El último de sus deseos no fue complicado,
era un niño que quería recibir una carta del deshollinador.
El último de sus movimientos fue perfectamente simple:
tiró la sábana del hospital
bordada con el retrato de una mujer abierta de piernas.
La última de sus desnudeces fue perfectamente simple:
nadie la besó,
no daba ni para alimentar a un mendigo.
Su última mirada fue perfectamente simple:
calló tan abiertamente que nadie se atrevió a decir
que ya hogaño estaba todo agusanado.
Y el último de sus recuerdos fue un recuerdo
visto en algún lugar hacía mucho tiempo
una nebulosa mañana de septiembre:
el recuerdo de algo imperecedero, constante, sí, fiel,
emergiendo de la niebla,
de una enrojecida ramita de guindo…