Nos equivocamos

¿Por qué decir que las alegrías de los mortales no son más

que fugaces reflejos en la pluma de un ganso?

Me acuerdo de un determinado momento de mi infancia,

el hombre que pega los carteles estaba junto al granero

con la bicicleta apoyada en el ciruelo…

Una semana después llegó el circo.

Estaba tan de bote en bote

que tuvieron que añadir sillas.

Nunca jamás volveré a ver semejantes milagros.

Los acróbatas bajaron las persianas de sus camisetas,

la amazona esperaba una secreta señal de mi amor,

el payaso nos cosía la mente con seda de rana

y con los pasionarios hilos de la ilusión,

y el funámbulo estuvo quemando su acción con velas durante tanto rato

que yo, unido a todos los lagos,

lo puse todo en mí, cabeza abajo…

Pero lo que más me gustó fue el serrín,

del cual la nube del principio atrapaba cada rayo de la función.

Mas ¡ay cómo se enfrió aquella alegría cuando me enteré de que al circo

le suministraba el serrín la mayor fábrica de ataúdes de una ciudad cercana!