No tienen tiempo para sí mismos, temen estar solos,
y, avaramente, devoran historia, difuntos, realidad e imágenes,
lo remojan con la orina bicolor de las diosas
menstruantes de los libros de viajes,
se apresuran a tragar la perfilada apariencia sin el don del aparecer
y, con anestésica constancia, se tapan con máscaras,
nunca tienen bastantes posesiones, linderos ni costumbres
para explicarlo todo con voraz codicia
y cuando la campana les toca a muerte
están empachados de su propio destino,
mientras Dios es tal vez un espectador de vacíos
no destinados a llenar…