Basta una mecha-seboducto y sus llamitas radicales
para que la oscuridad tenga ictericia, la cortina levantada hacia la calle
un orzuelo de estrella, y el tiempo aquellas distancias,
que, como las distancias en la estatua,
mides sólo por el miedo de la gente…
Es el preciso instante en que el enfermo hojea
la edición diamantina de insistentes imágenes
y de ella le llegan los muertos,
los muertos parlantes, que de pronto, mientras hablan,
olvidan la música y se entregan a la mudez.
¿Qué música es ésa, si convoca el atardecer,
la partida de la felicidad y la dura entrada
de todos los pararrayos adversos,
que los vivos colocan precisamente encima de los aseos?