Cuando las pepitas de la manzana de Eva
impregnaron la principura abdominal del hombre
y cayeron luego en la hierba, en otro tiempo conectiva, del paraíso,
la tierra se estrechó como mujer que rechazara.
Si la lluvia no hubiera sacado de lomos de la nube
un dedo encapotado y no hubiera apuntado al agua del instante,
en el cual la naturaleza, como la mujer, lava
lo que contraído, de día, hasta una línea y, de noche, hasta un abismo
se parece a un ojo de gato —
no habrían tenido entonces los árboles estériles que ser testigos ante
todo el morir, sino sólo ante parte de la muerte…