En lo alto de la montaña, entre moles de piedra desperdigadas aquí y allá
y un salto de agua sin origen, encontré a un viejo.
Me dijo (alegremente, pero de modo que no se enterara su soledad):
«Eres el único que me ha encontrado;
seguro que debiste morir hace muchos años».
¿Por qué?, pregunté, y él contestó:
«Antes dejaba tras de mí, aunque fuera escondido entre el ramaje,
restos de haber hecho fuego, algo de tabaco, comida o señales.
Pero cuando subí más arriba,
me convencí de que tras de mí ya no vendría nadie,
y lo dejé estar… ¿Cuándo moriste?».
Apenas lo recuerdo, contesté hundido.
Y él afirmó con la cabeza: «¡Vaya, cómo no!… Pero
llevas en ti todavía un poco de sol del dios Quetzacóatl…
¡Apágalo, para ver todo lo que ilumina la luna!».