontraron

y se lo llevaron… ¡Qué soldadito más majo!

Llevaba capa y cinturón y botas,

a las que cuidadosamente daba grasa con una vena de cerdo macho,

y tocaba el tambor de un modo tan fascinante que hasta los árboles rompían filas,

y el propio futuro salía a su encuentro, un futuro amable, un futuro

que acariciaría su rostro aún infantil,

pero oscuro y en cierto modo crudamente desgarrado por el sufrimiento,

un rostro que, como si un ebanista hubiera tallado con el cuchillo…

A muchas preguntas respondía: «¡Sólo el diablo lo sabe!»,

y él, evidentemente, no sabía

que de niño inmaduro, a toda prisa, se había desarrollado y convertido en hombre

que habla groseramente delante de las mujeres

porque no sabe y porque sus cabellos se han vuelto grises.

Sí, tenía los cabellos grises, y no sabía,

y sólo cuando comía mermelada por pura gula

sus ojos destellaban al recordar algo entrañable y lejano…

Y tú comprendiste: huérfano.

XIX

¡Y ahora que vivan! ¡Que vivan todos, los conocidos que volvieron,

los nuevos, que llegaron (¡y eran hasta cien soldados!),

y los que no he conocido!

Que viva el que se acordaba de la amada (¿muerta?, ¿asesinada?),

el que echaba de menos las campanas de Rostov,

Odesa-mamá, Kachetia o el arroyo Uljius,

aquel que caminaba impaciente por la habitación

y cosía por los rincones su deseo de hogar,

incluso el que tenía por esposa una mujer que limpiaba vagones de tren

y soltaba, como si nada, que Alma—Ata ¡no está tan lejos de aquí!

¡Que vivan todos, todos, todos!

¡Que vivan todos los que pelearon pero pelearon como niños:

por un cuscurro de pan o por una aguja,

que vivan todos los ingenuos, todos los sin barreras convenidas y calculadas,

esos que no necesitan blanquear al Giotto para que haya más luz en la iglesia,

esos que avanzan contra el tiempo y por ello emanan un bien generoso,

que vivan los que no necesitan un ser superpersonal para ser hombres,

hombres, por esta aún rara naturalidad en el espacio de un juego maravilloso,

hombres a los que la noche de los clubs angloamericanos fuerzan una y otra vez

a descargar de por vida el voto de pobreza

en las rudas canteras del cuarto plan quinquenal,

donde se extrae la clara piedra llamada stalinit!