En los revoques decrépitos de la ciudad, sacudida por el canto de la nada
como las bambalinas de un escenario de ópera
entre la indecente costumbre de los transeúntes
que pasean de memoria sin darse cuenta;
en el movimiento de los dedos que imitan al ciempiés
como el ciempiés imita la espina dorsal de las sardinas;
en los muros oscurecedores
con más ventanas que niños;
y en el aire que ama el color azul
elige el gris y del que surge el negro;
sí, en todo eso, en lo que las ofensas, angustias y mísera tristeza
no pueden multiplicar el destino por el simple amor:
un único rayo de sol aparece
e ilumina un cochecito de niño
para el que ya no hay sitio en el tranvía.
En este momento alguien pregunta a Galileo: «¿Es eterno el sol?».
Y él contesta: «¿Eterno? ¡De ninguna manera! ¡Pero sí muy antiguo!».